Mi amigo Lucio Trelles es un excelente
sujeto, sin graves problemas en la vida y que parece normal y equilibrado.
Como nadie ignora, esto de ser equilibrado y normal tiene actualmente tanta.
importancia como la tuvo antaño el ser limpio de sangre y cristiano viejo.
Hoy, para desacreditar a un hombre, se dice de él que es un desequilibrado o,
por lo menos, un neurótico. En el siglo diecisiete se diría que se mudaba la
camisa en sábado, lo cual ya era una superioridad respecto a los infinitos
que no se la mudarían en ningún día de la semana.
Ahora bien: Lucio Trelles
sostiene la teoría de que desequilibrado lo es todo el mundo; que a nadie le
falta esa «legua de mal camino» psicológica; que no hay quien no padezca
manías, supersticiones, chifladuras, extravagancias, sin más diferencia que
la de decirlo o callarlo, llevar el desequilibrio a la vista o bien oculto. De
donde venimos a sacar en limpio que el equilibrio perfecto, en que todos
nuestros actos responden a los dictados de la razón, no existe; es un estado
ideal en que ningún hijo de Adán se ha encontrado nunca, en toda su vida.
Lucio apoyaba esta opinión con razonamientos que, a decir verdad, no me convencían.
Parecíame que Lucio confundía el desequilibrio con los estados pasionales, que
pueden desequilibrar momentáneamente, pero no son desequilibrio. pues son tan
inevitables en la vida psíquica como otros procesos en la fisiología.
Ello es que a Lucio no le conocí
nunca ni enamorado, ni encolerizado, ni apasionado, ni vicioso. Hasta me sorprendía
la normalidad de su tranquila existencia, sazonada con distracciones de buen
gusto y aun de arte, y dedicada a regir bien una fortuna pingüe y a acompañar
y proteger a su hermana, con la cual se portaba lo mismo que un padre. Y solía
yo decirle, cuando nos encontrábamos en una agradable tertulia adonde los dos
concurríamos:
-Todos seremos desequilibrados,
pero el desequilibrio de usted no se ve por ninguna parte.
El meneaba la cabeza, y la confidencia
parecía asomarse un segundo, como se asoma un insecto horrible a una grieta de
la pared, retirándose apenas entrevé la claridad... Ya en el camino de las
curiosidades, di en notar que algunas veces las pupilas de Lucio revelaban
extravío. No era que bizcase; la expresión respondía a un espanto íntimo, sin
relación con los objetos exteriores.
Lucio solía ir a la tertulia
donde más nos veíamos, con su hermana y en carruaje. Como le viese una noche
salir a pie; me dijo que su hermana estaba un poco indispuesta, y él no había
querido hacer enganchar. Entonces caminamos juntos. No hacía luna, y las calles
del barrio estaban oscuras y solitarias.
Ibamos hablando animadamente,
cuando de pronto sentí que el cuerpo de mi amigo gravitaba sobre mi hombro,
desplomado. Apenas tuve tiempo para sostenerle e impedir que cayese al suelo.
Al hacerlo oí que murmuraba frases confusas, entre gemidos. Yo no sabía qué
hacer. No veía nada que justificase el terror de Lucio. Sin duda sufría una
alucinación.
No recobró el sentido hasta momentos
después, y soltó una carcajada forzada y seca, para tranquilizarme. Anduvo
unos instantes, vacilando, y de súbito, volviéndose hacia mí, susurró con
terror indescriptible, un terror.
-¿Y el gato? ¿Y el gato?
-¿Qué gato es ése? -pregunté asombrado.
-El gato blanco, ¡el que pasó
cuando yo caí...!
Recordé que había visto, en
efecto, una forma blanca deslizarse rozando la pared. Pero ¿qué importancia tenía?...
-¿Ninguna para usted! murmuró
sordamente mi amigo.
Yo sentía el retemblido de su
cuerpo, el rechinar de sus dientes, y su mano crispada me asió, incrustándome
los dedos en la muñeca. De su garganta, contraída, las palabras brotaron como
un torrente, en la inconsciencia con que el semiahorcado se arranca el dogal.
-Claro, no puede usted
entender... Para usted un gato blanco no es más que un gato blanco... Para
mí... Es que yo... No, aquello no fué crimen, porque el crimen lo hace la
intención; pero fué una desventura tan grande, tan tremenda... No he vuelto a
disfrutar, un día de paz, un día en que no me despierte con el pelo erizado...
Mi disculpa es que yo tenía
entonces veinte años... -añadió con un sollozo-. Desde la niñez, la vista o el
contacto de un gato me producían repulsión nerviosa; pero no en grado tal que no
pudiese dominarla si me lo propusiese. Lo malo es que en ese período de la juventud
no quiere uno dominarse, no quiere sino hacer su capricho... Cree uno que puede
dirigir la vida a su arbitrio, solazán-dose con ella, como con los juguetes.
Esto ocurría hallándome yo en el campo, en compañía de mi madre y de mi tía
Lucy, la que me ha dejado mi capital, pues mis padres no, eran ricos.
-Cálmese usted -dije viéndole tan
agitado y observando la poca ilación de lo que me refería.
-Sí, ya me voy calmando... Verá
usted cómo es natural mi impresión.
¿Qué decíamos? Sí; yo estaba en
el campo con mi madre y con mi tía Lucy, solterona, que adoraba en su gato
blanco, el favorito de la buena señora, siempre dormido en su regazo o acurrucado
al borde de su falda. ¡Puf! ¡Qué gustos más raros! Yo -cosas delos veinte
años, afán de dominar la vida y arreglarla a nuestro antojo- se la tenía
jurada al bicho. Resolví que, sí alguna vez lo atrapaba solo, su merecido le
daría. Al efecto, llevaba siempre conmigo un diminuto bull-dog, y ya no veía el momento de meter una bala en, la panza
gorda del monstruo, del odiado animalejo. Después, me proponía, hacer
desaparecer sus restos..., y negocio concluido.
Fué una noche... Una noche como
ésta; sin luna, de una oscuridad tibia, en que todo convidaba a vivir y a
amar... Salí de mi cuarto con ánimo de,, espaciarme en el jardín. Había en él
un cenador de madreselva..., ¡lo estoy viendo! Era todo tupido, y de costado
tenía una especie de ventanita cuadrada, practicada recortando las enredaderas.
Distraído, miré... En el marco del follaje se encuadraba un objeto blanco. Ni
por un momento; dudé que fuese el gato aborrecido.
Saqué el bull-dog, apunté... Hice fuego... Un grito me heló la sangre... Me
arrojé al cenador... Mi madre estaba allí... Envolvía su cabeza una toquilla
blanca...
-¿Muerta? -interrogué con ansia,
empezando a comprender la historia.
-No... Herida levemente;
rozadura; el pelo chamuscado...
-Entonces
-¡Entonces...! Mi madre me cobró
horror... Nunca volvió a quererme.,. Nunca creyó mis protestas de que no
intentaba asesinarla... Y murió poco después, de una enfermedad cardíaca,
originada probablemente por la emoción... ¡Quedé bajo, el peso del odio, de la
eterna sospecha de mi madre!
-¿No la pudo usted convencer?
-Jamás...
Medité un segundo...
-¿Había algún motivo para que
ella recelase que usted..., en fin, que usted... podía ser capaz... de...
«eso»?
Sin duda herí una fibra sensible,
porque Lucio se demudó y vaciló tambaleándose, próximo a caer de nuevo. Sus
ojos, alocados, me miraron un instante. No contestó. Y al llegar a su casa, me
dijo secamente, brusca-mente:
-Buenas noches...
Nunca más, en ocasión alguna,
volvió a hablarme del caso, por el cual un gato blanco es para él un espectro.
Cuento
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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