Vestida ya con el hábito blanco y
negro de Santo Domingo, sor Bibiana, pasados los primeros fervores de novicia,
sintió renacer aquella inquietud, aquella fiebre que la consumía sin cesar
desde la adolescencia. Más allá del cumplimiento de sus votos, del rezo, de la
minuciosa observancia de la regla, de la existencia tranquila y metódica del
convento, entreveía algo diferente: un horizonte celeste y puro, y sin embargo,
surcado por relámpagos de pasión, elementos dramáticos que aumentaban su
belleza, encendiéndola y calde-ándola.
Mientras
meditaba a la sombra de los cipreses tristes y las adelfas de rosada flor que
crecían en el huerto conventual; mientras pasaba las gruesas cuentas del
rosario y entonaba en el coro las solemnes antífonas, que resuenan hondas y
misteriosas cual profecías, su espíritu volaba por las regiones del sueño y en
su pecho ascendía poco a poco la ola de los suspiros.
Dos años hacía
que sor Bibiana alimentaba secretamente aspiraciones quiméricas e indefinidas,
cuando se supo en el convento que algunas hermanas dejarían la vida
contemplativa por la activa, y saldrían a ejercitar la virtud en un
hospitalillo cuidando enfermos y asistiendo moribundos. Fundado tal
establecimiento por dos sacerdotes, sin más recursos que la caridad pública, el
obispo, asociándose a la buena obra, les ofrecía el personal de enfermeras
reclutado en los monasterios. Bibiana se brindó gozosa; al fin encontraba un
camino que recorrer: la deseada senda de espinas, que a su corazón parecía de
flores. Y desde el primer día se dedicó a la faena con una especie de
transporte, derrochando salud y juvenil energía, encontrando un goce en las
privaciones y un interés extraordinario en las más insípidas y monótonas labores
del hospital. Con la sonrisa en los labios y el regocijo en los ojos, volaba de
las salas de enfermos al ropero y al botiquín, del botiquín a la cocina, y sus
manos pulcras, empalidecidas y blancas como azucenas en claustro, se
encallecían y se ponían rojas al contacto de las cacerolas que fregaba,
acordándose de San Buenaventura, el cual también fregó con sus manos de serafín
la pobre cacharrería conventual. No tomaba descanso, no quería sentarse ni un
momento, y en las cortas horas que consagraba al sueño indispensable,
despertábase con sobresalto cien veces, recelando que la llamaba el quejido de
un enfermo o el tilinteo de las llaves de la superiora.
No obstante, al
año de asistir empezó a extinguirse el entusiasmo de sor Bibiana. No era que
vigilias y fatigas rindiesen su cuerpo, era que lo invariable, constante y
oscuro de la labor abrumaba su espíritu. Volvían a acosarla las mismas ansias
que en el convento; volvía a soñar con algo que tampoco en el hospital
encontraba. La senda de espinas no subía enroscándose hacía la cima del
enhiesto monte; se desarrollaba uniforme, sin interrupción, por una planicie
árida. Lo que hacía ella, Bibiana, igual podría hacerlo una sirvienta, una lega
de ésas que como máquinas funcionan, sin sentir vehemente impulso de heroico
sacrificio. Mudar apósitos, doblar ropa blanca, graduar medicamentos, hacer
camas, acercar a los labios del enfermo la taza de caldo o el vaso de limonada
refrescante parecíanle ya a sor Bibiana, adquirido el hábito, quehaceres
caseros que se cumplen por rutina, con el alma a cien leguas y el pensamiento
adormecido. La repetición del acto embotaba la fina percepción y gastaba el
celo de Bibiana; sólo el sentimiento del deber la sostenía, y a cada orden de
la superiora obedecía estrictamente, pero sin ilusión. Una voz, la voz
tentadora de antes, le murmuraba allá dentro: «Bibiana... Hay algo más.»
Ocurrió que por
aquel tiempo vino a ingresar en el hospital un enfermito, del cual las monjas,
aunque tan hechas a ver dolores y males, se compadecieron profundamente. Era un
niño de cinco años, con todo el brazo izquierdo devorado por horrible
quemadura, atribuida a negligencia intencional quizá, de la indiferente
madrastra que no había venido a verle ni una vez, abandonándole como a
pajarillo que el temporal lanzó del nido al pie del árbol. Rubio y lindo,
demacrado por tanto sufrir, el niño atrajo a las hermanas en derredor de la
cama donde gemía. Eran mujeres; bajo el sayal latía su seno que pudo haber
lactado, y las traspasaba de lástima tanta inocencia desamparada y torturada
cruelmente.
Degenerada la
llaga en mortal úlcera, amenazando la negra cangrena, era preciso cortarle el
brazo entero a la criatura. Tenían las monjas húmedos los ojos y descolorida la
faz cuando el médico dispuso que se trajese lo necesario para proceder
inmediatamente a la operación. Y la superiora, enternecida, con voz de abuela a
la cabecera de su nietecillo, preguntó si no había medio de salvar al enfermo
sin aquella carnicería espantosa.
La superiora
calló; pero sus ojos mortificados, marchitos, vagaron por el grupo de las
monjas, entre las cuales muchas eran robustas y jóvenes. Aquellos ojos graves y
elocuentes parecían decir: «¿No hay alguien que ofrezca su carne por amor de
Jesucristo?» El silencio de la superiora fue contagioso: las hermanas,
trémulas, sobrecogidas, no respiraban siquiera.
¡Sor Bibiana,
que si de algo temblaba era de gozo! ¡Por fin! Aquello era lo soñado, el dolor
súbito, intenso, sublime, el valor sin medida, la voluntad condensada en un
rayo; aquello el martirio, y allí, sostenida en el aire por brazos de ángeles,
invisible para todos, para ella clara y resplandeciente, estaba la corona que
descendía de los cielos entreabiertos!
Rodeaban a
Bibiana sus compañeras santamente afrentadas y envidiosas; la superiora la
abrazó murmurando bendiciones, y el médico, inclinándose respetuosamente,
descubrió el brazo blanco, mórbido, virginal, de una gran pureza de líneas, y
buscó el sitio en que había de coger la firme carne. Y cuando, hecha la
ligadura, al primer corte del acero, al brotar la sangre, se fijó en el rostro
de la monja, que acababa de rehusar el cloroformo, notó en la paciente una
expresión de extática felicidad y escuchó que sus labios puros murmuraban al
oído del operador, con la efusión del reconocimiento y la suavidad de una
caricia:
«El Imparcial», 11 octubre 1897.
Cuento
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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