Esto de las ambiciones humanas
tiene mucho que observar. Cada quisque pone la mira en algo que quizá al vecino
le sería indiferente. Hay ambiciones generales; hay otras individuales, extrañas
y. de difícil justificación, si no supiésemos que todas son igualmente vanas.
A pocos seguramente les desvelará
lo que fué objeto de las constantes ansias de un hombre, por otra parte sencillo
y ajeno a la mundanal vanagloria. Don Probo Gutiérrez López, empleado
subalterno, sólo lamentaba carecer de bienes de fortuna, porque desde niño
había fantaseado que sus despojos esperasen el Juicio final encerrados en un
mausoleo suntuoso, erigido en el cementerio de su ciudad natal, Repoblada:
Este cementerio, para el cual se
han aprovechado terrenos baldíos que antes fueron estercoleras públicas, es uno
de los ejemplares más desastrosos de lo antiestético y antipoético de las construcciones
modernas, ya se consagren al reposo de la muerte, ya al tráfago de la vida. Una
tapia blanca y maciza lo cerca, dando a su forma fastidiosa regularidad. Una
capilla de estilo gótico de alcorza rompe únicamente la monotonía del
cuadri-longo, proyectando en una esquina la pobreza de su endeble aguja.
Dentro, los nichos, adosados a las paredes, enfilan sus anaqueles mezquinos,
que sugieren la idea de muertos asfixiados en la estrechez. Las lápidas
ostentan rótulos candorosos, y al abrigo de vidrios ovales, fotografías
amarillentas, mechones de pelo lacio y ramos de siemprevivas. El arbolado nuevo,
cipreses; y sicomoros, no ha adquirido todavía el frondoso porte que tanto
hermosea algunos camposantos modestos. Faltando el verdor, faltan pájaros, esas
aves de canto vivaz y alegre que en tales lugares parecen adquirir sugestiva
melancolía. Y así, el cementerio de Repoblada es realmente de una tristeza
depresiva, aburriente y seca, que irrita en vez de conmover.
Pues, con todo esto, Probo
Gutiérrez anhelaba ocupar en el cementerio más feo del mundo un lugar de
preferencia. Es de advertir que don Probo, no sé si por costumbre, por
penitencia o por entretenimiento, era obligado acompañante de los cortejos
fúnebres. Ninguno cruzaba las calles de la ciudad, a son de fagot y entre
salmodias, que no llevase detrás al buen don Probo, con su raída levita y su
sombrero anticuado. Y los socios del Recreo, donde Probo jugaba al tresillo,
siempre que no se trataba de enterrar a alguien, le gastaban la broma de decirle
que ni aún después de muerto quedaría franco de servicio, puesto que habría de
figurar honrosamente en su entierro propio.
En sus diarias visitas al campo
santo, seguía don Probo con inexplicable interés la construcción de cenotafios
y panteones, la colocación de lápidas y rejas. Comenzaba a estar de moda este
género de lujo, y los edículos neogriegos, románicos, góticos, al apiñarse,
formaban el más incoherente revoltijo. Había columnas truncadas revestidas de
hiedra; había cruces en que se enredaban campanillas; había pirámides
coronadas por un busto; había, incluso, estatuas o más bien monigotes, y el
dorado de las verjas nuevas desafinaba al sol como desafinaba la blancura
sacarina del recién esculpido alabastro italiano. Y don Probo sentía con más
vehemencia el ansia de yacer, él también, bajo un suntuoso monumento... Era la
sed de inmortalidad que a veces acomete a los seres más predestinados al
olvido, los cuales buscan la supervivencia en un afecto, en un corazón, y, a
falta de esto, en unas piedras amontonadas. Don Probo no tenía ni hondos
cariños ni íntimas amistades; solterón sin relieve social ni sentimental,
tímido y torpe con las mujeres, indiferente a todos, cuando desapareciese de
entre los vivos sería como brizna de paja un día de aire. Acaso esta
consideración, siempre mortificadora para el amor propio del aniquilamiento
absoluto, explique el sueño monumental de don Probo. El olvido es forma del no
ser, y él, don Probo, quería perpetuarse en granito y en bronce, ya que no en
hijo, en libro, en amor, en hecho alto e ilustre.
No le era fácil, por otra parte,
inferir que su ilusión se realizase nunca. Atenido a mezquino sueldo, vivía
estrechamente, No era lo bastante loco para esperar en la lotería. No se le
conocía; más familia que un hermano menor, un bala perdida, jugador y borracho,
que rodaba no se sabe por dónde. Y el carácter enteramente ideal de su gran
aspiración la elevaba, prestándola radiaciones y luces de belleza inaccesible.
Por la ley que dispone que
siempre muramos de lo mismo que llenó nuestra vida, fué en una excursión al cementerio
donde Gutiérrez López contrajo la enfermedad que no perdona.
Corría diciembre; el frío
acuchillaba, la pulmonía vino pegando; en la casa de huéspedes no se extremó el
cuidado en la asistencia..., y, por caso inaudito, pudo notarse que don Probo
no seguía a pie un entierro, y que, contra su costumbre, desempeñaba en una
ceremonia el principal papel:
El mismo origen de la pulmonía
traidora impidió que don Probo llevase numeroso acompañamiento, y que los pocos
del séquito llegasen al campo santo. Los acompañados por él estaban en la
imposibilidad de devolverle la atención, y dos vivientes se retrajeron al saber
que, camino del cementerio, se «ganaba la muerte». El día era horrible, lluvioso,
glacial, tormentoso, con rachas huracanadas; el suelo, un mar de fango, y los
caballos del coche fúnebre, con los cascos, chapoteaban y salpicaban agua
cenagosa. Y allá fué, casi solitario, el constante acompañador.
El hermano perdulario había dicho
por telégrafo que se enterrase a don Probo don toda decencia; pero temerosos
de un chasco desagradable, los compañeros de oficina no se atrevieron con la
primera clase, y se dispuso la segunda, un ataúd sencillo, un nicho sin lápida
de mármol (lo indispensable y estricto). Al mismo tiempo que a don Probo,
condujeron a su última morada a cierto usurero, detestado por la gente pobre,
y a quien su viuda, más avara que él, dispuso un entierro exactamente igual
al de don Probo, en el nicho contiguo. Para resistir la temperatura y la
humedad, albañiles y sepultureros se previnieron con buena ración de caña;
sorprendidos por el rápido anochecer invernal, confundieron los féretros, y en
el nicho destinado al logrero depositaron el cuerpo de Gutiérrez López.
Seis meses después llegaba a la
ciudad el hermano tronera, el garbanzo negro. La antojadiza suerte le había
sonreído, y se presentó con boato, desempedrando calles, en su automóvil, y
anunciando la resolución de erigir en el cementerio de Repoblada un panteón de
familia, a todo coste. Quizá era este deseo de honores póstumos una propensión
característica de la casta. Ello es que el jugador soñaba lo mismo que el
formal y metódico, y se traía los planos, el presupuesto, el arquitecto, hasta
operarios de Italia. Tratábase de un monumento original, destinado a chafar a
los restantes, en que se mezclaban los jaspes de color, las serpentinas, los
vidrios policromos, hasta la cerámica, para una creación modernista
sorprendente; donde se agotaba el tema de los letreros en asirio, la amapola
somnífera, los cipreses formando procesión de obeliscos, los girasoles, emblema
de inmortalidad, y los lotos, emblema del sueño y del nirvana. Hubo quien
censuró tal maravilla, y hasta la puso en solfa; hubo quien se extasió, y quien
se escandalizó de que el mausoleo careciese de emblemas religiosos, y después
de acalorada polémica en la
Prensa local, la autoridad competente ordenó que aquel
jeroglífico rematase en una cruz.
Ya terminado, sin faltarle
requisito, vino el fundador e hizo trasladar a él solemnemente el cuerpo... del
usurero, que ocupaba el nicho destinado a don Probo; mientras los restos de
éste (frustrado allende la tumba en su perenne anhelo) continuaron disolviéndose
olvidados en humilde nicho.
Cuento
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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