Los oficiales de
la guarnición se hacían lenguas de la hermosura de su Capitana generala. ¡Qué
cutis moreno más fresco! ¡Qué ojos más lánguidos y más fogosos a la vez! ¡Cómo
caían, velándolos con dulce sombra, las curvas pestañas! ¡Qué gallardo cimbrear
el del gentil talle! ¡Qué andar tan airoso! ¡Qué arranque de garganta y qué
tabla de pecho, bellezas apenas entrevistas en el teatro, al través de la
mínima abertura del alto corpiño!
Porque es de advertir
que la generala para irritar la imaginación y estimular con mayor fuerza la
codicia de los varones, unía a su tipo meridional, provocativo y tentador, una
gran reserva, un alarde de formalidad y recato sobrado aparente para no pecar
algo de artificioso y postizo. Jamás se descotaba. Apenas usaba joyas. Vestía
mucho de lana negra. No bailaba nunca. No sonreía a sus admiradores.
Frecuentaba las iglesias, y en sociedad apenas cruzaba palabra con los menores
de cuarenta años. Seria más bien severa, se la podía citar como tipo acabado
del decoro. Y el caso es que no sucedía así, y que en torno de la generala
flotaba esa tempestuosa atmósfera que rodea a las mujeres cuya virtud es un
enigma propuesto a la curiosidad del público. ¿Acusaban de algo a la generala?
¿Había derecho para censurarla en lo más leve? No. Y, sin embargo, notábase
vagas reticencias en la voz, en el gesto, en la frase de las mujeres cuando
comentaban su modestia y retraimiento, de los hombres, cuando chasqueaban la
lengua contra el paladar para declararla bocatto di cardinale.
Acaso sus mismas
devociones y gravedades fuesen quienes conspiraban contra la pobre señora.
Cuando se ponía la mantilla echando el velo a la cara y rosario en muñeca se
dirigía a oír misa temprano, la sombra de la blonda hacía más apasionada su
palidez, más relucientes sus pupilas, y todo aquello del rosario y del encaje
tupido parecía ardid destinado a encubrir furtiva escapatoria amo-rosa. Los
trajes de lana negra, en vez de ocultar sus formas las acentuaban más, destacando
el meneo de su andaluza cadera. La seriedad era en ella un gancho, lo mismo que
en otras la risa. Su empeño en rehuir las ojeadas de los galanes hacía que sus
ojos, al cruzarse por casualidad con otros, muy insistentes, despidiesen un
relámpago que en vano pretendían esconder las pestañas traidoras. Su piedad era
un señuelo, un cebo su melancolía mal encubierta por la corrección, propia de
la distinguida dama, que sabía guardar ante los mirones. Por último existía en
ella -y eso sí que no podían negarlo sus defensores más resueltos- un pasado,
un secreto, una cosa «que fue», una ceniza aún humeante depositada en el fondo
del volcán de su corazón. No era suposición gratuita ni fantástica novela: la
generala llevaba la señal, la cicatriz de ese pasado; cicatriz indeleble,
delatora. Entre los cabellos negros como la endrina, copiosos y ondeados, que
recogía en lo alto de la cabeza sencillo moño, la generala lucía, junto a la
sien izquierda, blanquísimo mechón de canas.
La malicia de
los provincianos es como el ardid del salvaje: instintiva, paciente y certera.
Acecha diez años para averiguar lo que no le importa. Hace arte por el arte;
eclipsa a la Policía
y en cambio, obtiene el triunfo de comprobar que del mismo barro estamos
amasados todos. Cruel, implacable, araña la herida para arrancar un grito de
dolor que denuncie el punto donde sangra.
Así que los
marinedinos dieron en sospechar que aquel mechón blanco sobre aquella cabellera
de ébano podía tener su historia, buscaron ocasión de poner el dedo en la llaga
y consiguieron cerciorarse de que habían dado en lo vivo. A la primera pregunta
capciosa relativa al mechón, la generala, más blanca que la pared, cerró los
ojos y estuvo a punto de caer desvanecida. Y siempre que se repitió el pérfido
interrogatorio, pudo advertirse en la señora la turbación misma, idéntica
angustia, igual sufrimiento.
Se estudió su
carácter, se comentó su edad y su figura. El general frisaría en los cincuenta
y siete; pero sanito como una manzana, derecho, entrecano, enjuto, sólo
representaba cuarenta y cinco. Con su uniforme a caballo, aún podía atraer
alguna dulce mirada femenina. Ni era calvo, ni tosía; contrastaba con su mujer
por lo comunicativo y afable, y la risa franca de sus labios, adornados por
limpio bigote gris, descubría dientes blancos y auténticos. En nada se parecía
al tipo del esposo incapaz de disfrutar y defender el cariño de una mujer
apetecible y bella. Era el hombre joven por dentro, vigilante del honor y
sediento del amor, y que lleva espada al cinto para guardar su tesoro. Pues no
obstante...
Una persona
había en Marineda a quien los rumores, las nieblas y las conjeturas que iban
espesándose en torno de la generala hacían pasar la pena negra. No era ningún
ayudante de dorada cordonadura, ningún húsar de arqueado pecho; éstos se
chuparían quizá los dedos tras la generala, más no sabían consagrarle la
silenciosa devoción que le consagraba Rodriguito Osorio, hijo mayor de la
marquesa de Veniales, mozo espigado ya. A los diecinueve años, con asomos de
barba y más estatura y más cuerpo que el general, Rodriguito apenas conocía la
maldad humana: habíase educado muy sujeto, muy en las faldas de su madre, y sus
mejillas aún no habían olvidado los rubores de la niñez.
