En aquella calle popular,
transitada, llena de tiendas y próxima al mercado, la greguería de la Nochebuena era
formidable hasta el amanecer. La familia Sampedro, que iba a sentarse a cenar,
cerró las maderas, por no oír el rasgueo de las guitarras, los canticios de los
beodos, el estridor de las trompas, el repique de las panderetas. Cuando la
gente está contristada, el alborozo ajeno parece que aumenta el pesar.
La familia Sampedro no vestía luto;
era algo peor: el peso de un misterio, de una trágica incertidumbre. El hijo
menor, Solano, llevaba más de año y medio sin aparecer, aunque se le buscaba
incesantemente. Ciertos amoríos con una «pícara» chalequera de profesión -¡o
vaya usted a saber!, determinaron severidades del padre, honrado industrial,
dueño de un importante establecimiento de ferretería; vino la tirantez, el
rompimiento y, por último, la desaparición del muchacho.
Abrumada por mortal pesadumbre,
suponía la madre que su hijo, al dar el «cabezazo», se había ido a la guerra,
tragadora de gente; a las trincheras, en que el hombre se esfuma. Todos los
incidentes y pormenores de tal hipótesis los repasaba constantemente en su
imaginación doña Mercedes Sampedro. Veía a su hijo tendido, desangrándose; le veía
en el hospital, agonizando, amputado, asistido por una mujer de blancas ropas y
roja cruz; le veía en la fosa, descompuesto, olvidado bajo la tierra helada. La
menos terrible de sus visiones era el hijo hambriento, calado, enfangado,
ardiendo en calentura, temblando de fiebre, sordo del estrépito del cañón,
loco, aullando...
El resto de la familia -dos hijas,
otro hijo muy laborioso y formal, según iba pasando tiempo, por natural
reacción, iba tranquilizándose, y hasta hubiese deseado distraerse un poco, que
la vida normal siguiese su curso. Todos lo hubiesen deseado secretamente, sin
confesárselo a sí propios; pero, custodiando el fuego sagrado del recuerdo y
del dolor, manteniendo viva la memoria del desaparecido, estaba la madre, para
quien era siempre «ayer». Y ante su cara pálida y marchita, ante sus ojos de
rojizo borde hinchado, ante su paso espectral al través de las habitaciones,
como una sombra de desdicha, nadie se atrevía a sonreír, ni casi a levantar la
voz. Los conatos de alegría, natural en la juventud, se estrellaban contra
aquella amargura silenciosa y obstinada, aquel temblor de labios que delataba
la interior congoja.
Y no siempre era silenciosa la
amargura, no... Había días en que, como se desborda un río, salía el dolor de
aquella alma. Sin resignación, acusaba en veladas frases al padre por quien el
chico había dado el «cabezazo», a la mujer causa de los disgustos, y sobre
todo, insistía en lo imposible.
-Si yo no pido nada -articulaba
roncamente. Si yo ¡ya no quiero que mi hijo esté vivo y sano! Si yo sólo
quiero una cosa bien sencilla, bien natural, bien justa... A ver si hay alguien
que diga que no tengo razón... Sólo quiero saber lo que le ha sucedido. Saber,
saber... Si está en un cementerio, que me lo digan. Si está herido, igual. No,
no pido disparates. ¡Saber!
-Puede que esté mejor que nosotros,
mamá, alegaba Celita, la hija mayor.
Y una mirada desgarradora, casi de
odio, contestación de la madre, probaba a la muchacha que, como siempre, el más
desgraciado era el único amado, amado hasta suprimir, en el sentimiento
maternal, a los restantes...
Por eso temían, en casa de
Sampedro, a la cena familiar de la santa Noche. Sería la menos regocijada,
entre tantas que no lo eran, ni un instante. Poco importaba que la sopa de almendras
estuviese exquisita, el besugo fresquísimo, con las rajas de limón taraceando
su blanca carne; de nada servía que la luz de la lámpara se reflejase tan
alegre en el cuerpo fino de las granadas y en el oro intenso de las naranjas
agrupadas en el centro de la mesa; era inútil la invitación de los turrones
compactos, en sus cajas de maderas claras y secas, y el rebrillar del
manzanilla de las copas. Presidiendo la mesa, grave y concentrada, estaba la
madre, fiscalizando al padre y a los hijos, contando, tal vez, los bocados que
cada cual se llevaba a la boca, reprobando el goce que al hacerlo
experimentasen. De vez en cuando, los ojos de la señora iban hacia el puesto
vacío, la silla que no había consentido quitar. Y este solo giro de una mirada,
era suficiente para cortar el apetito, para nublar la hora que debiera ser
feliz, de expansión íntima, en el recogimiento del hogar, consolador de todos
los males. Así lo entendían el mismo padre, los mismos hermanos del
desaparecido. Tenían derecho al consuelo, que si el vivir pasa como el humo,
también la pena debe pasar, o, al menos, calmarse. Lo pensaban, y jamás lo
dirían. Un respeto, un amor les sujetaba al potro de la tristeza. El padre,
acusado por su rigor de tener «la culpa de todo», hasta se hubiese arrodillado
pidiendo perdón. La tragedia, sospechada, adivinada, romántica, le subyugaba
ante el enojo vengador de la madre...
