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lunes, 26 de agosto de 2013

El engaño

Acababa de fumarme el más sabroso de los cigarros del día, el que fumo me­ciéndome en el cierre de cristales de mi casa, después e la comida a la españo­la, embalsamada la boca por el gusto dominador del café y recreados los ojos por la vista, siempre nueva, de la ba­hía, donde los barcos se cuelan como alciones en su nido; y una pereza deli­ciosa embargaba mis potencias cuando se entreabrió el portier y entró, agi­tado, mi amigo y consocio en varios círculos, Valentín Beleño. Sólo con mi­rarle comprendí que algo extraordina­rio le ocurría. Como yo, Valentín lleva una vida apacible y grata, en llana pro­sa; despacha su labor oficinesca, da su paseíto higiénico diariamente, conoce al dedillo la chismografía del pueblo de Marineda y ostenta el campeonato del juego de dominó. Comprendo, pues, que el caso será de muerte, o punto menos, para,, que Beleño se propine tal sofoco.
En palabras picadas, descosidas, me informa. Tiene la culpa de todo esta ganga de viceconsulado que le ha caído encima y le trae atareadísimo, mien­tras no llegaa el nuevo cónsul a sustituir al que, envuelto en la bandera inglesa, duerme el sueño sinn despertar, en el cementerio disidente, llamado por el vulgo «de los canesn. A cada momento necesita Beleño lidiar con pasajeros y viandantes británicos, que desembarcan infaliblemente, aunque sólo dispongan de dos horas para hacerlo.
-¿Y creerá usted-añade Bele"no­que esos malditos saltan a tierra para refrescar en los cafés o distraerse en el cine? ¡Quia! La mayor parte de ellos toma un coche y se echa a recorrer el campo o a admirar los monumentos... ¡Monumentos en Marineda!... ¡Tres o cuatro iglesias de mala muerte y el faro! Y sacan el álbum, abren la boca y dibujan... En fin: ¡para mí, están locos!... El de hoy, que ha venido a borde del Blu Star, no es inglés, sino ¡inglesa, ¡mujer guapa, por cierto!, y figúrese usted que se empeña en que la he de acompañar a visitar el campo de batalla de Dorantes..., ¡que es una de las manías!...
Al oír lo de «mujer guapa» me eché a reír socarronamente. La señora de Be leño tiene fama de celosa, aun cuando mi amigo Valentín está en sus cuarenta y pico, asaz maduros y sin asomos de gallardía ni de travesura.
-¿Y usted quiere...? -pregunté, siem­pre risueño.
-Que venga usted también... Ande, hombre... Como usted ha recorrido esa zona levantando planos, conoce aquello mejor. Yo, a la verdad, dudo hacia dón­de cae el dichoso campo de batalla, que Dios confunda.
-Mire usted, Beleño: yo iré, aunque estaba aquí mucho más a gusto; pero, franqueza : confiéseme que no quiere usted desazones en casa y me lleva de pararrayos...
-Bueno; será lo que sea.:. Ahí tengo el coche, y en él aguarda la inglesita...
-Hombre, déme usted cinco minutos para atusarme.
Y declaro que me atusé con esmero, y. hasta eché unas gotas de Ideal en el pañuelo de seda marrón, exacta­mente parejo a la corbata. Cada uno tiene sus pretensiones... No era cosa de parecerle a la inglesita el coco. ¡Oh dolor! Momentos después de sentarme a su lado en el fondo del coche tuve que confesarme a mí mismo que había perdido el tiempo y las gotas de Ideal. Hermosa era, en efecto, la extranjera: la albura de su tez, la transparencia de sus pupilas grises, puntilleadas de oro; la abundancia de su pelo sedeño y tan rubio que parecía blanco a la claridad me encantaron; pero la inocente serie­dad de sus modales, la indiferencia con que nos miraba sin vernos, el exclusi­vo afán que demostraba por llegar al campo de batalla de Dorantes, donde se verificó el hecho de armas realizado por tropas de España y de la Gran Bre­taña unidas contra el invasor francés, me probaron que la turista no buscaba más guerra que aquella cuyos recuer­dos estaba evocando y que nuestras fa­tuidades de latinos se estrellaban, in­sospechadas, en una estricta formali­dad anglosajona.
