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lunes, 26 de agosto de 2013

El disfraz

La profesora de piano pisó la antesa­la toda recelosa y encogida. Era su actitud habitual; pero aquel día la exa­geraba involuntariamente, porque se sentía en falta. Llegaba lo menos con veinte minutos de retrasó, y hubiese querido esconderse tras el repostero, que ostentaba los blasones de los mar­queses de la Insula, cuando el criado, patilludo y guapetón, le dijo, con la severidad de los servidores de casa grande hacia los asalariados humildes:
-La señorita Enriqueta ya aguarda hace un ratito... La señora marquesa, también.
No pudiendo meterse bajo tierra, se precipitó... Sus tacones torcidos golpea­ban la alfombra espesa, y al correr, se prendían en el desgarrón interior de la bajera, pasada de tanto uso. A pique estuvo de caerse, y un espejo del salón que atravesaba para dirigirse al aparta­dó gabinete donde debía de impacien­tarse su alumna, le envió el reflejo de un semblante ya algo demacrado, y ahora más descompuesto por el terror de perder una plaza que, con el em­pleíllo del marido, era el mayor recur­so de la familia.
¡Una lección de dieciocho duros! Todos los agujeros se tapaban con ella. Al panadero, al de la tienda de la esquina, al administrador implacable que traía el recibo del piso; se les respondía inva­riablemente: «La semana que viene... Cuando cobremos la lección de la se­ñorita de la Insula...» Y en la respuesta había cierto inocente orgullo, la satisfacción de enseñar a la hija única y mimada de unos señores tan encum­brados, que iban a Palacio como a su casa propia, y daban comidas y fiestas a las cuales concurría lo mejor de lo mejor: grandes, generales, ministros... Y doña Consolación, la maestra, conta­ba y no acababa de la gracia de Enri­quetita, de la bondad de la señora mar­quesa, que le hablaba con tanta senci­llez, que la distinguía tanto...
Todo era verdad -lo de la sencillez, lo de la distinción-; pero la profesora no por eso se sentía menos achicada -hasta el extremo de emocionarse­ cuando la madre de su alumna, siempre vestida de terciopelo, siempre adornada con fulgurantes joyas, le dirigía la pa­labra, le hablaba de música... Porque la marquesa de la Insula, que no sabía ni cuáles eran las notas del pentagra­ma, disertaba a veces con verbosidad, repitiendo lo que oía decir a los enten­didos en su platea. Y doña Consolación, sin enterarse de lo que explicaba aque­lla voz tan suave, a menudo imperiosa en su dulzura, contestaba indistinta­mente:
-Verdad... Así es... No cabe duda... Tiene razón la señora...
¡Si por culpa de la tardanza perdiese la lección! ¡Si, al verla entrar, la mar­quesa hiciese un gesto de contrariedad, de desagrado! El corazón fatigado de la profesora armaba un ruido de fuelle que la aturdía... Se detuvo para tomar aliento. Y, en el mismo instante, oyó que la llamaban con acento cordial, afectuoso. Era su discípula.
-¡Doña Consola! ¡Doña Consola! -repetía la niña, en el tono del que tiene que dar una noticia alegre. Ven­ga usted... ¡Hay novedades!
«Doña Consola» corrió, no sin grave peligro de enganche y caída. La mar­quesa, llena de cortesía, se había levan­tado, de lo cual protestó la maestra, exclamando:
-,¡Por Dios!
La chiquilla batía palmas.
-¡Mamá, mama, díselo pronto!...
-Dame tiempo... -contestó risueña la madre. Doña Consolación, figúrese usted que deseamos… Vamos a, ver: ¿no tiene usted muchas ganas de oír Lohengrin?
-Yo...
La profesora se puso amoratada, que es el modo de ruborizarse de los car­díacos.
-Yo… ¡Lohengrin! ¡Ya lo creo, se­ñora! -prorrumpió de súbito, en invo­luntaria efusión de un alma que hubie­se podido ser de artista si no fuese de madre de familia obligada a ganar el pan de tres chiquitines. ¡Ya lo creo! Sólo una vez oí una ópera...; ¡y hace tantos años ya! ¡Y Lohengrin! Se dice que lo cantan divinamente...
-¡Oh! ¡Ese Capinera! ¡Y la Stollí! ¡Si es un bordado! Bueno; pues se trata de qúe, esta noche tenemos dos asientos...
El amoratado fué morado oscuro. ¿Estaría soñando? ¿La convidaban al palco? ¿Al palco, con la marquesa?
-Son dos butacas que le han envia­do a nuestro jefe -prosiguió la dama, y yo no sé por dónde lo ha sabido este diablillo de Enriqueta, que además ha averiguado que el jefe no quiere apro­vechar esas localidades, ni para sí ni para su hijo; ¡prefieren irse a Apolo!... Y ha sido su discípula de usted quien ha pensado en seguida...
-¡Mil gracias, Enriquetita!... ¡Mil gracias, señora! -balbució la maestra, ya recobrada de su primera emoción. Agradezco tanta bondad, y disfrutaría  mucho oyendo la ópera, que no conozco sino en papeles...; pero ni mi esposo ni yo tenemos ropa..., vamos..., como ­la que hay que tener para ir a las bu­tacas del Real.
-¡No importa! -gritó Enriqueta, que no renunciaba a su benéfico anto­jo-. Mamá le da a usted un vestido bonito... ¿No lo dijiste? -añadió, col­gándose del cuello de su madre coma un diablillo zalamero, habituado a man­dar-. ¿No dijiste que aquel vestido que se te quedó antiguo, de seda verde? ¿Y el abrigo de paño, el de color café, que no lo usas? ¿Y ropa de papá, un frac ya antiguo, para el marido de doña Consola?
-Sí, todo eso es verdad -confirmó la marquesa-. Y si doña Consolación no tiene inconveniente...
La profesora no sabía lo que le pasa­ba. Ignoraba si era pena, si era gozo, lo que oprimía su corazón enfermo y mal regulado. Pero Enriquetita, tenaz-, aferrada al capricho bondadoso y a la diversión de la mascarada, insistía.
-¡Doña Consola! ¡Doña Consolita! Mire usted que lo pasará divinamente. Verá: mandamos un recado a su señor esposo, y le traen en un coche. Usted ya no se va. Les darán de cenar aquí. Toinette les viste...
-¿También va Toinette a vestir al marido de doña Consolación? -pregun­tó la marquesa, contagiada del buen humor de la chiquilla.
-No; quise decir que Toinette le viste a usted, y a su marido le viste Lino, el ayuda de cámara de papá. ¡An­de usted, diga que sí!... Luego les to­mamos otro coche, ¿no dijiste que se lo tomabas, mamá?, y se van ustedes al teatro.
La marquesa hacía señales de apro­bación, y, entre tanto, la maestra me­ditaba... ¡Desnudarse delante de aque­lla Toinette, la doncella francesa, re­milgada y burlona, que vería la ropa interior desaseada, los bajos destroza­dos, el corsé roto, de pobre dril gris! ¡Mostrar los estigmas de la miseria su­frida heroicamente, la flojedad de las carnes, que olían al sudor enfriado de tantas caminatas hechas a pie, por ahorrarse los diez céntimos del tranvía! ¡Enseñar su faldilla de barros, con el desgarrón, que no había tenido tiempo de remendar! Una vergüenza, una hu­millación dolorosa, la impulsaban a gri­tar: «No, no iré; no me vestirán de carnaval con la librea de lujo... » Pero los ojos preciosos, límpidos, de Enrique­ta expresaban tan buena voluntad, tal afectuoso empeño de proporcionar a su profesora, por una noche, los goces de los privilegiados, que doña Consolación tuvo miedo de negarse a aquella humo­rada o gentil travesura. «Pueden que­dar descontentos... Puedo perder esta lección de ricos, los dieciocho duros al mes, casi tanto como gana Pablo con su empleo...» Y en voz alta, tartamu­deó:
-Pues lo que quiera Enriquetita... Lo que quiera...
Dos horas después estaba vestida y peinada doña Consola. Sobre su ropa blanca, perfumada de foin, crujía la seda musgo del traje, antiguo para la elegante marquesa, en realidad casi de última moda, primorosamente adorna­do con bordados verde pálido y rosas en ligera guirnalda; en la cabeza, un lazo de lentejuela hacía resaltar el bri­llo del pelo castaño, rizado con arte. Las mangas de la almilla de algodón habían estorbado, porque la manga del traje terminaba en el codo; pero Toi­nette, con alfileres, lo arregló, y, la maestra lucía guantes blancos, largos, que le hacían la mano chica. Enriqueta bailaba de contento. No hacía sino con­templar a su profesora y repetir:
-¡Si se ha vuelto tan guapa! ¡Si no parece la de los demás días!
Bajaban la escalera interior doña Consolación y su consorte, para meter­se en el cochecillo, y apenas se atre­vían a mirarse; tan raros se encon­traban, él de rigurosa etiqueta, enva­rado; ella, emperifollada, sintiéndose, .en efecto, bonita y rejuvenecida dos lustros... Al arrancar el simón, el ma­rido murmuró, bajo y como si se re­catase:
-¿Sabes que me gustas así?
Y ella -pensando en que al otro día iba a recobrar sus semiandrajos, su tra­je negro, decente y raído, y que la vida continuaría con los ahogos económicos y físicos, las deudas y los ataques de sofocación al subir tramos de escale­ras-, se echó en brazos de él y rompió en sollozos.

Cuento

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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