Cuando estudiaba
carrera mayor en Madrid, todos los jueves comía en casa de mis parientes
lejanos los señores de Cardona, que desde el primer día me acogieron y trataron
con afecto sumo. Marido y mujer formaban marcadísimo contraste: él era robusto,
sanguíneo, franco, alegre, partidario de las soluciones prácticas; ella,
pálida, nerviosa, romántica, perseguidora del ideal. Él se llamaba Ramón; ella
llevaba el anticuado nombre de Leonor. Para mi imaginación juvenil,
representaban aquellos dos seres la prosa y la poesía.
Esmerábase
Leonor en presentarme los platos que me agradaban, mis golosinas predilectas, y
con sus propias manos me preparaba, en bruñida cafetera rusa, el café más
fuerte y aromático que un aficionado puede apetecer. Sus dedos largos y finos
me ofrecían la taza de porcelana «cáscara de huevo», y mientras yo paladeaba la
deliciosa infusión, los ojos de Leonor, del mismo tono oscuro y caliente a la
vez que el café, se fijaban en mí de un modo magnético. Parecía que deseaban
ponerse en estrecho contacto con mi alma.
Poco a poco,
jueves tras jueves, fui tomándome un interés egoísta en la solución del
problema. No es fácil a los veinte años permanecer insensible ante ojos tan
expresivos, y ya mi tranquilidad empezaba a turbarse y a flaquear mi voluntad.
Después de la comida, el señor de Cardona salía; iba al Casino o a alguna
tertulia, pues era sociable, y nos quedábamos Leonor y yo de sobremesa, tocando
el piano, comentando lecturas, jugando al ajedrez o conversando. A veces las
vecinas del segundo bajaban a pasar un ratito; otras estábamos solos hasta las
once, hora en que acostumbraba a retirarme, antes de que cerrasen la puerta. Y,
con fatuidad de muchacho, pensaba que era bien singular que no tuviese don
Ramón Cardona celos de mí.
Una de las
noches en que no bajaron las vecinas -noche de mayo, tibia y estrellada-,
estando el balcón abierto, y entrando el perfume de las acacias a embriagarme
el corazón, me tentó el diablo más fuerte, y resolví declararme. Ya balbucía
entrecortadas las palabras, no precisamente de pasión, pero de adhesión,
rendimiento y ternura, cuando Leonor me atajó diciéndome que estaba tan cierta
de mi leal amistad, que deseaba confiarme algo muy grave, el terrible secreto
de su vida. Suspendí mis confesiones para oír las de la dama, y me fue poco
grato escuchar de sus labios, trémulos de vergüenza, la narración de un
episodio amoroso.
Al separarme de
Leonor, llevaba formado propósito de ver al marqués de Cazalla al día
siguiente. Mi petulancia juvenil me dictaba tal resolución. El marqués, a quien
hice pasar mi tarjeta, me recibió al punto en artístico fumoir y a las
primeras palabras relativas al asunto que motivaba mi visita, se encogió de hombros
y pronunció afablemente:
-No me sorprende
el paso que usted da; pero le ruego que me crea, y le empeño palabra de honor
de que es la pura verdad cuanto voy a decirle. Considero el caso de la señora
de Cardona el más raro que en mi vida me ha sucedido. No sólo no poseo ni he
poseído jamás los documentos a que esa señora se refiere, sino que no he tenido
nunca el gusto..., porque gusto sería, de tratarla... ¡Repito que lo afirmo
bajo palabra de honor!
-Veo que no me
cree usted -añadió el marqués entonces-. No me doy por ofendido. Lo descontaba.
Podrá usted dudar de mi palabra; pero ni usted ni nadie tiene derecho a suponer
que soy hombre que rehuye, por medio de subterfugios, un lance personal. Si lo
que busca usted es pendencia, me tiene a su disposición. Sólo le suplico que
antes de resolver esta cuestión de un modo o de otro consulte... al señor
Cardona. He dicho «al señor». No me mire usted con esos ojos espantados...
Oígame hasta que termine. Doña Leonor Cardona, que según opinión general es una
señora honradísima, ha debido de padecer una pesadilla y soñar que teníamos
relaciones, que nos veíamos, que me había escrito, etcétera. Bajo el influjo de
ilusorios remordimientos le ha contado a su marido «todo».... es decir,
«nada»...; pero «todo» para ella; y el marido ha venido aquí como usted, sólo
que más enojado, naturalmente, a pedirme cuentas, a querer beber mi sangre. Si
yo no la tuviese bastante fría, a estas horas pesa sobre mi conciencia el
asesinato de Cardona... o él me habría matado a mí (no digo que no pudiese
suceder). Por fortuna no me aturdí, y preguntando a Cardona las épocas en que
su esposa afirmaba que habían tenido lugar nuestras entrevistas criminales,
pude demostrarle de un modo fehaciente que a la sazón me encontraba yo en
París, en Sevilla o en Londres. Con igual facilidad, probé la inexactitud de
otros datos aducidos por doña Leonor. Así es que el señor Cardona, muy confuso
y asombrado, tuvo que retirarse pidiéndome excusas. Si usted me pregunta cómo
me explico suceso tan extraordinario, le diré que creo que esta señora, a quien
después he procurado conocer (¡por la memoria de mi madre le juro a usted que
antes, ni de vista!...), sufre alguna enfermedad moral.... y ha tenido una
visión...; vamos, que se le ha aparecido un espectro de amor..., y ese
espectro, ¡vaya usted a saber por qué!, ha tomado mi forma. Y no hay más... No
se admire usted tanto. Dentro de diez años, si trata usted algunas mujeres, se
habituará a no admirarse de casi nada.
Salí de casa del
marqués en un estado de ánimo indefinible. No había medio de desmentirle, y al
mismo tiempo la incredulidad persistía. Impresionado, no obstante, por las
firmes y categóricas declaraciones del dandi, me dediqué desde aquel punto, no
a cortejar a Leonor, sino a observar a Cardona. Procuré hablarle mucho, hacerle
espontanearse, y fui sacando, hilo a hilo, conversaciones referentes a la fidelidad
conyugal, a los lances que puede originar un error, a las alucinaciones que a
veces sufrimos, a los estragos que causa la fantasía... Por fin, un día, como
al descuido, dejé deslizar en el diálogo el nombre del marqués de Cazalla y una
alusión a sus conquistas... Y entonces Cardona, mirándome cara a cara, con
gesto entre burlón y grave, preguntó:
-Has de saber
que cuando fui a casa del marqués de Cazalla, ya llevaba yo ciertos barruntos y
sospechas de la alucinación de Leonor, de la cual me convencí plenamente
después. Si bien no parezco celoso, y hasta se diría que me pierdo por
confiado, he vigilado a Leonor siempre, porque la quiero mucho, y en ninguna
época hubiese podido ella cometer, sin que yo me enterase, los delitos de que
se acusaba. Comprendí que se trataba de una fantasmagoría, de un sueño, y me
resigné a la hipótesis de una falta imaginaria... ¡Quién sabe si ese fantasma
de pasión y arrepentimiento le sirve de escudo contra la realidad! Lo que te
aseguro es que Leonor, viviendo yo, nunca saldrá de la región de los fantasmas...
¡Y no volvamos a hablar de esto en la vida!
«Blanco y Negro», núm. 30, 1897.
Cuentos de amor
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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