La condesa de Noroña, al recibir y leer la apremiante esquela
de invitación, hizo
un movimiento de contrariedad.
¡Tanto tiempo que no asistía a
las fiestas! Desde la muerte de su esposo: dos años y medio, entre luto y
alivio. Parte por tristeza verdadera, parte por comodidad, se había habituado a
no salir de noche, a recogerse temprano, a no vestirse y a prescindir
del mundo y
sus pompas, concentrándose en el amor maternal, en
Diego, su adorado hijo único. Sin embargo, no hay regla sin excepción: se
trataba de la boda de Carlota, la sobrina predilecta, la ahijada... No cabía
negarse.
"Y lo peor es que han adelantado el día -pensó-. Se casan el
dieciséis... Estamos a diez... Veremos si mañana Pastiche me saca de este
apuro. En una semana bien puede armar sobre raso gris o violeta mis encajes. Yo
no exijo muchos perifollos. Con los encajes y mis joyas..."
Tocó un golpe en el timbre y, pasados algunos minutos, acudió la
doncella.
-¿Qué estabas haciendo?
-preguntó la condesa, impaciente.
-Ayudaba a Gregorio
a buscar una
cosa que se le ha perdido al señorito.
-Y ¿qué cosa es esa?
-Un gemelo de
los puños. Uno
de los de granate que la señora condesa le regaló
hace un mes.
-¡Válgame Dios! ¡Qué
chicos! ¡Perder ya ese gemelo, tan pre-cioso y tan original
como era! No los hay así en Madrid. ¡Bueno! Ya seguiréis buscando;
ahora tráete del
armario mayor mis Chan-tillíes, los volantes y la berta.
No sé en qué estante los habré colocado. Registra.
La sirvienta obedeció,
no sin hacer
a su vez ese
involuntario mohín de
sorpresa que producen en los criados
ya antiguos en las
casas las órdenes
inesperadas que indican variación en el género de vida. Al
retirarse la doncella la dama pasó al amplio dormi-torio y tomó de
su secrétaire un
llavero, de llaves menudas; se dirigió a otro mueble, un
escritorio-cómoda Imperio, de esos que al bajar la tapa forman mesa y tienen
dentro sólida cajonería, y lo abrió, diciendo entre sí:
"Suerte que las he retirado del Banco este invierno... Ya
me temía que
saltase algún compromiso."
Al introducir la llavecita en uno de los cajones, notó con extrañeza
que estaba abierto.
-¿Es posible que yo lo dejase así? -murmuró, casi en voz alta.
Era el primer cajón de la izquierda. La condesa creía haber colocado
en él su gran rama de eglantinas de
diamantes. Solo encerraba chucherías sin valor, un par de
relojes de esmalte, papeles de seda arrugados. La señora, desazonada, turbada,
pasó a reconocer
los restantes cajones. Abiertos
estaban todos; dos de ellos astillados
y destrozada la cerradura. Las manos de la dama temblaban; frío sudor humedecía
sus sienes. Ya no cabía duda; faltaban de allí todas las joyas, las hereditarias
y las nupciales. Rama de diamantes, sartas
de perlas, collar
de chatones, broche de rubíes y diamantes... ¡Robada!
¡Robada!
Una impresión extraña, conocida de cuantos se han visto en caso
análogo, dominó a la condesa. Por un instante dudó de su memoria, dudó de la
existencia real de los objetos que no veía. Inmediata-mente se le impuso el
recuerdo preciso, categórico.
¡Si hasta tenía presente que al envolver en papeles de
seda y algodones en rama el broche de rubíes, había advertido que parecía
sucio, y que era necesario llevarlo al
joyero a que
lo limpiase!
"Pues el mueble estaba bien cerrado por fuera -calculó la señora,
en cuyo espíritu se iniciaba ese trabajo de indagatoria que hasta sin querer
verificamos ante un delito. Ladrón de casa.
Alguien que entra
aquí con libertad
a cualquier hora; que
aprovecha un descuido mío para apoderarse de mis llaves;
que puede pasarse aquí un rato probándolas... Alguien que sabe como yo misma el
sitio en que guardo mis joyas, su valor, mi costumbre de no usarlas en estos
últimos años."
Como rayos de
luz dispersos que
se reúnen y forman intenso foco,
estas observaciones confluyeron en un nombre:
-¡Lucía!
