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lunes, 26 de agosto de 2013

El legajo

Leía tranquilamente bajo un árbol, a la hora en que el calor empieza a ceder, cuando uno de los trabajadores que deshacían la muralla de la cerca para reconstruirla más lejos, acudió agitado, con ese aire de misterio que toman los inferiores al dar una mala noticia o causar una alarma a los superiores.
-Venga, señorito... Hemos encontrado una cosa...
-¿Una cosa? -repitió Lucio Novoa, alzando la cabeza-. ¿Qué?
-Ya verá...
Levántose y echó a andar hacia el sitio en que arrancaban las piedras. El otro jornalero, con la cara seria, esperaba, apoyado en su azadón. Y Lucio vio entre la tierra algo blanquecino.
-Parecen huesos... -murmuró el primer cavador.
-Huesos de persona -confirmó el segundo.
Inclinándose Lucio, se cercioró de que, en efecto, lo que allí aparecía eran restos humanos.
Mandó apresuradamente:
-Sigan cavando... ¡A ver, a ver!...
Apretaron las azadas, y el esqueleto apareció, ya ennegrecido por la humedad, medio disuelto. Fragmentos de tela de las ropas se deshacían en ceniza oscura al salir a la luz, y era imposible reconocer ni su forma ni la clase de tejido. Lucio miraba más impresionado de lo que parecía. Los cavadores fueron recogiendo algunos objetos envueltos en tierra y difíciles al pronto de clasificar: monedas, una llave, un par de pistolas...
-¿Qué se hace con esto? -preguntaron, indecisos, los jornaleros, en cuyo rostro se leía una especie de miedo y reprobación ante el misterio de aquel crimen que la azada acababa de revelarles.
-Traigan la carretilla -ordenó Lucio. Pongan en ella los huesos... Déjenlos luego en la sala de la capilla, con mucho cuidado de que no falte ninguno... -y, completando su pensamiento, advirtió:
-Pónganlos sobre la alfombra...
Así que los trabajadores se retiraron a esparcir por toda la aldea la nueva terrorífica del descubrimiento, Lucio se dirigió a la sala, no sin haber tomado antes una sábana fina. En ella envolvió con sumo cuidado los despojos y los puso sobre una mesa, pensando: «El Juzgado vendrá probablemente. Es preciso que pueda ver estos restos, y cerciorarse de que no me alcanza responsabilidad alguna...»
La tarde caía. La sala de la capilla, llamada así porque desde su recinto se pasaba a la sacristía y a la capilla antigua del pazo, iba impregnándose de la gris melancolía del crepúsculo, y los retratos de los abuelos, colgados de la pared, se borraban, para confundirse en una mancha sola. Lucio no pudo menos de pensar: «Alguno de estos ha debido ser el asesino del hombre cuyo esqueleto acabamos de recoger».
Un trabajo mental, ahincado, se produjo en el cerebro del descendiente para averiguar cuál de aquéllos pudiera haber ejecutado la terrible venganza.
De pronto se dio un golpe en la frente.
-¡Tonto de mí! ¡Pues si es la cosa más fácil de saber de fijo! El cuerpo no estaba enterrado al pie de la muralla, sino muy hondo bajo los cimientos de la muralla misma... Es decir, que al tiempo en que la muralla se construyó, ya se encontraba allí el cuerpo...
Examinó los objetos encontrados, y al limpiar con el pañuelo las monedas, arrancó una vislumbre dorada entre la negrura de la pátina terrosa.
-¡Las monedas son de oro!
Subió a su cuarto de tocador y las fregó fuertemente con jabón y agua. De oro eran, en efecto, y de Fernando VII: doblillas, centenes, medias onzas; unas ocho o nueve en todo.
¡Se trataba de un caballero, de una persona de posición!
Confirmó la hipótesis el examen de las pistolas. La madera, podrida, se deshacía; pero los metales eran bronces, y los adornos, de plata cincelada. No cabía duda: la tragedia ocurrió entre gente de clase, y todo autorizaba a suponer una historia de amor, celos, venganza sombría. ¿Cómo habrían podido ocultarla a los ojos curiosos y maliciosos de los aldeanos?
Lucio pasó al archivo y se entregó con avidez al examen de viejos papelotes. Quería averiguar en qué época y bajo qué poseedor del pazo se había construido aquel muro.
Excitado, calenturiento, pasó casi toda la noche en esta labor. Blanqueaba la luz del alba y se despertaban los pajaritos, haciendo su trinada música, cuando, rendido de la vela, se dejó caer en un sofá antiguo, de esos enormes, de crin, y mientras reposaba un poco, con los ojos cerrados, recogió mentalmente el resultado de su indagatoria.