Y apenas se atrevía a masticar su
trozo de pez sabroso, jugoso de aceite dorado; doña Mercedes, de reojo, le
condenaba, por aquel placer egoísta -el hijo acaso, a tal hora, no tendría ni
un mendrugo de pan que roer-, cuando la criada, entrando aprisa, le habló al
oído. Sampedro saltó en la silla, se levantó, salió precipitado. Suspendiose la
cena. Una interrogación curiosa se expresó en los semblantes.
-¿Quién es, Manuela?, preguntó al
fin Celita, la más avispada.
-Es... yo no le puedo decir... Es
una chica... guapa ella... Quería ver al señor, en seguida.
-¡Es raro!, observó Celita. A tales
horas...
Una luz singular pasó por las pupilas
de la madre. Siempre esperaba el milagro... Se irguió, echó a correr. Y vio a
la «pícara», con su cara graciosa de chula afinada, su mantillita echada atrás,
su atavío entre populachero y aseñoritado; y oyó que repetía:
-Que sí, que es verdad. Que vengo a
que disfruten una Nochebuena tranquila. Él no me lo ha encargao, no señor, al
contrario, me mandó que me callase; pero a mí me da lástima de la señora, su
mamá, de lo que estará cavilando. No le ha pasao ná malo, gracias a Dios. Allá
en Montevideo se encuentra, y con una colocación buenísima, según dice...
-¿Pero eso es seguro?, gritó el
padre.
-¡Vaya! ¡Sí, que iba a engañarme él
a mí! Les pueo enseñar las cartas.
La madre oía, fascinada, inmóvil.
Una ola de sangre subía del corazón al rostro siempre descolorido, y lo
enrojecía de púrpura. Pugnaba por hablar, por gritar, y un espasmo le cerraba
la garganta. Agitó las manos en el aire y se dejo caer en un sillón, medio
desvanecida. Las hijas, que ya estaban allí, corrieron al comedor otra vez, trajeron
una servilleta húmeda, agua, vinagre; frotaron sienes y pulsos... Y la señora
rompió en sollozos, en gritos delirantes.
-¡Mi hijo! ¡Hijo de mi alma!
La «pícara» no sabía qué hacer. Sin
duda había sido imprudente. Debió dar la noticia así, más poquito a poco...
-Bueno, señores, dispensar, que no
ha habío mala intención... murmuró confusa, disponiéndose a retirarse.
Don Elías la detuvo, casi con
enojo. ¿Por qué no había dado antes la noticia?
-¡Anda! -murmuró ella, sonriente-.
Si ya lo saben... Porque me prohibió que dijese a alma viviente palabra de lo
que sucedía. Y le parecerá mal cuando lo sepa; pero ahora ya no me importa. Yo
le desenfadaré, si se enfada. Voy a juntarme con él; dentro de unos días
embarco en Cádiz. Allá nos casaremos. Perdonen si estuve imprudente. ¡Y que les
vaya bien, y tengan felices Pascuas!
Media hora después, la familia
volvía a sentarse a la mesa, para acabar la cena interrumpida. Estaban
contentos; las cosas se habían arreglado. ¡Ya les parecían a ellos fantasías lo
de las trincheras, y lo de las balas, y todo lo que discurría la pobre mamá!
¡Esto era mucho más natural y sencillo, y ahora, a sacudir la pesadilla, a
vivir! Y saboreaban la compota, con su gusto de canela, su color simpático rosa
intenso. En los vasos, el jerez lucía un instante, y su sangre, trasegada a las
venas de la familia, era animación y gozo.
La madre, aturdida aún, empezaba a
reponerse, a darse cuenta... Su hijo vivía, su hijo era hasta feliz... Y, sin
embargo, en el fondo del atormentado corazón, el hábito de la pena dominaba. El
desaparecido le parecía más desaparecido que antes. Le parecía hasta muerto...
Por él, nunca sus padres hubiesen tenido noticias de su existencia. Fue
necesario que «aquélla», la «pícara» se compadeciese, hablase, curase la llaga...
Y el acíbar de los celos se mezcló con el viejo poso de la desesperanza,
removido. Al ofrecerle Celita, con cariño, una copa de vino generoso, contestó
la madre:
-No... Bebed vosotros... ya que
podéis...
«La esfera», núm. 18, 1914
Cuento
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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