La profesora de piano pisó la
antesala toda recelosa y encogida. Era su actitud habitual; pero aquel día la
exageraba involuntariamente, porque se sentía en falta. Llegaba lo menos con
veinte minutos de retrasó, y hubiese querido esconderse tras el repostero, que
ostentaba los blasones de los marqueses de la Insula , cuando el criado,
patilludo y guapetón, le dijo, con la severidad de los servidores de casa
grande hacia los asalariados humildes:
-La señorita Enriqueta ya aguarda
hace un ratito... La señora marquesa, también.
No pudiendo meterse bajo tierra,
se precipitó... Sus tacones torcidos golpeaban la alfombra espesa, y al
correr, se prendían en el desgarrón interior de la bajera, pasada de tanto uso.
A pique estuvo de caerse, y un espejo del salón que atravesaba para dirigirse
al apartadó gabinete donde debía de impacientarse su alumna, le envió el
reflejo de un semblante ya algo demacrado, y ahora más descompuesto por el
terror de perder una plaza que, con el empleíllo del marido, era el mayor
recurso de la familia.
¡Una lección de dieciocho duros!
Todos los agujeros se tapaban con ella. Al panadero, al de la tienda de la
esquina, al administrador implacable que traía el recibo del piso; se les
respondía invariablemente: «La semana que viene... Cuando cobremos la lección
de la señorita de la
Insula.. .» Y en la respuesta había cierto inocente orgullo,
la satisfacción de enseñar a la hija única y mimada de unos señores tan encumbrados,
que iban a Palacio como a su casa propia, y daban comidas y fiestas a las
cuales concurría lo mejor de lo mejor: grandes, generales, ministros... Y doña
Consolación, la maestra, contaba y no acababa de la gracia de Enriquetita, de
la bondad de la señora marquesa, que le hablaba con tanta sencillez, que la
distinguía tanto...
Todo era verdad -lo de la
sencillez, lo de la distinción-; pero la profesora no por eso se sentía menos
achicada -hasta el extremo de emocionarse cuando la madre de su alumna,
siempre vestida de terciopelo, siempre adornada con fulgurantes joyas, le
dirigía la palabra, le hablaba de música... Porque la marquesa de la Insula , que no sabía ni
cuáles eran las notas del pentagrama, disertaba a veces con verbosidad,
repitiendo lo que oía decir a los entendidos en su platea. Y doña Consolación,
sin enterarse de lo que explicaba aquella voz tan suave, a menudo imperiosa en
su dulzura, contestaba indistintamente:
-Verdad... Así es... No cabe
duda... Tiene razón la señora...
¡Si por culpa de la tardanza perdiese
la lección! ¡Si, al verla entrar, la marquesa hiciese un gesto de
contrariedad, de desagrado! El corazón fatigado de la profesora armaba un ruido
de fuelle que la aturdía... Se detuvo para tomar aliento. Y, en el mismo
instante, oyó que la llamaban con acento cordial, afectuoso. Era su discípula.
-¡Doña Consola! ¡Doña Consola!
-repetía la niña, en el tono del que tiene que dar una noticia alegre. Venga
usted... ¡Hay novedades!
«Doña Consola» corrió, no sin
grave peligro de enganche y caída. La marquesa, llena de cortesía, se había
levantado, de lo cual protestó la maestra, exclamando:
-,¡Por Dios!
La chiquilla batía palmas.
-¡Mamá, mama, díselo pronto!...
-Dame tiempo... -contestó risueña
la madre. Doña Consolación, figúrese usted que deseamos… Vamos a, ver: ¿no
tiene usted muchas ganas de oír Lohengrin?
-Yo...
La profesora se puso amoratada,
que es el modo de ruborizarse de los cardíacos.
-Yo… ¡Lohengrin! ¡Ya lo creo, señora! -prorrumpió de súbito, en involuntaria
efusión de un alma que hubiese podido ser de artista si no fuese de madre de
familia obligada a ganar el pan de tres chiquitines. ¡Ya lo creo! Sólo una vez
oí una ópera...; ¡y hace tantos años ya! ¡Y Lohengrin!
Se dice que lo cantan divinamente...
-¡Oh! ¡Ese Capinera! ¡Y la Stollí ! ¡Si es un bordado!
Bueno; pues se trata de qúe, esta noche tenemos dos asientos...
El amoratado fué morado oscuro.
¿Estaría soñando? ¿La convidaban al palco? ¿Al palco, con la marquesa?
-Son dos butacas que le han enviado
a nuestro jefe -prosiguió la dama, y yo no sé por dónde lo ha sabido este
diablillo de Enriqueta, que además ha averiguado que el jefe no quiere aprovechar
esas localidades, ni para sí ni para su hijo; ¡prefieren irse a Apolo!... Y ha
sido su discípula de usted quien ha pensado en seguida...
