No creáis que esto que voy
a referir sucedió en nuestros
días ni en nuestras tierras, ni que es invención o ficción. Si encierra alguna
moraleja aprovecha-ble, consistirá en que la historia tiene sentido y enseñanza.
¡Ay del género humano si la
Historia se redujese a la opresión del débil por el fuerte,
al triunfo de la violencia.
Erase que se era un rey de
Persia, a quien muchos llaman Nemrod, pero que, según versiones más fundadas,
debió de llamarse Doac, y fué matador sucesor de aquel Yemsid cuyo pecado
consistía en creerse perfecto. Este Doac era mago, brujo y sabidor; pero, en
vez de ejercer su ciencia según la habían ejercitado sus predecesores -fundando
ciudades, enseñando y propagando artes e industrias, venciendo en singular
batalla a los divos o genios del mal, estableciendo las primeras pesquerías de
perlas, horadando las primeras minas de turquesas, popularizando el
conocimiento del alfabeto y de los signos que, trazados sobre ladrillo o piedra,
conservan al través de las edades el recuerdo de los hechos insignes-, el
empecatado Doac sólo utilizó su magia para componer y destilar filtros y
venenos y refinar ingeniosos suplicios, porque se deleitaba en el dolor, y los
gemidos eran para él regalada música. Hasta el reinado de Doac, no sabían los persas cómo desgarra las carnes un haz
de varillas, ni cómo aprieta la nuez una soga. Cuando se pregunta qué enseñó,
Doac a sus súbditos, la crónica responde que enseñó a azotar y ahorcar.
Cansado, sin duda, el
Cielo, infligió a Doac un padecimiento cruel y vergonzoso. Una mañana, al
disponerse a gozar las delicias del baño, notó el rey que en cada hombro le
había salido gruesa verruga, tamaña como un huevo y de la mismísima figura que
una cabeza de serpiente: chata, verdosa, horrible.
Al principio no dolían las
tales excrecencias; pero no tardaron en ulcerarse y causar atroz martirio, que
determinaba en Doac accesos de rabia, siendo lo peor que, como no quería
enseñar a los médicos ni a persona viviente su asqueroso alifafe, tenía que
lavarse, curarse y vestirse solo, y atender a las úlceras con las plastas y
ungüentos que encontraba en su repertorio mágico.
Desesperado ya de tantas
recetas que habían salido vanas, y realizando nuevos conjuros, un día amaneció
con la persuasión de que el único remedio eran los sesos de un hombre,
aplicados calientes aún a las enconadas heridas.
No vaya nadie a asustarse
de la ignorancia que esto acusa en los tiempos de Doac, pues aún en los
nuestros hemos podido ver que se receta el redaño del carnero, el pichón
abierto en canal y el trozo de carne de buey sobre el lupus. Que la sangrienta medicina sería algo eficaz se demuestra
con que poco a poco fueron vaciándose las prisiones del reino de Persia;
diariamente ejecutaban a dos presos para sacarles el meollo. Mas no hay en el
mundo cosa que no se agote, y también los criminales encerrados; así es que,
cuando faltó la ración de meollo fresco, se fijó un tributo de dos hombres por
día, que cobraban sayones y verdugos enviados aquí y allí a requisar. Solían
éstos elegir, entre las familias numerosas, el individuo enfermizo, deforme,
imposibilitado, el viejo, el inútil. Y ocurrió que, enterándose Doac de esta
circunstancia, montó en furiosa cólera, jurando que si seguían dándole el desecho
y lo peor de los sesos de sus vasallos los degollaría a todos. Entonces los
verdugos resolvieron sacrificar lo más florido de Yspahan, para dejar al rey
satisfecho.
No se determinaron, sin
embargo, a buscar víctimas entre la gente poderosa (magnates, empleados de la
casa real); pero, en los primeros instantes, acordáronse de que un pobre
herrero, llamado Cavé, tenía dos hijos como dos pinos de oro, gallardos en
extremo y diestros en todos los ejercicios corporales; y pareciéndoles buena
presa, los sorprendieron en la plaza pública, los degollaron, les abrieron el
cráneo y llevaron a Doac su masa cerebral caliente todavía.
