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lunes, 26 de agosto de 2013

El destino

Casi todos creemos haber librado de algún peligro, por alguna casualidad; casi todos hemos visto, una vez al menos durante nuestra vida, inclinarse sobre el abismo el platillo de la balanza, y no volcarse, vencido ya, por milagro...
Pocos  estarán  de  ello  tan  seguros  como Matías  Reñales,  mocetón  de  pelo  en  pecho, que ejerce el desalmado oficio de guarda de consumos, y más veces anda a tiros que reza el rosario. Aparte de los lances del oficio, Matías suele encontrarse enredado en otros que nada  tienen  que  ver  con  las  gabelas  del Ayuntamiento, pues Matías es más enamorado que dromedario africano, amén de celoso y  matón  y  reñidor  sin  jactancias,  pero  con derroches  de  valentía  que  rayan  en  bizarra temeridad; y a su manera, y dentro del círculo nada selecto de sus relaciones, Matías se procura una serie de emociones románticas, y se juega el pellejo con desgaire de guapo e indiferencia de fatalista.
-Porque, miusté -díjome en ocasión de haber venido a verme para pedirme cierta recomendación,  la  número  quinientos  mil  de  las que a toda hora llueven sobre todo el mundo, sea o no sea influyente- en no estando de allá... -y señaló, alzando el índice, al techo de mi escritorio. Si está  de allí, sale usté a la calle, hace viento, cae una teja de punta, le da en la cabeza..., y a San Ginés.
Se me había olvidado que Matías, recriado en Madrid, es albaceteño, no sé si de la propia ciudad puñalera, seguramente de la provincia; y convendrá advertir también que su tipo corresponde al del semimoro, bautizado, pero  en  el  fondo  incristianable,  que  con  tal frecuencia encontramos en nuestras regiones del Mediodía. De arrogante figura, tez cetrina, ojos de fuego y terciopelo, barba de intenso negror y un bosque de descuidados rizos coronando  la  bella  cabeza,  Matías  es  grave  y sentencioso  a  fuer  de  moro  natural  y  ni  se alaba de sus proezas, ni echa por tierra a nadie. Hay en él rasgos simpáticos de la dignidad mahometana, sobre todo cuando insiste en  lo  estéril de  los  esfuerzos  humanos  para contrarrestar lo que está escrito. No emplea esta frase; pero el concepto, sí. Y tirando del hilo del concepto, viene a sacar el ovillo del episodio que aún hace erizarse el cabello de Matías.
-Era yo criatura de unos siete años, y vivía con  mi  madre,  ¡proecita!,  en  cá  el  agüelo, pae de mi pae, que era labraor. Yo no podía ayuar aún porque no tenía juerza, y mi quehacer  era  zamparme  las  golosinas  y  andar diableando. En la casa, además de mi madre y yo, estaba la otra nuera del agüelo y otros dos chiquillos, Roque y Melchorcico, hijos suyos. Mi tía se yamaba Tecla; mi madre, Llanos -de la Virgen e los Llanos, que es la patrona del pueblo. Las dos, mi tía y mi madre, habían enviudao a un tiempo, cuando el cólera.  ¡Que  fue  una  compasión!  Y  el  agüelo, ¿qué quería usted que hiciese? Las recogió y las amparó..., y tós comíamos.
Sólo que la comía a unos aprovecha y a otros  paece  que  se  les  vuelve  solimán.  Mi  tía Tecla  era  de  esta  casta.  ¡Mujer  más  seca!...
Parecía guindilla e sartal, o los gatos cuando pasan veinte días cerraos en un armario, que salen  chupaos  y  echando  lumbres.  Gastaba un genio e vinagre, y andaba roía de envidia en vista de que sus dos criaturas no acaban de medrar, mientras yo, hecho una manzana y más duro que una guija. Mi madre estaba desvanecía conmigo; al fin no tenía otra cosa a qué mirar en el mundo; y el agüelo -¡caprichos de señores mayores!- se le caía la baba conmigo y me hartaba de mimos y me daba  a  escondías  la  mejor  fruta  del  huerto.  Y miusté que yo comprendo las cosas; vamos, la que ha pario un par de chiquitines tan de Dios como cualquiera, y a más delicaos, y ve que todo el cariño se lo yeva otro hijo e otra madre,  ¿cómo  quiusté  que  se  ponga?  Como una pantera. Así andaba tía Tecla: unos ojos me echaba a escondidas que yo corría a agazaparme en las faldas de mi madre temblando e susto.
