Leía
tranquilamente bajo un árbol, a la hora en que el calor empieza a ceder, cuando
uno de los trabajadores que deshacían la muralla de la cerca para reconstruirla
más lejos, acudió agitado, con ese aire de misterio que toman los inferiores al
dar una mala noticia o causar una alarma a los superiores.
Apretaron las
azadas, y el esqueleto apareció, ya ennegrecido por la humedad, medio disuelto.
Fragmentos de tela de las ropas se deshacían en ceniza oscura al salir a la
luz, y era imposible reconocer ni su forma ni la clase de tejido. Lucio miraba
más impresionado de lo que parecía. Los cavadores fueron recogiendo algunos
objetos envueltos en tierra y difíciles al pronto de clasificar: monedas, una
llave, un par de pistolas...
Así que los
trabajadores se retiraron a esparcir por toda la aldea la nueva terrorífica del
descubrimiento, Lucio se dirigió a la sala, no sin haber tomado antes una
sábana fina. En ella envolvió con sumo cuidado los despojos y los puso sobre
una mesa, pensando: «El Juzgado vendrá probablemente. Es preciso que pueda ver
estos restos, y cerciorarse de que no me alcanza responsabilidad alguna...»
La tarde caía.
La sala de la capilla, llamada así porque desde su recinto se pasaba a la
sacristía y a la capilla antigua del pazo, iba impregnándose de la gris
melancolía del crepúsculo, y los retratos de los abuelos, colgados de la pared,
se borraban, para confundirse en una mancha sola. Lucio no pudo menos de
pensar: «Alguno de estos ha debido ser el asesino del hombre cuyo esqueleto acabamos
de recoger».
Confirmó la
hipótesis el examen de las pistolas. La madera, podrida, se deshacía; pero los
metales eran bronces, y los adornos, de plata cincelada. No cabía duda: la
tragedia ocurrió entre gente de clase, y todo autorizaba a suponer una historia
de amor, celos, venganza sombría. ¿Cómo habrían podido ocultarla a los ojos
curiosos y maliciosos de los aldeanos?
Excitado,
calenturiento, pasó casi toda la noche en esta labor. Blanqueaba la luz del
alba y se despertaban los pajaritos, haciendo su trinada música, cuando,
rendido de la vela, se dejó caer en un sofá antiguo, de esos enormes, de crin,
y mientras reposaba un poco, con los ojos cerrados, recogió mentalmente el
resultado de su indagatoria.
-El muro
-calculó-, según las cuentas que existen, fue construido en tiempo de mis
bisabuelos paternos doña Dolores Andrade y don Andrés Avelino Novoa, a
principios del siglo pasado. Doña Dolores tenía entonces treinta y dos o
treinta y tres años...: la edad de las pasiones. De mi bisabuelo he oído decir
a mi padre, que lo había oído al suyo, que era un señor bastante vicioso y que
medio arruinó la casa. En su tiempo se vendieron muchos foros y fincas
libres... A no ser por él, los Novoa seríamos muchos más ricos. Bien;
discurramos un poco para interpretar este suceso aterrador. Doña Dolores
tendría, por estos pazos vecinos, algún primo, algún amigo de la niñez, que
poco a poco fue convirtiéndose en algo más dulce. A los coloquios bajo los
castañares y los robles de la fraga seguirían entrevistas tiernas; y la esposa,
que ya no amaba a su marido, y que tal vez hasta le detestase por su mala
conducta, acabó por ceder a un sentimiento que la arrastró a recibir aquí a su
amante. Seguramente salió doña Dolores a deshora, pisando la hierba, impregnada
de rocío, palpitante de emoción, a reunirse con su amigo, o más bien, abriría
la ventana y por ella saltaría el atrevido galán, en ausencia del esposo. Un
día, ¿quién lo duda? fueron sorprendidos... Hubo lucha, funciona-ron acaso las
pistolas, cuyos restos he examinado; pero el ladrón de honra sucumbió, y, quizá
en un momento espantoso, fue obligada la misma Doña Dolores a ayudar al marido
ofendido a arrastrar el cuerpo hasta la fosa, abierta en un paraje retirado, y
sobre la cual, para mayor precaución, se edificó después la tapia de la
cerca...
Lucio se
representaba la vida de la mísera doña Dolores, bajo la impresión terrible de
aquel secreto, perdido el amor, perdida la estimación en el hogar, y viniendo,
siempre que el marido cruel se ausentaba, a visitar la para siempre ignorada,
sepultura del desventurado que murió por amar... La imaginación de Lucio, joven
y un poco romántico, a lo cual inclinan la soledad y la sugestión de los pazos
seculares, tejía alrededor de la bisabuela una leyenda semejante a la de Macías
el trovador, convirtiendo a la dama en Elvira, enferma de añoranzas de la
felicidad perdida y del horrible destino del ser querido, hasta más allá de la
tumba...
De pronto
recordó Lucio que quedaba una miniatura, con marco de oro, representando a doña
Dolores. Corrió a buscarla, y la miró con inmenso interés, casi con piedad
amorosa. Representaba doña Dolores unos veinticinco años; era gruesa, mórbida,
pero de negro y duro ceño y facciones acusadas, enérgicas. Quedó pensativo el
bisnieto. No realizaba la señora el tipo de la soñadora apasionada, sino el de
la mujer resuelta, de recio carácter, ante cuya voluntad todo se doblega. De la
pared colgaba el retrato al óleo, de mala mano de don Andrés Avelino, el
esposo. Un hombre rubio, de tipo sensual, labios gruesos, ojos halagüeños,
bonita cabeza, rizada...
Era justamente
del tiempo de doña Dolores. Lo primero que en él figuraba, la autorización
judicial para que la señora administrase todos los bienes de la casa, por
ignorarse el paradero de don Andrés Avelino, ausente desde hacía cinco años,
sin que hubiese dado noticia alguna de su suerte a su mujer e hijos.
Veía ahora,
claro como la luz, el crimen más espantoso de lo que había imaginado. El
consorte, dilapidador e infiel, asesinado por la esposa cuando se disponía a
algún viaje en pos de sus antojos, y teniendo sus pistolas ceñidas; el
enterramiento, sabe Dios con qué complicidades; el muro, construido para
resguardar eternamente la fosa, y que nunca pudiese el azar descubrir el negro
atentado, y doña Dolores, disfrutando libremente de aquella fortuna, salvada,
por su crimen, para su descendencia...
«La verdad
-pensó Lucio, asombrado de la realidad que salía del legajo amarillo- que, si
no es doña Dolores, yo sería casi pobre o pobre del todo, y no poseería ni este
solariego caserón de mis antepasados... Daré sepultura cristiana al esqueleto,
haré un funeral en sufragio...; pero nadie sabrá nunca, por mí, la verdad del
drama...»
«La
Ilustración Española y Americana», núm. 5, 1913.
Cuento de la tierra
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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