Hallábase Cavé trabajando
en su forja, cuando los vecinos, entre compasivos e indiscretos, acudieron a
darle la fatal nueva. Al pronto pareció como si el mísero padre no se hubiese
enterado de la inaudita desventura que le comunicaban: helado, inmóvil, mudo,
escuchó la relación del atroz caso. De súbito, su pena estalló formidable, cual
transporte de león que rompe la cadena y arranca de un zarpazo los hierros de
la jaula. Lo que hizo salvar a Cavé fué saber que precisamente por ser sus
hijos fuertes, inteligentes y hermosos los habían señalado para la cuchilla.
«¡No dejarme ni siquiera uno para consuelo! ¡Ah! Juro por la luz eterna del sol
que me vengaré!» Y el herrero, gritando así, blandía su enorme martillo, y al
blandirlo, montañas de carne bronceada, endurecida por el trabajo, se
acumulaban en su brazo desnudo y negro de escoria.
Desciñéndose el amplio
mandilón de cuero que le protegía, Cavé lo ató a la punta de un palo, y con el
mandil por estandarte y el martillo por arma, salió a la plaza, profiriendo
clamores de maldición contra Doac. A la voz del, desesperado padre, sucedió un
extraño fenómeno: los habitantes de Yspahan, que yacían aletargados y helados
de miedo, recobraron energía, sacudieron la modorra; al ver que existía un
hombre que se atrevía a enarbolar un estandarte, corrieron a rodearle locos de
entusiasmo, y la sedición estalló tan repentina, que el tirano sólo tuvo tiempo
de huir vergonzosamente con sus mujeres y sus tesoros.
Lejos ya de Yspahan, juntó
Doac un ejército de más de cien mil hombres, y volvió dispuesto a disolver las
hordas que un artesano capitaneaba y que tenían por bandera sucio y denegrido
mandil de cuero. Pero avínole mal, porque el bordado guión de Doac, de seda y,
oro, recamado de perlas, ostentando por emblema los siete planetas y la luna,
hubo de retroceder ante el pedazo de suela que sólo lucía los estigmas del
trabajo y las huellas del humano sudor, y la cabeza de Doac, goteando sangre,
lívida, contraída por la mueca de la agonía, quedó hincada en el palo que
sostenía el mandil de cuero, mientras las tropas de Cavé, habiendo despojado al
tirano de sus vestiduras, se reían a carcajadas de las dos verrugas que en sus
hombros figuraban cabezas de serpiente...
Al ser saludado rey por su
ejército, el herrero se negó rotundamente a aceptar, la corona. El mismo señaló
para reinar al príncipe Feridún, que después fué un gran monarca y un sabio
profundo, y enseñó a los persas la astronomía, la medicina y la botánica. La
única gloria que cupo a Cavé, el herrero, se cifró en su mandil, que Feridún
tomó por estandarte regio. Siempre que al entrar en batalla Feridún, sin falso
rubor ni respetos humanos, colocaba ante sí aquel trozo de suela que
representaba la santidad del trabajo y la protesta contra la injusticia y el
abuso del poder, era como si llevase un talismán: tenía la victoria segura.
Cuando se avergonzaba del mandil de cuero, salía derrotado. Por haberse perdido
en las revueltas y vicisitudes de la invasión griega el mandil, símbolo de que
no debe el monarca colmar la copa de la iniquidad para que no se desborde la de
la ira celeste; por haber desaparecido, digo, el estandarte de Cavé y su
tradición de independencia, llegaron los persas, pueblo nobilísimo en su origen
y de altas facultades intelectuales, al atraso, al servilismo y a la abyección
en que hoy se pudren.
Cuento antiguo
Cuento antiguo
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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