¡Era ella! No podía ser nadie más. Las sugestiones de
la duda y del bien
pensar no contrarrestaban la
abrumadora evidencia. Cierto que Lucía llevaba en la casa ocho años de
excelente servicio. Hija de honrados arren-dadores de la condesa; criada a la
sombra de la familia de Noroña, probada estaba su lealtad por asistencia en
enfermedades graves de los amos, en que había pasado semanas enteras sin
acostarse, velando, entregando
su juventud y su salud con la generosidad fácil de la gente humilde.
"Pero -discurría la condesa- cabe ser muy leal, muy dócil, hasta desinteresado...,
y ceder un día a la tentación de la codicia, dominadora de los demás instintos.
Por algo hay
en el mundo
llaves, cerrojos, cofres recios;
por algo se
vigila siempre al pobre cuando la casualidad o las circuns-tancias
le ponen en contacto con los tesoros del rico..." En el cerebro de la
condesa, bajo la fuerte impresión del descubrimiento, la imagen de Lucía se
transformaba -fenómeno psíquico de
los más curiosos. Borrábanse
los rasgos de la criatura buena,
sencilla, llena de abnegación, y aparecía una mujer artera, astuta,
codiciosa, que aguardaba,
acorazada de hipocresía, el momento de extender sus largas
uñas y arramblar con cuanto existía en el guardajoyas de su ama...
"Por eso se sobresaltó la bribona cuando le mandé traer
los encajes -pensó
la señora, obedeciendo al
instinto humano de
explicar en el sentido
de la preocupación
dominante cualquier hecho-. Temió que al necesitar los encajes
necesitase las joyas también. ¡Ya, ya!
Espera, que tendrás
tu merecido. No
quiero ponerme con ella en dimes y diretes: si la veo llorar, es fácil que me entre lástima, y si le doy tiempo a pedirme
perdón, puedo cometer la tontería de
otorgárselo. Antes que
se me pase la indignación, el
parte."
La dama, trémula, furiosa, sobre la misma tabla de la
cómoda-escritorio trazó con lápiz algunas palabras en una tarjeta, le puso sobre
y dirección, hirió el timbre dos veces, y cuando Gregorio, el ayuda de cámara,
apareció en la puerta, se la entregó.
-Esto, a la
Delegación , ahora mismo.
Sola otra vez,
la condesa volvió
a fijarse en los cajones.
"Tiene fuerza la ladrona -pensó, al ver los dos que habían sido
abiertos violentamente.
Sin duda, en la prisa, no acertó con la llavecita propia de cada uno,
y los forzó. Como yo salgo tan poco de casa y me paso la vida en ese
gabinete..."
Al sentir los pasos de Lucía que se acercaba, la indignación de la
condesa precipitó el curso de su sangre, que dio, como suele decirse, un
vuelco. Entró la muchacha trayendo una caja chata de cartón.
-Trabajo me ha costado hallarlos, señora.
Estaban en lo más alto, entre las colchas de raso y las mantillas.
La señora no respondió al pronto. Respiraba para que su voz no saliese
de la garganta demasiado alterada y ronca. En la boca revolvía hieles; en la
lengua le hormigueaban insultos. Tenía impulsos de coger por un brazo a la
sirvienta y arrojarla contra la pared. Si le hubiesen quitado el dinero que las
joyas valían, no sentiría tanta cólera; pero es que eran joyas de familia, el
esplendor y el decoro de la estirpe..., y el tocarlas, un atentado, un ultraje...
Se domina la voz, se sujeta la lengua, se inmovilizan las manos...;
los ojos, no. La mirada de la condesa buscó, terrible y acusadora, la de Lucía,
y la encontró fija, como hipnotizada,
en el mueble-escritorio, abierto aún,
con los cajones
fuera. En tono
de asombro, de asombro alegre, impremedita-do, la doncella exclamó,
acercándose:
-¡Señora! ¡Señora! Ahí..., en ese cajoncito del escritorio... ¡El
gemelo que faltaba! ¡El gemelo del señorito Diego!
La condesa abrió la boca, extendió los brazos, comprendió... sin
comprender. Y, rígida, de golpe, cayó hacia atrás, perdido el conocimiento,
casi roto el corazón.
"El Imparcial", 20 de julio de 1903.
Cuento
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1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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