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lunes, 26 de agosto de 2013

El mausoleo

Esto de las ambiciones humanas tie­ne mucho que observar. Cada quisque pone la mira en algo que quizá al veci­no le sería indiferente. Hay ambiciones generales; hay otras individuales, ex­trañas y. de difícil justificación, si no supiésemos que todas son igualmente vanas.
A pocos seguramente les desvelará lo que fué objeto de las constantes an­sias de un hombre, por otra parte sen­cillo y ajeno a la mundanal vanagloria. Don Probo Gutiérrez López, empleado subalterno, sólo lamentaba carecer de bienes de fortuna, porque desde niño había fantaseado que sus despojos es­perasen el Juicio final encerrados en un mausoleo suntuoso, erigido en el ce­menterio de su ciudad natal, Repo­blada:
Este cementerio, para el cual se han aprovechado terrenos baldíos que antes fueron estercoleras públicas, es uno de los ejemplares más desastrosos de lo antiestético y antipoético de las cons­trucciones modernas, ya se consagren al reposo de la muerte, ya al tráfago de la vida. Una tapia blanca y maciza lo cerca, dando a su forma fastidiosa re­gularidad. Una capilla de estilo gótico de alcorza rompe únicamente la mono­tonía del cuadri-longo, proyectando en una esquina la pobreza de su endeble aguja. Dentro, los nichos, adosados a las paredes, enfilan sus anaqueles mez­quinos, que sugieren la idea de muer­tos asfixiados en la estrechez. Las lá­pidas ostentan rótulos candorosos, y al abrigo de vidrios ovales, fotografías amarillentas, mechones de pelo lacio y ramos de siemprevivas. El arbolado nuevo, cipreses; y sicomoros, no ha ad­quirido todavía el frondoso porte que tanto hermosea algunos camposantos modestos. Faltando el verdor, faltan pájaros, esas aves de canto vivaz y alegre que en tales lugares parecen ad­quirir sugestiva melancolía. Y así, el cementerio de Repoblada es realmente de una tristeza depresiva, aburriente y seca, que irrita en vez de conmover.
Pues, con todo esto, Probo Gutiérrez anhelaba ocupar en el cementerio más feo del mundo un lugar de preferencia. Es de advertir que don Probo, no sé si por costumbre, por penitencia o por entretenimiento, era obligado acompañan­te de los cortejos fúnebres. Ninguno cruzaba las calles de la ciudad, a son de fagot y entre salmodias, que no llevase detrás al buen don Probo, con su raída levita y su sombrero anti­cuado. Y los socios del Recreo, don­de Probo jugaba al tresillo, siempre que no se trataba de enterrar a al­guien, le gastaban la broma de decir­le que ni aún después de muerto que­daría franco de servicio, puesto que habría de figurar honrosamente en su entierro propio.
En sus diarias visitas al campo san­to, seguía don Probo con inexplicable interés la construcción de cenotafios y panteones, la colocación de lápidas y rejas. Comenzaba a estar de moda es­te género de lujo, y los edículos neo­griegos, románicos, góticos, al apiñarse, formaban el más incoherente revoltijo. Había columnas truncadas revestidas de hiedra; había cruces en que se en­redaban campanillas; había pirámides coronadas por un busto; había, inclu­so, estatuas o más bien monigotes, y el dorado de las verjas nuevas desafi­naba al sol como desafinaba la blancu­ra sacarina del recién esculpido alabas­tro italiano. Y don Probo sentía con más vehemencia el ansia de yacer, él también, bajo un suntuoso monumen­to... Era la sed de inmortalidad que a veces acomete a los seres más predes­tinados al olvido, los cuales buscan la supervivencia en un afecto, en un co­razón, y, a falta de esto, en unas pie­dras amontonadas. Don Probo no tenía ni hondos cariños ni íntimas amista­des; solterón sin relieve social ni sen­timental, tímido y torpe con las muje­res, indiferente a todos, cuando desapa­reciese de entre los vivos sería como brizna de paja un día de aire. Acaso es­ta consideración, siempre mortificado­ra para el amor propio del aniquila­miento absoluto, explique el sueño mo­numental de don Probo. El olvido es forma del no ser, y él, don Probo, que­ría perpetuarse en granito y en bron­ce, ya que no en hijo, en libro, en amor, en hecho alto e ilustre.
