Papá, mamá
y la tía Nadia no están en casa. Están convidados a un bautizo en casa de aquél
oficial anciano que tiene una burrita gris.
Esperándolos,
Gricha, Ania, Aliocha, Sonia y el hijo de la cocinera, Andrei, hállanse en el
comedor, sentados alrededor de la mesa jugando a la lotería. Es la hora de
irse a acostar, pero ¿quién puede dormir sin saber por mamá qué hacía el
niñito cuando lo bautizaron, y qué cenaron...? La mesa, alumbrada por una
lámpara, está cubierta de papelitos, cifras, cáscaras de avellanas y trocitos
de cristal.
Delante de cada
uno hay dos cartones de lotería y un montoncito de cristalitos para tapar las
cifras. En medio de la mesa hay un platillo con cinco moneditas de a cinco
kopeks. Al lado del platillo se encuentra una manzana medio comida,
unas tijeras y un plato donde echar las cáscaras.
Los niños juegan
dinero: cada apuesta es de un kopek. La condición: si uno hace trampa,
será expulsado inmediatamente. En el comedor no hay nadie más que los
jugadores. El aya, Agafia Ivanovna, está abajo en la cocina enseñando a la
cocinera cómo se corta un vestido, y el hermano mayor, Vasia, alumno de la
quinta clase del Gimnasio, hállase tendido en el sofá de la sala y se aburre
por no tener nada que hacer.
Se juega con
mucho afán. Gricha es el más entusiasta. Es un niño de nueve años, completa-mente
pelado, de cara redonda y labios gordos, como los de un negro. Está en la
primera clase y por esto lo consideran como el más sabio y el mayor. Juega
exclusivamente por el afán de ganar; si no hubiera kopeks en el
platillo, dormiría tiempo ha. Sus ojuelos pardos corren intranquilos y
recelosos por los cartones de los jugadores. El miedo de perder, la envidia y
las combinaciones numéricas llenan su cabeza pelada y no le permiten
concentrarse; se mueve en su silla como si estuviese sentado sobre alfileres.
Cuando gana toma el dinero con avidez y lo esconde inmediata-mente en el
bolsillo. Su hermana Ania, de ocho años, con inteligentes y brillantes ojos y
barbilla en punta, también tiene miedo de que los otros ganen; palidece,
enrojece de emoción y vigila atentamente a los jugadores. Pero los kopeks
no le interesan; es la suerte la que reviste importancia para ella; es cuestión
de amor propio.
La otra hermana,
Sonia, tiene seis años, cabecita rizada y una tez como solamente se ven en los
niños muy sanos o en las muñecas. Juega solamente para distraerse. Su cara está
alegre, aplaude y se ríe ante cada ganancia, cualquiera sea el ganador.
Aliocha es un
chiquitín redondo como un bolo; sopla y mira los cartones; para él no hay
avidez ni amor propio. Si no lo mandan a dormir ni lo echan de la mesa,
ya está contento. Tiene un aspecto tranquilo; pero en realidad es un granuja.
No juega por distracción sino por las riñas que son inevitables en el
juego. Disfruta cuando hay una pelea o alguno pega a otro. Hace tiempo que
siente una pequeña necesidad; pero no se atreve, por el temor de que le
sustraigan sus cartelitos y sus kopeks. No conoce más cifras que las
primeras y las que acaban en cero; su hermana Ania lo ayuda y tapa por él sus
cartones.
El quinto
jugador es el hijo de la cocinera, Andrei; es moreno y enfermizo; está vestido
con una blusa de algodón; lleva al cuello una crucecita de cobre. Está inmóvil
y fija su mirada soñadora en los números. A éste la ganancia y los éxitos
ajenos lo dejan indiferente; está por completo sumergido en la aritmética del
juego y su sencilla filosofía. ¡Qué de cifras hay en el mundo! ¿Cómo no se
embrollan?
