¡Qué hermosa era la princesita! Robadle a la primavera los matices de
sus rosas pálidas, y tendréis su cutis; al mar meridional su azur líquido, y
tendréis sus pupilas, a la seda nativa su áureo y fino tusón, y tendréis la
mata de su pelo. Y tomad (si sabéis dónde encontrarlas) las virtudes dulces y
frescas de un alma de flor: la piedad, la ternura, la generosidad, el amor
ideal hacia todos los humanos, y tendréis el espíritu celeste de la princesita
hermosa.
Esta perfección era justamente lo que traía muy inquieto al rey, su
padre. No tenía otra hija sino aquélla, y habíala conseguido tarde ya, cuando
llegaba al límite que separa la madurez de la vejez; por lo cual hubiese
anhelado resguardar con un fanal a la princesita, elevar alrededor suyo paredes
de acero y, sobre todo, recubrir su corazón tierno, palpitante de
presentimientos y de emociones sagradas, con la triple coraza de cuero batido
del egoísmo, la indiferencia y la soberbia.
-Padre y señor -dijo un día la princesita, colgándose del cuello del
rey-, si es verdad que me quieres, que deseas complacerme y hacerme la vida
dichosa, permíteme que la dedique a consolar tanta desgracia como debe de
existir en el mundo. No las he visto, porque tú me rodeas de esplendor y
alegría y a mi alrededor se alza el bullicio de las risas y las canciones, pero
yo adivino que lo habitual por ahí fuera será la desgracia, y que yo podría
mitigarla quizás acercándome a ella.
-Ni lo imagines -gritó el rey con violencia amante. Nada remediarías, y
sufrirías en cambio infinito dolor. Cree en mi experiencia, y vive por encima
de la muchedumbre miserable: vive alta, vive lejos; ni la mires ni la oigas.
¿No tienes fe en tu padre? Pues ahora mismo van a venir los sabios para que les
consultes. ¡Ya verás si su consejo está de acuerdo con el mío!
Llegaron, en efecto, los sabios, y se formaron en semicírculo ante la
princesita, que contemplaba con cierto asombro sus caras marchitas por el
estudio, sus barbas desaliñadas y grises, sus ojos hundidos, de párpados
abolsados protegidos por las gafas de plata, y sus frentes rugosas, que la
calvicie hacía vastas y claras como lunas.
-El hombre -opinó el profesor de Antropología- no merece que nadie se
moleste por él. Al hombre le quedan múltiples rastros y estigmas de su
primitiva animalidad, el hombre es un lobo para el hombre, y su instinto y ley
es la guerra de todos contra todos por la existencia. El hombre natural y
verdadero es el salvaje, una fiera criminal.
-El hombre -opinó el profesor de Sociología- se encuentra aún en los
comienzos de su evolución, lenta y trabajosísima, hacia un estado menos
imperfecto que el actual. Lo que se hace por mejorar su condición equivale a
soltar un chorrillo de agua dulce en las olas del Océano para desamargarlas.
Transformaciones incalculables, la acción de siglos sin cuento, requerirá la
obra de remediar en parte las deficiencias de nuestra organización social
presente. ¿Y quién sabe si muchas de estas deficiencias son irremediables? La
ciencia verdadera teme afirmar demasiado.
-El hombre -opinó el profesor de Psicología y Moral- paga con ingratitud
y a veces hasta con odio el bien que se intenta hacerle. Su instinto, en este
particular muchas veces acertado, le dicta que es rarísimo el desinterés, y que
la beneficencia se ejerce, por lo general, con algún fin útil al mismo
bienhechor. Y a los bienhechores del todo altruistas los desprecia en el fondo
de su alma, porque la razón le grita: «No serías tú tan inocente».
-El hombre -opinó el profesor de Higiene- es una cloaca y una sentina.
Para guardar la salud, nuestra época adelantada no ha sabido discurrir cosa
mejor que lo discurrido por nuestros abuelos: el aislamiento. Feliz el que
puede, como nuestra encantadora princesita, habitar lejos de toda infección y
de todo contagio, respirando aire a torrentes embalsamado y puro, bebiendo agua
de rosa que conducen cañerías de cristal. Donde se reúne gente pobre, acecha el
germen maléfico, el mortal bacilo.
-El hombre -opinó el profesor de Estética- es la cosa más repulsiva que
imaginarse puede, si le faltan condiciones para hermosear y robustecer su
organismo desde la niñez. La educación griega era la única racional. La
muchedumbre menesterosa causaría horror a la divina princesa si a ella tuviese
el mal gusto de aproximarse. Que se recree en el arte, en la belleza eterna,
noble y pura de los cuadros y las estatuas, en la armonía de los instrumentos,
en la cadencia de los versos que se enlazan y se huyen como parejas de diestros
danzadores... Que no profane sus ojos posándolos en la ruindad y degradación de
las formas, en la fealdad, en la desproporción, en la chusma.
-¿Has oído? -advirtió el rey a su hija, la cual, con los ojos bajos, las
manos oprimiendo el agitado seno, los labios cerrados, escuchaba la sentencia silenciosamente.
Aquella misma noche la anciana nodriza de la princesita, al acercarse a
su cama para arreglarle la ropa, advirtió que por las mejillas tersas de la
virgen corrían lágrimas abundantes, un río de llanto.
-¿Quién te ha hecho mal, niña? -preguntó la vejezuela cariñosamente.
-Nadie... Nadie ha querido hacerme mal.
-Pues tú lloras... Es la primera vez que te veo llorar así.
-Es que estoy infinitamente triste, ama... -contestó la princesita. Y
lloro por los malos, por los feos, por los sucios, por los que no tienen qué
comer.
Y, sin reprimir las lágrimas, añadió:
-También lloro por los sabios... Y todas las noches, ama, he de llorar
así. No puedo hacer otra cosa; no me dejan asociarme de otro modo al dolor...
Nadie puede impedirme que llore.
Y la princesita, en efecto, lloró sin tregua, ya apoyada en el barandal
de su balcón cuando salía la luna, ya escondiendo el rostro en la almohada de
encajes, ya arrodillada en su reclinatorio para la plegaria nocturna. Nadie
pudo explicarse en la corte del rey la enfermedad misteriosa que consumió en un
año a la princesita, demacrando su cuerpo y secando su sangre. Los sabios,
consultados diariamente, amontonaron remedios sobre remedios, sin ningún fruto.
La vida de la princesita se fundió, se derritió en el hilo de sus lágrimas de
amor ideal y de piedad suprema, y hoy enseñan en los reales jardines una fuente
que dicen formada con ese llanto precioso. Los que beben de ella contraen la
locura de hacer bien.
Blanco y Negro, núm. 760, 1905
Cuento
Cuento
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario