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lunes, 26 de agosto de 2013

El espectro

Mi amigo Lucio Trelles es un exce­lente sujeto, sin graves problemas en la vida y que parece normal y equili­brado. Como nadie ignora, esto de ser equilibrado y normal tiene actualmente tanta. importancia como la tuvo antaño el ser limpio de sangre y cristiano vie­jo. Hoy, para desacreditar a un hom­bre, se dice de él que es un desequili­brado o, por lo menos, un neurótico. En el siglo diecisiete se diría que se mu­daba la camisa en sábado, lo cual ya era una superioridad respecto a los infinitos que no se la mudarían en nin­gún día de la semana.
Ahora bien: Lucio Trelles sostiene la teoría de que desequilibrado lo es todo el mundo; que a nadie le falta esa «le­gua de mal camino» psicológica; que no hay quien no padezca manías, su­persticiones, chifladuras, extravagan­cias, sin más diferencia que la de de­cirlo o callarlo, llevar el desequilibrio a la vista o bien oculto. De donde ve­nimos a sacar en limpio que el equili­brio perfecto, en que todos nuestros ac­tos responden a los dictados de la ra­zón, no existe; es un estado ideal en que ningún hijo de Adán se ha encon­trado nunca, en toda su vida. Lucio apoyaba esta opinión con razonamien­tos que, a decir verdad, no me conven­cían. Parecíame que Lucio confundía el desequilibrio con los estados pasiona­les, que pueden desequilibrar momen­táneamente, pero no son desequilibrio. pues son tan inevitables en la vida psíquica como otros procesos en la fi­siología.
Ello es que a Lucio no le conocí nun­ca ni enamorado, ni encolerizado, ni apasionado, ni vicioso. Hasta me sor­prendía la normalidad de su tranquila existencia, sazonada con distracciones de buen gusto y aun de arte, y dedi­cada a regir bien una fortuna pingüe y a acompañar y proteger a su herma­na, con la cual se portaba lo mismo que un padre. Y solía yo decirle, cuan­do nos encontrábamos en una agrada­ble tertulia adonde los dos concurría­mos:
-Todos seremos desequilibrados, pe­ro el desequilibrio de usted no se ve por ninguna parte.
El meneaba la cabeza, y la confiden­cia parecía asomarse un segundo, como se asoma un insecto horrible a una grieta de la pared, retirándose apenas entrevé la claridad... Ya en el camino de las curiosidades, di en notar que al­gunas veces las pupilas de Lucio reve­laban extravío. No era que bizcase; la expresión respondía a un espanto ínti­mo, sin relación con los objetos exte­riores.
Lucio solía ir a la tertulia donde más nos veíamos, con su hermana y en carruaje. Como le viese una noche salir a pie; me dijo que su hermana estaba un poco indispuesta, y él no había que­rido hacer enganchar. Entonces cami­namos juntos. No hacía luna, y las ca­lles del barrio estaban oscuras y soli­tarias.
Ibamos hablando animadamente, cuando de pronto sentí que el cuerpo de mi amigo gravitaba sobre mi hombro, desplomado. Apenas tuve tiempo para sostenerle e impedir que cayese al suelo. Al hacerlo oí que murmuraba frases confusas, entre gemidos. Yo no sabía qué hacer. No veía nada que jus­tificase el terror de Lucio. Sin duda sufría una alucinación.
No recobró el sentido hasta momen­tos después, y soltó una carcajada for­zada y seca, para tranquilizarme. An­duvo unos instantes, vacilando, y de súbito, volviéndose hacia mí, susurró con terror indescriptible, un terror.
-¿Y el gato? ¿Y el gato?
-¿Qué gato es ése? -pregunté asom­brado.
-El gato blanco, ¡el que pasó cuan­do yo caí...!
Recordé que había visto, en efecto, una forma blanca deslizarse rozando la pared. Pero ¿qué importancia te­nía?...
-¿Ninguna para usted! murmuró sordamente mi amigo.
Yo sentía el retemblido de su cuerpo, el rechinar de sus dientes, y su mano crispada me asió, incrustándome los de­dos en la muñeca. De su garganta, con­traída, las palabras brotaron como un torrente, en la inconsciencia con que el semiahorcado se arranca el dogal.
-Claro, no puede usted entender... Para usted un gato blanco no es más que un gato blanco... Para mí... Es que yo... No, aquello no fué crimen, porque el crimen lo hace la intención; pero fué una desventura tan grande, tan tre­menda... No he vuelto a disfrutar, un día de paz, un día en que no me des­pierte con el pelo erizado...
Mi disculpa es que yo tenía entonces veinte años... -añadió con un sollozo­-. Desde la niñez, la vista o el contacto de un gato me producían repulsión nerviosa; pero no en grado tal que no pudiese dominarla si me lo propusiese. Lo malo es que en ese período de la ju­ventud no quiere uno dominarse, no quiere sino hacer su capricho... Cree uno que puede dirigir la vida a su ar­bitrio, solazán-dose con ella, como con los juguetes. Esto ocurría hallándome yo en el campo, en compañía de mi madre y de mi tía Lucy, la que me ha dejado mi capital, pues mis padres no, eran ricos.
-Cálmese usted -dije viéndole tan agitado y observando la poca ilación de lo que me refería.
-Sí, ya me voy calmando... Verá us­ted cómo es natural mi impresión.
¿Qué decíamos? Sí; yo estaba en el campo con mi madre y con mi tía Lucy, solterona, que adoraba en su gato blanco, el favorito de la buena señora, siempre dormido en su regazo o acu­rrucado al borde de su falda. ¡Puf! ¡Qué gustos más raros! Yo -cosas de­los veinte años, afán de dominar la vi­da y arreglarla a nuestro antojo- se la tenía jurada al bicho. Resolví que, sí alguna vez lo atrapaba solo, su mere­cido le daría. Al efecto, llevaba siempre conmigo un diminuto bull-dog, y ya no veía el momento de meter una bala en, la panza gorda del monstruo, del odia­do animalejo. Después, me proponía, hacer desaparecer sus restos..., y negocio concluido.
Fué una noche... Una noche como ésta; sin luna, de una oscuridad tibia, en que todo convidaba a vivir y a amar... Salí de mi cuarto con ánimo de,, espaciarme en el jardín. Había en él un cenador de madreselva..., ¡lo estoy viendo! Era todo tupido, y de costado tenía una especie de ventanita cuadrada, practicada recortando las enredaderas. Distraído, miré... En el marco del follaje se encuadraba un objeto blanco. Ni por un momento; dudé que fuese el gato aborrecido.
Saqué el bull-dog, apunté... Hice fue­go... Un grito me heló la sangre... Me arrojé al cenador... Mi madre estaba allí... Envolvía su cabeza una toquilla blanca...
-¿Muerta? -interrogué con ansia, empezando a comprender la historia.
-No... Herida levemente; rozadura; el pelo chamuscado...
-Entonces­
-¡Entonces...! Mi madre me cobró horror... Nunca volvió a quererme.,. Nunca creyó mis protestas de que no intentaba asesinarla... Y murió poco después, de una enfermedad cardíaca, originada probablemente por la emo­ción... ¡Quedé bajo, el peso del odio, de la eterna sospecha de mi madre!
-¿No la pudo usted convencer?
-Jamás...
Medité un segundo...
-¿Había algún motivo para que ella recelase que usted..., en fin, que us­ted... podía ser capaz... de... «eso»?
Sin duda herí una fibra sensible, por­que Lucio se demudó y vaciló tamba­leándose, próximo a caer de nuevo. Sus ojos, alocados, me miraron un instante. No contestó. Y al llegar a su casa, me dijo secamente, brusca-mente:
-Buenas noches...
Nunca más, en ocasión alguna, volvió a hablarme del caso, por el cual un ga­to blanco es para él un espectro.

Cuento

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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