La inglesa declaró que había estado en Méjico dos o tres años, por nego­cias de su marido, y hablaba un espa­ñol bastante comprensible. Venía con ella un niño, su hijo, choto fuerte y sa­ludable, de ojos puros y labios en flor, que no se hartaba de mirar el camino que recorríamos. Y es que el camino lo merecía: a la izquierda, la ría, azul y brillante, como polvareda de cristal, con sus playales de arena blanca, que orlan pinos y alisos, mimbraleras y álamos argentados; a la derecha, una sarta caprichosa de casas de recreo, de cuyas tapias se desbordaba el ramaje de las coníferas y los ramilletes cora­linos del geranio enredadera y la rosa de pitiminí. Pensábamos Valentín y yo exacta-mente lo mismo: que si la ingle­sa se contentase con este paseo delicio­so, se lo agradeceríamos de todas ve­ras. Lo malo era que no cesaba de pre­guntar por el campo de batalla, que re­negado él sea, amén, toda vez que pa­ra llegar a pisarlo necesitábamos inter­narnos por tierras de labor, escalar un cerro empinado y, en suma, andar cer­ca de tres kilómetros por el mal piso, bajo un sol picón, con calzado impropio de tales faenas y pies mal cuidados, no dispuestos para la marcha. No hubo re­medio: llegó el momento de bajarse de la cómoda cesta y arremeter con la cuesta en dirección a Dorantes, siendo yo el guía y cicerone.
-¿Algún antepasado de usted tomó parte en la batalla? -no pude menos de exclamar, nervioso ya ante el interés de la turista.
-¡Oh! Todos los ingleses que ahí combatieron eran antepasados míos -declaró ella con gracia. Cuando un inglés ha peleado por Inglaterra, los demás ingleses le creemos nuestro an­tepasado. ¿Verdad, Edward?
Y el rubio choto contestó flemáti­camente:
-Yes, mother.
Seguimos trepando. Valentín Beleño sudaba y cojeaba. La viajera, animosa, andaba al paso largo e igual de una mujer bien formada, que calza holgada­mente y usa ropa corta. Se me acercó Beleño y me interrogó con disimulo:
-¿Falta mucho para Dorantes?
-Kilómetro y medio -respondí, en igual tono.
-No estaremos de vuelta en casa ni a las ocho... Yo voy reventado... ¡De­montres de chiflados estos ingleses!...
-¿Y qué le hacemos?
-¡Bah!, muy sencillo... Déles usted la batalla ahí, en ese primer grupo de árboles...
En efecto, al avistar, el manchón de castaños y el altozano que detrás apa­rece, me detuve y exclamé:
-Aquí fué donde...
Se, paró la inglesa, y con instintivo recelo murmuró:
-¿Aquí? Es extraño. Usted sabe que los franceses se atrincheraron en una ermita. ¿Y la ermita, señor?
Confuso, y arrastrado a la mentira por la fuerza de la mentira, balbucí:
-¿La ermita? La derribaron..., sí; la derribaron... hace poco...
-¡Oh! -gritó, dolorida, ella. ¡La derribaron! ¡Muy mal hecho! De modo que aquí...
-Sí, aquí miSmo..., donde crece ese laurel...
La casualidad había colocado allí un laurel magnífico, ya añoso, de los que parecen regados con sangre, aunque sólo los riegue el agua de la lluvia. El laurel disipó las últimas dudas de la be­lla viajera.
-Tú, recoge unas hojas, Edward -or­denó al chico, que, sacando reluciente cortaplumas, segó una ramilla del lau­rel gigante y se la guardó en el pe­cho- Ahora, tú, besa el suelo, Edward -añadió la madre.
Y el chico se inclinó, se bajó, conven­cido y obediente, y apoyó su boca sana y ricamente dentada, incontaminada de tabaco, en el musgo del pradillo.
Una hora después regresábamos a la ciudad. Poníase el sol.. No sé por qué, me acometió vaga tristeza. Acaso era remordimiento de haber engañado a un alma creyente; acaso la intuición con­fusa de que el alma engañada vale más que la mía.

Cuento

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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