Todos, a
excepción de Sonia y Aliocha, cantan los números por turno. Como éstos se
repiten con frecuencia, los hay que llevan apodos; así, el siete se nombra “el
gancho”; el once, “los patitos”; el noventa, “el abuelo”, etcétera. El juego
sigue con viveza.
-¡El treinta y
dos! -exclama Gricha, metiendo la mano en el sombrero de su padre, donde están
los pequeños cilindros amarillos. ¡Dieciocho!... ¡El gancho! ¡El veintiocho!
Ania ve que
Andrei no ha notado que tiene el veintiocho en sus cartones; se lo hubiera
advertido en otro tiempo, pero ahora triunfa, porque en el platillo, al par del
dinero, está puesto su amor propio.
-¡El veintitrés!
-sigue Gricha. ¡El abuelo! ¡El nueve!
-¡Una cucaracha!
¡Una cucaracha! -exclama Sonia, señalando una que corre por la mesa.
-No la mates
-dice Aliocha en voz baja; quizá tenga hijitos...
Sonia sigue con
los ojos a la cucaracha y reflexiona cómo será su casa y qué pequeños han de
ser sus hijitos.
-¡El cuarenta y
tres! ¡El uno! -continúa Gricha, padeciendo ante la idea de que Ania tiene ya
casi todos los números tapados. ¡El seis!
-¡He ganado! ¡He
ganado! -grita Sonia, levantando los ojos y chillando.
Las caras de los
jugadores se estiran.
-¡Hay que
comprobar! -dice Gricha mirando a Sonia con odio.
Aprovechándose
de su fama de mayor y más inteligente, Gricha se ha adjudicado el
derecho de litigar las diferencias. Se hace todo lo que él manda. Durante mucho
tiempo y con minuciosidad comprueban los cartones de Sonia; pero, con grave
disgusto de los jugadores, todo está en regla y no hay trampas.
Empieza otra
partida.
-¡Qué cosa he
visto ayer! -dice Ania hablando como consigo misma. Filip Filipovitch se
volvió sus párpados y sus ojos se pusieron encarnados, terribles, como los de
un diablo...
-¡Yo también lo
vi! -contesta Gricha. ¡El ocho! Tenemos en la clase un discípulo que mueve las
orejas... ¡El veintisiete!
Andrei levanta
la mirada hacia Gricha y dice:
-Yo también sé
mover las orejas...
-¡A ver...
muévelas!
Andrei mueve los
ojos, los labios y los dedos. Le parece que sus orejas se ponen también en movimiento.
Risa general.
-Es un hombre
malo este Filip Filipovitch -prosigue Sonia; ayer entró en nuestro cuarto y yo
estaba en camisa. Me avergoncé...
-¡He ganado!
-grita con toda su fuerza Gricha, tomando apresuradamente el dinero del
platillo. ¡He ganado!... ¡Pueden comprobar!
El hijo de la
cocinera palidece, levanta los ojos y balbucea:
-En tal caso, no
puedo jugar más.
-¿Por qué?
-Porque...
porque no tengo más dinero.
-Sin dinero no
se puede jugar -decide Gricha.
Andrei rebusca
por si acaso en sus bolsillos. No encuentra nada más que migajitas de pan y un
lapicerito medio roído. Su boca se contrae y se le nublan los ojos; llorará en
seguida...
-Te prestaré
-dice Sonia, no pudiendo ver su cara de mártir; pero no olvides de
devolvérmelo.
Sonia pone el dinero
y el juego vuelve a empezar.
-Parece que se
oyen campanas -dice Ania.
El juego se
interrumpe; todos miran por la ventana oscura con la boca abierta. En la
oscuridad se ve el reflejo de la lámpara.
-Te pareció...
-Por la noche
las campanas solamente suenan en el cementerio -declara Andrei.
-¿Por qué suenan
allí las campanas?
-Para que los
bandidos no entren en la iglesia... ellos temen el campaneo.
-¿Y para qué
tienen los bandidos que entrar en la iglesia de noche? -pregunta Sonia.