No le era fácil, por otra parte, infe­rir que su ilusión se realizase nunca. Atenido a mezquino sueldo, vivía estre­chamente, No era lo bastante loco pa­ra esperar en la lotería. No se le cono­cía; más familia que un hermano me­nor, un bala perdida, jugador y bo­rracho, que rodaba no se sabe por dónde. Y el carácter enteramente ideal de su gran aspiración la elevaba, pres­tándola radiaciones y luces de belleza inaccesible.
Por la ley que dispone que siempre muramos de lo mismo que llenó nues­tra vida, fué en una excursión al ce­menterio donde Gutiérrez López con­trajo la enfermedad que no perdona.
Corría diciembre; el frío acuchillaba, la pulmonía vino pegando; en la casa de huéspedes no se extremó el cuidado en la asistencia..., y, por caso inaudito, pudo notarse que don Probo no seguía a pie un entierro, y que, contra su cos­tumbre, desempeñaba en una ceremo­nia el principal papel:
El mismo origen de la pulmonía trai­dora impidió que don Probo llevase nu­meroso acompañamiento, y que los po­cos del séquito llegasen al campo santo. Los acompañados por él estaban en la imposibilidad de devolverle la atención, y dos vivientes se retrajeron al saber que, camino del cementerio, se «gana­ba la muerte». El día era horrible, llu­vioso, glacial, tormentoso, con rachas huracanadas; el suelo, un mar de fan­go, y los caballos del coche fúnebre, con los cascos, chapoteaban y salpi­caban agua cenagosa. Y allá fué, casi solitario, el constante acompañador.
El hermano perdulario había dicho por telégrafo que se enterrase a don Probo don toda decencia; pero temero­sos de un chasco desagradable, los com­pañeros de oficina no se atrevieron con la primera clase, y se dispuso la segun­da, un ataúd sencillo, un nicho sin lá­pida de mármol (lo indispensable y estricto). Al mismo tiempo que a don Probo, condujeron a su última morada a cierto usurero, detestado por la gen­te pobre, y a quien su viuda, más ava­ra que él, dispuso un entierro exacta­mente igual al de don Probo, en el ni­cho contiguo. Para resistir la tempera­tura y la humedad, albañiles y sepul­tureros se previnieron con buena ra­ción de caña; sorprendidos por el rá­pido anochecer invernal, confundieron los féretros, y en el nicho destinado al logrero depositaron el cuerpo de Gu­tiérrez López.
Seis meses después llegaba a la ciu­dad el hermano tronera, el garbanzo negro. La antojadiza suerte le había sonreído, y se presentó con boato, des­empedrando calles, en su automóvil, y anunciando la resolución de erigir en el cementerio de Repoblada un panteón de familia, a todo coste. Quizá era es­te deseo de honores póstumos una pro­pensión característica de la casta. Ello es que el jugador soñaba lo mismo que el formal y metódico, y se traía los pla­nos, el presupuesto, el arquitecto, has­ta operarios de Italia. Tratábase de un monumento original, destinado a cha­far a los restantes, en que se mezcla­ban los jaspes de color, las serpentinas, los vidrios policromos, hasta la cerá­mica, para una creación modernista sorprendente; donde se agotaba el te­ma de los letreros en asirio, la amapola somnífera, los cipreses formando pro­cesión de obeliscos, los girasoles, em­blema de inmortalidad, y los lotos, em­blema del sueño y del nirvana. Hubo quien censuró tal maravilla, y hasta la puso en solfa; hubo quien se extasió, y quien se escandalizó de que el mauso­leo careciese de emblemas religiosos, y después de acalorada polémica en la Prensa local, la autoridad competente ordenó que aquel jeroglífico rematase en una cruz.
Ya terminado, sin faltarle requisi­to, vino el fundador e hizo trasladar a él solemnemente el cuerpo... del usu­rero, que ocupaba el nicho destinado a don Probo; mientras los restos de éste (frustrado allende la tumba en su pe­renne anhelo) continuaron disolviéndo­se olvidados en humilde nicho.

Cuento

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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