Y  no  era  yo  muy  medroso...  Al  contrario; más malo que un cabrito; siempre enzarzao en peleas y metiéndome a hacer hombrás fuera  e  tino  y  hora,  tirando  pedrás  al  mesmo sol  y  rompiendo  la  crisma  a  zagalones  que me yevaban la caeza de altos. Pero elante tía Tecla me entraba un canguelo, que se me quitaban  el  habla  y  la  acción.  Era  como  aquel que ve una serpiente desme-surá, y en igual de echar a correr se quea quieto esperando la mordedura.  Tía  Tecla  me  encantaba  con  los ojos de basilisco que siempre me estaba flechando; y es que por los ojos aquellos salía un aborrecimiento  tan  de  aentro  de  la  entraña, que  me  parecían  las  hojas  de  dos  puñales metiéndome por el corazón a partírmelo. Como  me  la  echaba  de  guapo,  vergüenza  me daría de  ecirle a madre que tenía un miedo tan horroroso; pero juraría que a ella le pasaba otro tanto, ¡proecilla!, y ca vez que yo me apartaba un minuto, andaba buscándome to-da angustiá.
Por aquel entonces hizo mi agüelo una cosa na buena, y lo digo aunque sea faltar y parezca ingratitud, porque la gente de malos hígaos  se  güelve  repeor  cuando  la  esesperan con  demasiá  poca  justicia.  Pues  el  agüelo, ¡Dios le haya perdonao!, sintiendo que le pesaban los años, llamó a un escribano y dispuso de cuanto tenía: el huerto, los trastos de la casa y la labor, unas tierras... y tó en favor mío. A los chicos de tía Tecla, ni esto. ¿Verdad  que  es  pa  irritar?  Yo  no  me  enteré,  y aunque me enterase, ¿qué entiende un chico?
Lo único, que tía Tecla se puso más feroz, y cuando me encontraba solo paecía que intentaba  espeazarme.  ¡Qué  lástima  que  me  dan los que pasan miedo! El miedo es cosa mala; es una enfermeá. Yo perdí el comer y me entró calentura.
Era una murria, que to el día me lo pasaba acurrucao  a  la  vera  de  la  lumbre,  cerca  del fogón. Estío era, y yo tiritaba. El sangraor ijo que aquello venía de la humedá de la acequia; pero sí ¡buena humedá! Mi madre me ar-mó  una  especie  de  cama  con  un  colchón  y una colcha de percal, y de allí costaba trabajo sacarme. El agüelo juraba que una bruja me había hecho mal de ojo. Pué que sí, que los ojos suelten veneno.
No sentía miaja de alivio, cuando un sábado, ¡qué día tan señalao!, mi madre puso el caldero de la lejía a hervir. Mientras cocía el agua,  mi  madre  aclaraba  en  el  patio.  El agüelo se había ido fuera a tomar el sol. Y cátate que uno de los chicos de tía Tecla, Roquillo, el mayor, que era de mi edad y se espepitaba por mí, viéndome acostao con la cara tapá por la colcha, me sacudió y me dijo: "Matías,  ¿sabes  que  ha  parío  la  perra?  ¡Seis cachorros tiene! Y está tan celosa, que no me atrevo a cogerle uno. ¿Te atreves tú?" Yo he tenío  siempre  la  debiliá  de  que  cuando  me preguntan si me atrevo, me atrevería me paece  que  a  encararme  con  Dios.  Contesté: "Ahora mismo", y salté de mi colchón. El chico -no sé por qué, ¡las veces que he pensao por qué pudo ser aquello!, ¡cosas de la suerte del hombre!- va y dice: "Pues yo, pa que no te escubran, aquí en tu sitio me escondo." Y se cuela en mi cama, y sube la colcha como yo, igualito...
Voy  al  cobertizo,  me  yego  a  la  Pulia,  me enzarco con ella, me clava los dientes en este brazo,  me  saca  un  peazo  e  pellejo  -¡lo  que son las madres pa defender la cría!, agarro uno  de  los  perriyos,  ciegos  aún,  un  canelo precioso, cierro la cancilla y a escape me vuelvo a la cocina. En la puerta me paro elavao de susto; ¡tía Tecla estaba ayí! Me quedo estatua. Con la perra, bueno; pero con la mujer... Y así, agachaito, la veo que tienta en mi cama, y el primo callao. Entonces, ¡Virgen de los Llanos!, la veo que agarra por las asas el caldero de la lejía, hirviendo a to hervir, que lo alza en peso, que se vuelve, que se acerca a la cama y que de pronto... ¡zas!, lo suerta encima de golpe... ¡Si viese usted lo que pasó,  antes  de  morir,  aquella  criatura  escaldá viva! ¡Ni un santo mártir!
Y  ahí  tiene  usté  por  qué  luego  he  creído que lo que está de allí... -añadió Matías, con relampagueos de espanto en las pupilas al recuerdo de la tragedia, y señalando hacia arriba.

"Blanco y Negro", núm. 572, 1902.

Cuento


1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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