-Para matar a
los guardianes; todo el mundo lo sabe.
Todos quedan
silenciosos algunos momentos y se miran unos a otros, temerosos.
El juego
prosigue. Esta vez gana Andrei.
-¡Ha hecho
trampas! -declara repentinamente Aliocha.
Andrei palidece,
contrae la boca, y ¡pam!, le da a Aliocha un golpe en la cabeza. Éste
abre desmesuradamente los ojos, salta furioso encima de la mesa y a su
vez le da a Andrei un bofetón... Se reparten algunos cachetes más y se echan a
llorar... Sonia, que no puede soportar horrores semejantes, llora también y el
comedor retiembla de sollozos. Pero no se crea que el juego termina por
este motivo. No transcurren cinco minutos sin que los niños vuelvan a charlar
pacíficamente y a reír. Las caras están aún llorosas; pero a pesar de esto
sonríen. Aliocha está satisfechísimo: ¡Ha habido pelea!
En el comedor
entra Vasia, el colegial de quinta clase. Su aspecto es dormilón y desencantado.
-¡Es abominable!
-murmura notando cómo Gricha tienta su bolsillo, en el que suenan los kopeks.
¡Cómo se puede dar dinero a los niños y permitirles jugar a juegos de azar!
¡Buena educación!... ¡Abominable!
Pero los niños
juegan con tanto afán que lo asalta el deseo de probar también su suerte y de
distraerse con ellos.
-¡Aguarden un
momentito, yo jugaré también!
-Pon un kopek.
-¡Ahora! -dice
buscando en sus bolsillos. No tengo kopeks; tengo un rublo. ¡Pongo un
rublo!
-¡No, no, un kopek!
-¡Son unos
estúpidos! El rublo vale más que un kopek -les explica; el que gane me
dará el vuelto.
No, no; haz el
favor de irte.
El colegial encoge
los hombros y se dirige a la cocina a pedir a los criados alguna moneda suelta;
pero en la cocina no hay monedas sueltas.
-En tal caso,
cámbiame el rublo- le pide a Gricha al volver de la cocina-; te pagaré por el
cambio. ¿No quieres? Entonces, véndeme diez kopeks por un rublo.
Grica mira a
Vasia de reojo; sospecha algún engaño... no se fía.
-¡No quiero!
-repite, y aprieta su bolsillo.
-Vasia, te
prestaré yo -dice Sonia. ¡Siéntate!
El colegial se
sienta y pone delante de sí dos cartones. Ania lee las cifras.
-¡Se me ha caído
un kopek! -exclama Gricha inquieto. ¡Esperen!
Toman la lámpara
y se arrodillan debajo de la mesa en busca del kopek. Se empujan
con las cabezas; sus manos sólo encuentran cáscaras de nueces, pero no el kopek.
Vuelven otra vez a buscarlo, hasta que Vasia le quita a Gricha la lámpara de
las manos y la pone en su sitio. Gricha sigue su pesquisa a oscuras.
Por fin
encuentra el kopek. Los jugadores vuelven a sentarse y quieren proseguir
el juego.
-Sonia está
dormida -declara Aliocha.
Sonia tiene su
cabecita rizada puesta sobre los brazos cruzados y duerme un sueño dulce y
tranquilo, como si estuviera en su cama. Se ha dormido sin notarlo mientras los
otros buscaban el kopek.
-Anda, échate en
la cama de mamá; acuéstate -le dice Ania sacándola del comedor. ¡Vámonos!
Todos la
acompañan, y cinco minutos después la cama de mamá ofrece un espectáculo
sorprendente: Sonia duerme; al lado suyo ronca Aliocha; Gricha y Ania tiene las
cabezas descansando en las piernas de sus hermanas y están igualmente dormidos,
así como el hijo de la cocinera, acurrucado al pie de la cama. Alrededor están
esparcidos los kopeks, que han perdido su valor hasta el próximo juego.
¡Buenas Noches!
1.014. Chejov (Anton)
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