Casi todos creemos haber librado de algún peligro, por alguna
casualidad; casi todos hemos visto, una vez al menos durante nuestra vida,
inclinarse sobre el abismo el platillo de la balanza, y no volcarse, vencido ya,
por milagro...
Pocos estarán de
ello tan seguros
como Matías Reñales, mocetón
de pelo en
pecho, que ejerce el desalmado oficio de guarda de consumos, y más veces
anda a tiros que reza el rosario. Aparte de los lances del oficio, Matías suele
encontrarse enredado en otros que nada
tienen que ver
con las gabelas
del Ayuntamiento, pues Matías es más enamorado que dromedario africano,
amén de celoso y matón y
reñidor sin jactancias,
pero con derroches de
valentía que rayan
en bizarra temeridad; y a su
manera, y dentro del círculo nada selecto de sus relaciones, Matías se procura
una serie de emociones románticas, y se juega el pellejo con desgaire de guapo
e indiferencia de fatalista.
-Porque, miusté -díjome en ocasión de haber venido a verme para
pedirme cierta recomendación, la número
quinientos mil de las
que a toda hora llueven sobre todo el mundo, sea o no sea influyente- en no
estando de allá... -y señaló, alzando el índice, al techo de mi escritorio. Si
está de allí, sale usté a la calle, hace
viento, cae una teja de punta, le da en la cabeza..., y a San Ginés.
Se me había olvidado que Matías, recriado en Madrid, es albaceteño, no
sé si de la propia ciudad puñalera, seguramente de la provincia; y convendrá
advertir también que su tipo corresponde al del semimoro, bautizado, pero en
el fondo incristianable, que
con tal frecuencia encontramos en
nuestras regiones del Mediodía. De arrogante figura, tez cetrina, ojos de fuego
y terciopelo, barba de intenso negror y un bosque de descuidados rizos coronando la
bella cabeza, Matías
es grave y sentencioso
a fuer de
moro natural y
ni se alaba de sus proezas, ni
echa por tierra a nadie. Hay en él rasgos simpáticos de la dignidad mahometana,
sobre todo cuando insiste en lo estéril de
los esfuerzos humanos
para contrarrestar lo que está escrito. No emplea esta frase; pero el
concepto, sí. Y tirando del hilo del concepto, viene a sacar el ovillo del
episodio que aún hace erizarse el cabello de Matías.
-Era yo criatura de unos siete años, y vivía con mi
madre, ¡proecita!, en
cá el agüelo, pae de mi pae, que era labraor. Yo no
podía ayuar aún porque no tenía juerza, y mi quehacer era
zamparme las golosinas
y andar diableando. En la casa, además
de mi madre y yo, estaba la otra nuera del agüelo y otros dos chiquillos, Roque
y Melchorcico, hijos suyos. Mi tía se yamaba Tecla; mi madre, Llanos -de la Virgen e los Llanos, que es
la patrona del pueblo. Las dos, mi tía y mi madre, habían enviudao a un
tiempo, cuando el cólera. ¡Que fue
una compasión! Y
el agüelo, ¿qué quería usted que
hiciese? Las recogió y las amparó..., y tós comíamos.
Sólo que la comía a unos aprovecha y a otros paece
que se les
vuelve solimán. Mi tía
Tecla era de
esta casta. ¡Mujer
más seca!...
Parecía guindilla e sartal, o los gatos cuando pasan veinte días
cerraos en un armario, que salen
chupaos y echando
lumbres. Gastaba un genio e
vinagre, y andaba roía de envidia en vista de que sus dos criaturas no acaban
de medrar, mientras yo, hecho una manzana y más duro que una guija. Mi madre
estaba desvanecía conmigo; al fin no tenía otra cosa a qué mirar en el mundo; y
el agüelo -¡caprichos de señores mayores!- se le caía la baba conmigo y me
hartaba de mimos y me daba a escondías
la mejor fruta
del huerto. Y miusté que yo comprendo las cosas; vamos,
la que ha pario un par de chiquitines tan de Dios como cualquiera, y a más
delicaos, y ve que todo el cariño se lo yeva otro hijo e otra madre, ¿cómo
quiusté que se
ponga? Como una pantera. Así
andaba tía Tecla: unos ojos me echaba a escondidas que yo corría a agazaparme
en las faldas de mi madre temblando e susto.
Y no era
yo muy medroso...