¿A qué detallar
una vez más el conocido fenómeno de la pasión loca inspirada al adolescente por
la mujer de treinta años cumplidos? Este caso se presenta en la vida real tan a
menudo, que ya debe incluírsele entre las enfermedades de marcha fija, de
crisis pronos-ticable, según las observaciones de la ciencia.
Rodriguito
enfermó de mucho cuidado, siendo claro síntoma de la calentura el ansia de
sublimar, de divinizar a la generala. Ocultaba el muchacho su mal como si fuese
el pecado más vergonzoso -cuando realmente era el brote, en fragantes rosas, de
su bella eflorescencia juvenil-, y oía los comentarios relativos al mechón con
ímpetus de cólera unas veces; otras, con desaliento amargo. Si se atreviese a
dar un escándalo, desharía a alguno de los maldicientes... sólo con apretar los
dedos. Ya sentía rabiosa curiosidad por rasgar el velo del pasado de la
generala; ya juzgaba sacrilegio el intentarlo siquiera; ya con infantil
disimulo, torcía la conversación cuando su madre y las amigas de su madre
discutían por centésima vez el secreto del mechón; ya, en los saraos de
confianza de la Capitanía
General , clavaba los ojos con doloroso éxtasis en aquel rasgo
de plata que como pincelada trágica cruzaba la sien de la señora...
¿Adivinó ella lo
que pasaba en el alma de Rodriguito? ¿Fue coincidencia de simpatía, fue
capricho, fue necesidad de algo que la consolase del espionaje y la pública
sospecha? La generala principió a fijar los ojos, a hurtadillas, en el hijo de
la marquesa de Veniales... Hacíalo con tal disimulo, con tan hábil oportunidad,
que sólo el venturoso Rodrigo pudo notarlo. Al pronto se creyó engañado por un
casual encuentro de pupilas... Sin embargo, las ojeadas se repitieron tanto y
fueron tan largas, tan intensas, tan elocuentes, tan propias para trastornar y
enloquecer a quien ya no tenía por suyo el albedrío... ¡A todo esto, ni una
palabra se había cruzado entre Rodrigo y la dama!
Una noche de
invierno entró Rodrigo en la
Capitanía antes que llegase nadie. La generala estaba sola,
sentada ante un veladorcito, bordando; inclinaba la cabeza; la luz del quinqué
bañaba su pelo y el mechón relucía como nieve. No hay seductor de oficio que
tenga los desplantes de los novatos. La inexperiencia es madre de la osadía.
Rodrigo miró alrededor, se convenció de que estaba solo, acercóse furtivamente,
y en una de esas posturas que ni son arrodillarse ni sentarse que tienen algo
de adoración y muchísimo de exceso de confianza echó a la generala los brazos
al cuello y, delirando de felicidad, besó el mechón una y mil veces. Lo raro
fue que la generala, en vez de rechazarlo, dejó caer la cabeza, suspirando,
sobre el hombro del primogénito de Osorio.
El héroe del
sarao, aquella noche, fue el forastero presentado por la marquesa de Veniales:
un sobrino suyo, que por influencias de su elevada parentela en la corte venía
a Marineda a desempeñar un empleíto en Hacienda. Era el tal muchacho, elegante,
de ameno trato, muy agradable danzarín y su presencia animó la reunión y alegró
no poco a las señoritas marinedinas, siempre afligidas por el absentismo de los
hombres. Al salir de la reunión, el forastero colmó la medida de la finura
ofreciendo el brazo a su tía la marquesa. Francamente, lector, ¿no sospechas de
qué hablarían tía y sobrino, hasta el portal de la casa de Veniales? ¿Del
mechón blanco? ¡Naturalmente! Y el forastero hizo entrever el séptimo cielo a
la señora, diciéndole con petulancia;
-Pues abreviaré
-contestó resignadamente el forastero-. Esta señora tenía en Zaragoza... lo que
usted puede suponer..., con un oficial de artillería, muy guapo. El marido se
ausenta..., cuatro o seis días, y al volver, lo de cajón: recibe un anónimo...
Malintencionados, que nunca faltan..., o despechados, que es lo más probable.
Escena dramática, reconvenciones, amenazas, gritos de ella, protestas,
juramentos, aquello de ¡soy inocente!, por aquí, y ¡me calumnian!, por allá. El
marido, que es todo un hombre, la agarra, me la lleva delante de un Cristo y le
dice: «Júrame aquí, ante Dios, que es falso lo que cuenta el anónimo». La
mujer, muerta de miedo, sale por este registro: «Te lo juro por la vida de
nuestra hija». Se me había olvidado: tenía una chica de cuatro años preciosa.
Bueno, el marido se conforma; hay reconciliación y todo como una balsa. A las
veinticuatro horas, la chiquilla con calentura; a las cuarenta y ocho, en el
otro mundo, de una meningitis. Cuando la madre volvió a presentarse en público,
lucía ese mechón de canas. Adiós, tía, que está usted de pie y en ese portal
hay corrientes.
«La España
Moderna », almanaque 1892.
Cuento de marineda
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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