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lunes, 26 de agosto de 2013

El gemelo

La condesa de Noroña, al recibir y leer la apremiante  esquela  de  invitación,  hizo  un movimiento  de  contrariedad.  ¡Tanto  tiempo que no asistía a las fiestas! Desde la muerte de su esposo: dos años y medio, entre luto y alivio. Parte por tristeza verdadera, parte por comodidad, se había habituado a no salir de noche, a recogerse temprano, a no vestirse y a  prescindir  del  mundo  y  sus  pompas,  concentrándose en el amor maternal, en Diego, su adorado hijo único. Sin embargo, no hay regla sin excepción: se trataba de la boda de Carlota, la sobrina predilecta, la ahijada... No cabía negarse.
"Y lo peor es que han adelantado el día -pensó-. Se casan el dieciséis... Estamos a diez... Veremos si mañana Pastiche me saca de este apuro. En una semana bien puede armar sobre raso gris o violeta mis encajes. Yo no exijo muchos perifollos. Con los encajes y mis joyas..."
Tocó un golpe en el timbre y, pasados algunos minutos, acudió la doncella.
 -¿Qué estabas haciendo? -preguntó la condesa, impaciente.
-Ayudaba  a  Gregorio  a  buscar  una  cosa que se le ha perdido al señorito.
-Y ¿qué cosa es esa?
-Un  gemelo  de  los  puños.  Uno  de  los  de granate que la señora condesa le regaló hace un mes.
-¡Válgame  Dios!  ¡Qué  chicos!  ¡Perder  ya ese gemelo, tan pre-cioso y tan original como era! No los hay así en Madrid. ¡Bueno! Ya seguiréis  buscando;  ahora  tráete  del  armario mayor mis Chan-tillíes, los volantes y la berta.
No sé en qué estante los habré colocado. Registra.
La  sirvienta  obedeció,  no  sin  hacer  a  su vez  ese  involuntario  mohín  de  sorpresa  que producen  en  los  criados  ya  antiguos  en  las casas  las  órdenes  inesperadas  que  indican variación en el género de vida. Al retirarse la doncella la dama pasó al amplio dormi-torio y tomó  de  su  secrétaire  un  llavero,  de  llaves menudas; se dirigió a otro mueble, un escritorio-cómoda Imperio, de esos que al bajar la tapa forman mesa y tienen dentro sólida cajonería, y lo abrió, diciendo entre sí:
"Suerte que las he retirado del Banco este invierno...  Ya  me  temía  que  saltase  algún compromiso."
Al introducir la llavecita en uno de los cajones, notó con extrañeza que estaba abierto.
-¿Es posible que yo lo dejase así? -murmuró, casi en voz alta.
Era el primer cajón de la izquierda. La condesa creía haber colocado en él su gran rama de  eglantinas  de  diamantes.  Solo  encerraba chucherías sin valor, un par de relojes de esmalte, papeles de seda arrugados. La señora, desazonada,  turbada,  pasó  a  reconocer  los restantes  cajones.  Abiertos  estaban  todos; dos de ellos astillados y destrozada la cerradura. Las manos de la dama temblaban; frío sudor humedecía sus sienes. Ya no cabía duda; faltaban de allí todas las joyas, las hereditarias y las nupciales. Rama de diamantes, sartas  de  perlas,  collar  de  chatones,  broche de rubíes y diamantes... ¡Robada! ¡Robada!
Una impresión extraña, conocida de cuantos se han visto en caso análogo, dominó a la condesa. Por un instante dudó de su memoria, dudó de la existencia real de los objetos que no veía. Inmediata-mente se le impuso el recuerdo  preciso,  categórico.  ¡Si  hasta  tenía presente que al envolver en papeles de seda y algodones en rama el broche de rubíes, había advertido que parecía sucio, y que era necesario  llevarlo  al  joyero  a  que  lo  limpiase!
"Pues el mueble estaba bien cerrado por fuera -calculó la señora, en cuyo espíritu se iniciaba ese trabajo de indagatoria que hasta sin querer verificamos ante un delito. Ladrón de casa.  Alguien  que  entra  aquí  con  libertad  a cualquier  hora;  que  aprovecha  un  descuido mío para apoderarse de mis llaves; que puede pasarse aquí un rato probándolas... Alguien que sabe como yo misma el sitio en que guardo mis joyas, su valor, mi costumbre de no usarlas en estos últimos años."
Como  rayos  de  luz  dispersos  que  se  reúnen y forman intenso foco, estas observaciones confluyeron en un nombre:
-¡Lucía!
¡Era ella! No podía ser nadie más. Las sugestiones  de  la  duda  y  del  bien  pensar  no contrarrestaban la abrumadora evidencia. Cierto que Lucía llevaba en la casa ocho años de excelente servicio. Hija de honrados arren-dadores de la condesa; criada a la sombra de la familia de Noroña, probada estaba su lealtad por asistencia en enfermedades graves de los amos, en que había pasado semanas enteras  sin  acostarse,  velando,  entregando  su juventud y su salud con la generosidad fácil de la gente humilde. "Pero -discurría la condesa- cabe ser muy leal, muy dócil, hasta desinteresado..., y ceder un día a la tentación de la codicia, dominadora de los demás instintos.
Por  algo  hay  en  el  mundo  llaves,  cerrojos, cofres  recios;  por  algo  se  vigila  siempre  al pobre cuando la casualidad o las circuns-tancias le ponen en contacto con los tesoros del rico..." En el cerebro de la condesa, bajo la fuerte impresión del descubrimiento, la imagen de Lucía se transformaba -fenómeno psíquico de  los  más curiosos.  Borrábanse  los  rasgos de la criatura buena, sencilla, llena de abnegación, y aparecía una mujer artera, astuta, codiciosa,  que  aguardaba,  acorazada  de  hipocresía, el momento de extender sus largas uñas y arramblar con cuanto existía en el guardajoyas de su ama...
"Por eso se sobresaltó la bribona cuando le mandé  traer  los  encajes  -pensó  la  señora, obedeciendo  al  instinto  humano  de  explicar en  el  sentido  de  la  preocupación  dominante cualquier hecho-. Temió que al necesitar los encajes necesitase las joyas también. ¡Ya, ya!
Espera,  que  tendrás  tu  merecido.  No  quiero ponerme con ella en dimes y diretes: si la veo llorar,  es fácil que me  entre lástima, y si le doy tiempo a pedirme perdón, puedo cometer la  tontería  de  otorgárselo.  Antes  que  se  me pase la indignación, el parte."
La dama, trémula, furiosa, sobre la misma tabla de la cómoda-escritorio trazó con lápiz algunas palabras en una tarjeta, le puso sobre y dirección, hirió el timbre dos veces, y cuando Gregorio, el ayuda de cámara, apareció en la puerta, se la entregó.
-Esto, a la Delegación, ahora mismo.
Sola  otra  vez,  la  condesa  volvió  a  fijarse en los cajones.
"Tiene fuerza la ladrona -pensó, al ver los dos que habían sido abiertos violentamente.
Sin duda, en la prisa, no acertó con la llavecita propia de cada uno, y los forzó. Como yo salgo tan poco de casa y me paso la vida en ese gabinete..."
Al sentir los pasos de Lucía que se acercaba, la indignación de la condesa precipitó el curso de su sangre, que dio, como suele decirse, un vuelco. Entró la muchacha trayendo una caja chata de cartón.
-Trabajo me ha costado hallarlos, señora.
Estaban en lo más alto, entre las colchas de raso y las mantillas.
La señora no respondió al pronto. Respiraba para que su voz no saliese de la garganta demasiado alterada y ronca. En la boca revolvía hieles; en la lengua le hormigueaban insultos. Tenía impulsos de coger por un brazo a la sirvienta y arrojarla contra la pared. Si le hubiesen quitado el dinero que las joyas valían, no sentiría tanta cólera; pero es que eran joyas de familia, el esplendor y el decoro de la estirpe..., y el tocarlas, un atentado, un ultraje...
Se domina la voz, se sujeta la lengua, se inmovilizan las manos...; los ojos, no. La mirada de la condesa buscó, terrible y acusadora, la de Lucía, y la encontró fija, como hipnotizada,  en  el  mueble-escritorio,  abierto aún,  con  los  cajones  fuera.  En  tono  de asombro, de asombro alegre, impremedita-do, la doncella exclamó, acercándose:
-¡Señora! ¡Señora! Ahí..., en ese cajoncito del escritorio... ¡El gemelo que faltaba! ¡El gemelo del señorito Diego!
La condesa abrió la boca, extendió los brazos, comprendió... sin comprender. Y, rígida, de golpe, cayó hacia atrás, perdido el conocimiento, casi roto el corazón.

"El Imparcial", 20 de julio de 1903. 

Cuento


1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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