Al contrario; más malo que un
cabrito; siempre enzarzao en peleas y metiéndome a hacer hombrás fuera e
tino y hora,
tirando pedrás al
mesmo sol y rompiendo
la crisma a
zagalones que me yevaban la caeza
de altos. Pero elante tía Tecla me entraba un canguelo, que se me quitaban el
habla y la
acción. Era como
aquel que ve una serpiente desme-surá, y en igual de echar a correr se
quea quieto esperando la mordedura.
Tía Tecla me
encantaba con los ojos de basilisco que siempre me estaba
flechando; y es que por los ojos aquellos salía un aborrecimiento tan
de aentro de la entraña, que
me parecían las
hojas de dos
puñales metiéndome por el corazón a partírmelo. Como me
la echaba de
guapo, vergüenza me daría de
ecirle a madre que tenía un miedo tan horroroso; pero juraría que a ella
le pasaba otro tanto, ¡proecilla!, y ca vez que yo me apartaba un minuto,
andaba buscándome to-da angustiá.
Por aquel entonces hizo mi agüelo una cosa na buena, y lo digo aunque
sea faltar y parezca ingratitud, porque la gente de malos hígaos se
güelve repeor cuando
la esesperan con demasiá
poca justicia. Pues
el agüelo, ¡Dios le haya
perdonao!, sintiendo que le pesaban los años, llamó a un escribano y dispuso de
cuanto tenía: el huerto, los trastos de la casa y la labor, unas tierras... y
tó en favor mío. A los chicos de tía Tecla, ni esto. ¿Verdad que
es pa irritar?
Yo no me
enteré, y aunque me enterase,
¿qué entiende un chico?
Lo único, que tía Tecla se puso más feroz, y cuando me encontraba solo
paecía que intentaba espeazarme. ¡Qué
lástima que me dan
los que pasan miedo! El miedo es cosa mala; es una enfermeá. Yo perdí el comer
y me entró calentura.
Era una murria, que to el día me lo pasaba acurrucao a
la vera de
la lumbre, cerca
del fogón. Estío era, y yo tiritaba. El sangraor ijo que aquello venía
de la humedá de la acequia; pero sí ¡buena humedá! Mi madre me ar-mó una
especie de cama
con un colchón
y una colcha de percal, y de allí costaba trabajo sacarme. El agüelo
juraba que una bruja me había hecho mal de ojo. Pué que sí, que los ojos
suelten veneno.
No sentía miaja de alivio, cuando un sábado, ¡qué día tan señalao!, mi
madre puso el caldero de la lejía a hervir. Mientras cocía el agua, mi
madre aclaraba en
el patio. El agüelo se había ido fuera a tomar el sol.
Y cátate que uno de los chicos de tía Tecla, Roquillo, el mayor, que era de mi
edad y se espepitaba por mí, viéndome acostao con la cara tapá por la colcha,
me sacudió y me dijo: "Matías,
¿sabes que ha
parío la perra?
¡Seis cachorros tiene! Y está tan celosa, que no me atrevo a cogerle
uno. ¿Te atreves tú?" Yo he tenío
siempre la debiliá
de que cuando
me preguntan si me atrevo, me atrevería me paece que
a encararme con
Dios. Contesté: "Ahora
mismo", y salté de mi colchón. El chico -no sé por qué, ¡las veces que he
pensao por qué pudo ser aquello!, ¡cosas de la suerte del hombre!- va y dice:
"Pues yo, pa que no te escubran, aquí en tu sitio me escondo." Y se
cuela en mi cama, y sube la colcha como yo, igualito...
Voy al cobertizo,
me yego a la Pulia , me enzarco con ella, me clava los dientes en
este brazo, me saca
un peazo e
pellejo -¡lo que son las madres pa defender la cría!,
agarro uno de los
perriyos, ciegos aún,
un canelo precioso, cierro la
cancilla y a escape me vuelvo a la cocina. En la puerta me paro elavao de
susto; ¡tía Tecla estaba ayí! Me quedo estatua. Con la perra, bueno; pero con
la mujer... Y así, agachaito, la veo que tienta en mi cama, y el primo callao.
Entonces, ¡Virgen de los Llanos!, la veo que agarra por las asas el caldero de
la lejía, hirviendo a to hervir, que lo alza en peso, que se vuelve, que se
acerca a la cama y que de pronto... ¡zas!, lo suerta encima de golpe... ¡Si
viese usted lo que pasó, antes de
morir, aquella criatura
escaldá viva! ¡Ni un santo mártir!
Y ahí tiene
usté por qué
luego he creído que lo que está de allí... -añadió
Matías, con relampagueos de espanto en las pupilas al recuerdo de la tragedia,
y señalando hacia arriba.
"Blanco y Negro",
núm. 572, 1902.
Cuento
Cuento
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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