-El muro -calculó-, según las cuentas que existen, fue construido en tiempo de mis bisabuelos paternos doña Dolores Andrade y don Andrés Avelino Novoa, a principios del siglo pasado. Doña Dolores tenía entonces treinta y dos o treinta y tres años...: la edad de las pasiones. De mi bisabuelo he oído decir a mi padre, que lo había oído al suyo, que era un señor bastante vicioso y que medio arruinó la casa. En su tiempo se vendieron muchos foros y fincas libres... A no ser por él, los Novoa seríamos muchos más ricos. Bien; discurramos un poco para interpretar este suceso aterrador. Doña Dolores tendría, por estos pazos vecinos, algún primo, algún amigo de la niñez, que poco a poco fue convirtiéndose en algo más dulce. A los coloquios bajo los castañares y los robles de la fraga seguirían entrevistas tiernas; y la esposa, que ya no amaba a su marido, y que tal vez hasta le detestase por su mala conducta, acabó por ceder a un sentimiento que la arrastró a recibir aquí a su amante. Seguramente salió doña Dolores a deshora, pisando la hierba, impregnada de rocío, palpitante de emoción, a reunirse con su amigo, o más bien, abriría la ventana y por ella saltaría el atrevido galán, en ausencia del esposo. Un día, ¿quién lo duda? fueron sorprendidos... Hubo lucha, funciona-ron acaso las pistolas, cuyos restos he examinado; pero el ladrón de honra sucumbió, y, quizá en un momento espantoso, fue obligada la misma Doña Dolores a ayudar al marido ofendido a arrastrar el cuerpo hasta la fosa, abierta en un paraje retirado, y sobre la cual, para mayor precaución, se edificó después la tapia de la cerca...
Lucio se representaba la vida de la mísera doña Dolores, bajo la impresión terrible de aquel secreto, perdido el amor, perdida la estimación en el hogar, y viniendo, siempre que el marido cruel se ausentaba, a visitar la para siempre ignorada, sepultura del desventurado que murió por amar... La imaginación de Lucio, joven y un poco romántico, a lo cual inclinan la soledad y la sugestión de los pazos seculares, tejía alrededor de la bisabuela una leyenda semejante a la de Macías el trovador, convirtiendo a la dama en Elvira, enferma de añoranzas de la felicidad perdida y del horrible destino del ser querido, hasta más allá de la tumba...
De pronto recordó Lucio que quedaba una miniatura, con marco de oro, representando a doña Dolores. Corrió a buscarla, y la miró con inmenso interés, casi con piedad amorosa. Representaba doña Dolores unos veinticinco años; era gruesa, mórbida, pero de negro y duro ceño y facciones acusadas, enérgicas. Quedó pensativo el bisnieto. No realizaba la señora el tipo de la soñadora apasionada, sino el de la mujer resuelta, de recio carácter, ante cuya voluntad todo se doblega. De la pared colgaba el retrato al óleo, de mala mano de don Andrés Avelino, el esposo. Un hombre rubio, de tipo sensual, labios gruesos, ojos halagüeños, bonita cabeza, rizada...
«De estos retratos nada saco en limpio... -pensó, algo desconcertado, el descendiente-. Don Andrés no tiene trazas de un esposo vengador de su honra, y ella no se parece a una enamorada de novela... En fin, ¡la cara engaña! Y no cabe encontrar otra explicación al fúnebre hallazgo de esos huesos...»
Recordó que, cansado ya de su papeleo, se había dejado un legajo por registrar. Abrió la puerta de hierro del archivo de familia, y acertó con el legajo, amarillo ya por el tiempo, y que olía a humedad rancia. Sentóse ante la mesa y empezó a destripar el legajo, bastante voluminoso.
Era justamente del tiempo de doña Dolores. Lo primero que en él figuraba, la autorización judicial para que la señora administrase todos los bienes de la casa, por ignorarse el paradero de don Andrés Avelino, ausente desde hacía cinco años, sin que hubiese dado noticia alguna de su suerte a su mujer e hijos.
-¿A ver, a ver? -dijo, casi con voz alta, Lucio. ¿Ausente, sin dar noticias? Y el muro, ¿en qué fecha exacta se construyó?
También pudo hallar en el legajo este dato decisivo. La desaparición de don Andrés la fijaba la providencia judicial hacia enero de 1815, y la construcción de la tapia se comenzó en abril del mismo año.
-¡Hola, hola, hola! -repetía, aturdido, el descendiente.
Veía ahora, claro como la luz, el crimen más espantoso de lo que había imaginado. El consorte, dilapidador e infiel, asesinado por la esposa cuando se disponía a algún viaje en pos de sus antojos, y teniendo sus pistolas ceñidas; el enterramiento, sabe Dios con qué complicidades; el muro, construido para resguardar eternamente la fosa, y que nunca pudiese el azar descubrir el negro atentado, y doña Dolores, disfrutando libremente de aquella fortuna, salvada, por su crimen, para su descendencia...
«La verdad -pensó Lucio, asombrado de la realidad que salía del legajo amarillo- que, si no es doña Dolores, yo sería casi pobre o pobre del todo, y no poseería ni este solariego caserón de mis antepasados... Daré sepultura cristiana al esqueleto, haré un funeral en sufragio...; pero nadie sabrá nunca, por mí, la verdad del drama...»

«La Ilustración Española y Americana», núm. 5, 1913.

Cuento de la tierra

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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