El día era radiante. Sobre las
márgenes del río flotaba desde el amanecer una bruma sutil, argéntea, pronto
bebida por el sol.
Y como el luminar
iba picando más de lo justo, los expedicionarios tendieron los manteles bajo
unos olmos, en cuyas ramas hicieron toldo con los abrigos de las señoras.
Abriéronse las cestas, salieron a luz las provisiones, y se almorzó, ya
bastante tarde, con el apetito alegre e indulgente que despiertan el aire
libre, el ejercicio y el buen humor. Se hizo gasto del vinillo del país, de
sidra achampañada, de licores, servidos con el café que un remero calentaba en
la hornilla.
La jira se había
arreglado en la tertulia de la registradora, entre exclamaciones de gozo de las
señoritas y señoritos que disfrutaban con el juego de la lotería y otras
igualmente inocentes inclinaciones del corazón no menos lícitas. Cada parejita
de tórtolos vio en el proyecto de la excelente señora el agradable porvenir de
un rato de expansión; paseo por el río, encantadores apartes entre las
espesuras floridas de Penamoura. El más contento fue Cesáreo, el hijo del
mayorazgo de Sanin, perdidamente enamorado de Candelita, la graciosa, la
seductora sobrina del arcipreste.
Aquel era un amor,
o no los hay en el mundo. No correspondido al principio, Cesáreo hizo mil
extremos, al punto de enfermar seria-mente: desarreglos nerviosos y gástricos,
pérdida total del apetito y sueño, pasión de ánimo con vistas al suicidio. Al
fin se ablandó Candelita y las relaciones se establecieron, sobre la base de
que el rico mayorazgo dejaba de oponerse y consentía en la boda a plazo corto,
cuando Cesáreo se licenciase en Derecho. La muchacha no tenía un céntimo,
pero... ¡ya que el muchacho se empeñaba! ¡Y con un empeño tan terco, tan insensato!
-Allá él,
señores... -así dijo el mayorazgo a sus tertulianos y tresillistas, otros
hidalgos viejos, que sonrieron aprobando, y hasta clamando «enhorabuena»,
fácilmente benévolos para lo que no les «llegaba el bolsillo»... Al cabo, ellos
no habían de dar biberón a lo que naciese de la unión de Cesáreo y Candelita.
-La felicidad del
noviazgo la saboreó Cesáreo desatadamente. Loco estaba antes de rabia, y loco
estaba ahora de júbilo; las contadas horas que no pasaba al lado de su novia
las dedicaba a escribirle cartas o a componer versos de un lirismo exaltado. En
el pueblo no se recordaba caso igual: son allí los amoríos plácidos, serenos,
con algo de anticipada prosa casera entre las poesías del idilio. Envidiaron a
Candelita las niñas casaderas, encubriendo con bromas el despecho de no ser
amadas así; y cuando, al preguntarle chanceras qué hubiese sucedido si
Candelita no le corresponde, contestaba Cesáreo rotundamente: «me moriría», las
muchachas se mordían el labio inferior. ¡Qué tenía la tal Candelita más que las
otras, vamos a ver!...
En la jira a
Penamoura estuvo hasta imprudente, hasta descortés, el hijo del mayorazgo: de
su proceder se murmuraba en los grupos. Todo tiene límite; era demasiada cesta.
Aquellos ojos que se comían a Candelita; aquellos oídos pendientes del eco de
su voz; aquellos gestos de adoración a cada movimiento suyo... francamente, no
se podían aguantar. Mientras la parejita se aislaba, adelantándose castañar
arriba, a pretexto de coger moras, el sayo se cortó bien cumplido; sólo el
viejo capitán retirado, don Vidal, que dirigía la excursión, opinó con bondad
babosa que eran «cosas naturales», y que si él se volviese a sus veinticinco,
atrás se dejaría en rendimiento y transporte a Cesáreo...
Habían decidido
emprender el regreso a buena hora, porque, en otoño, sin avisar se echa encima
la noche; pero ¡estaba tan hermoso el pradito orlado de espadañas! ¡Si casi
parecía que acababan de comer! ¡Si no habían tenido tiempo de disfrutar la
hermosura del campo! Daba lástima irse... Además, tenían luna para la
navegación. Fue oscureciendo insensiblemente, y con la puesta del sol coincidió
una niebla, suave y ligera al pronto, como la matinal, pero que no tardó en
cerrarse, ya densa y pegajosa, impidiendo ver a dos pasos los objetos. Don
Vidal refunfuñó entre dientes:
Por fin, al cabo
de media hora de gritos y búsqueda, se presen-taron sofocados y tartajosos los
remerillos. Del patrón no sabían nada. Se convino en que era inútil aguardar al
muy borrachín; estaría hecho un cepo en alguna cueva del monte; y el remero más
mozo, en voz baja, se lo confesó a don Vidal:
Hacía frío, un
frío sutil, pegajoso. La gente joven empezó a cantar tangos y cuplés de
zarzuela. El boticario, para lucir su voz engolada, entonó después el Spirto.
Las señoras se arropaban estrechamente en sus chales y manteletas, porque la
húmeda niebla calaba los huesos. Cesáreo, extendiendo su ancho impermeable,
cobijaba a Candelita, y confundiendo las manos a favor de la oscuridad y del
espeso tul gris que los aislaba, los novios iban en perfecto embeleso.
Don Vidal quiso
obedecer... Ya no era tiempo. La barca trepidó, crujió pavorosamente; cuantos
en ella estaban, fueron lanzados unos contra otros. La frente de Cesáreo chocó
con la de Candelita. En el mismo instante empezó a sepultarse la barca. El agua
entraba a borbollones y a torrentes por el roto y desfondado suelo. Ayes
agónicos, deprecaciones a santos y vírgenes, se perdían entre el resuello del
abismo que traga su presa. Era el río allí hondo y traidor, de impetuosa
corriente. Ningún expedicionario sabía nadar, y se colaban apelotados en los
abrigos y chales que los protegían contra la penetrante niebla, yéndose a pique
rectos como pedruscos.
El peso de su
amada le hundía, efectivamente; el abrazo era mortal. Se dejó ir; el agua le
envolvió. Su espinilla tropezó con una piedra picuda, cubierta de finas algas
fluviales. El dolor del choque determinó una reacción del instinto; ciegamente,
sin saber cómo, rechazó aquel cuerpo adherido al suyo, desanudó los brazos inertes;
de una patada enérgica volvió a salir a flote, y en pocas brazadas y pernadas
de sobrehumana energía arribó a la orilla fangosa, donde se afianzó,
agarrándose a las ramas espesas de los salces. Miró alrededor: no comprendía.
Chilló, desvariando:
«El Imparcial», 11 de junio de 1906.
Cuento
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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