-¡Mil gracias, Enriquetita!...
¡Mil gracias, señora! -balbució la maestra, ya recobrada de su primera
emoción. Agradezco tanta bondad, y disfrutaría
mucho oyendo la ópera, que no conozco sino en papeles...; pero ni mi
esposo ni yo tenemos ropa..., vamos..., como la que hay que tener para ir a
las butacas del Real.
-¡No importa! -gritó Enriqueta,
que no renunciaba a su benéfico antojo-. Mamá le da a usted un vestido
bonito... ¿No lo dijiste? -añadió, colgándose del cuello de su madre coma un
diablillo zalamero, habituado a mandar-. ¿No dijiste que aquel vestido que se
te quedó antiguo, de seda verde? ¿Y el abrigo de paño, el de color café, que no
lo usas? ¿Y ropa de papá, un frac ya antiguo, para el marido de doña Consola?
-Sí, todo eso es verdad -confirmó
la marquesa-. Y si doña Consolación no tiene inconveniente...
La profesora no sabía lo que le
pasaba. Ignoraba si era pena, si era gozo, lo que oprimía su corazón enfermo y
mal regulado. Pero Enriquetita, tenaz-, aferrada al capricho bondadoso y a la
diversión de la mascarada, insistía.
-¡Doña Consola! ¡Doña Consolita!
Mire usted que lo pasará divinamente. Verá: mandamos un recado a su señor
esposo, y le traen en un coche. Usted ya no se va. Les darán de cenar aquí.
Toinette les viste...
-¿También va Toinette a vestir al
marido de doña Consolación? -preguntó la marquesa, contagiada del buen humor
de la chiquilla.
-No; quise decir que Toinette le
viste a usted, y a su marido le viste Lino, el ayuda de cámara de papá. ¡Ande
usted, diga que sí!... Luego les tomamos otro coche, ¿no dijiste que se lo
tomabas, mamá?, y se van ustedes al teatro.
La marquesa hacía señales de aprobación,
y, entre tanto, la maestra meditaba... ¡Desnudarse delante de aquella
Toinette, la doncella francesa, remilgada y burlona, que vería la ropa
interior desaseada, los bajos destrozados, el corsé roto, de pobre dril gris!
¡Mostrar los estigmas de la miseria sufrida heroicamente, la flojedad de las
carnes, que olían al sudor enfriado de tantas caminatas hechas a pie, por
ahorrarse los diez céntimos del tranvía! ¡Enseñar su faldilla de barros, con el
desgarrón, que no había tenido tiempo de remendar! Una vergüenza, una humillación
dolorosa, la impulsaban a gritar: «No, no iré; no me vestirán de carnaval con
la librea de lujo... » Pero los ojos preciosos, límpidos, de Enriqueta
expresaban tan buena voluntad, tal afectuoso empeño de proporcionar a su
profesora, por una noche, los goces de los privilegiados, que doña Consolación
tuvo miedo de negarse a aquella humorada o gentil travesura. «Pueden quedar
descontentos... Puedo perder esta lección de ricos, los dieciocho duros al mes,
casi tanto como gana Pablo con su empleo...» Y en voz alta, tartamudeó:
-Pues lo que quiera
Enriquetita... Lo que quiera...
Dos horas después estaba vestida
y peinada doña Consola. Sobre su ropa blanca, perfumada de foin, crujía la seda musgo del traje, antiguo para la elegante
marquesa, en realidad casi de última moda, primorosamente adornado con
bordados verde pálido y rosas en ligera guirnalda; en la cabeza, un lazo de
lentejuela hacía resaltar el brillo del pelo castaño, rizado con arte. Las
mangas de la almilla de algodón habían estorbado, porque la manga del traje
terminaba en el codo; pero Toinette, con alfileres, lo arregló, y, la maestra
lucía guantes blancos, largos, que le hacían la mano chica. Enriqueta bailaba
de contento. No hacía sino contemplar a su profesora y repetir:
-¡Si se ha vuelto tan guapa! ¡Si
no parece la de los demás días!
Bajaban la escalera interior doña
Consolación y su consorte, para meterse en el cochecillo, y apenas se atrevían
a mirarse; tan raros se encontraban, él de rigurosa etiqueta, envarado; ella,
emperifollada, sintiéndose, .en efecto, bonita y rejuvenecida dos lustros... Al
arrancar el simón, el marido murmuró, bajo y como si se recatase:
-¿Sabes que me gustas así?
Y ella -pensando en que al otro
día iba a recobrar sus semiandrajos, su traje negro, decente y raído, y que la
vida continuaría con los ahogos económicos y físicos, las deudas y los ataques
de sofocación al subir tramos de escaleras-, se echó en brazos de él y rompió
en sollozos.
Cuento
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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