Acababa
de fumarme el más sabroso de los cigarros del día, el que fumo meciéndome en
el cierre de cristales de mi casa, después e la comida a la española,
embalsamada la boca por el gusto dominador del café y recreados los ojos por la
vista, siempre nueva, de la bahía, donde los barcos se cuelan como alciones en
su nido; y una pereza deliciosa embargaba mis potencias cuando se entreabrió
el portier y entró, agitado, mi amigo y consocio en varios círculos, Valentín Beleño.
Sólo con mirarle comprendí que algo extraordinario le ocurría. Como yo,
Valentín lleva una vida apacible y grata, en llana prosa; despacha su labor
oficinesca, da su paseíto higiénico diariamente, conoce al dedillo la
chismografía del pueblo de Marineda y ostenta el campeonato del juego de
dominó. Comprendo, pues, que el caso será de muerte, o punto menos, para,, que
Beleño se propine tal sofoco.
En
palabras picadas, descosidas, me informa. Tiene la culpa de todo esta ganga de
viceconsulado que le ha caído encima y le trae atareadísimo, mientras no
llegaa el nuevo cónsul a sustituir al que, envuelto en la bandera inglesa,
duerme el sueño sinn despertar, en el cementerio disidente, llamado por el
vulgo «de los canesn. A cada momento necesita Beleño lidiar con pasajeros y
viandantes británicos, que desembarcan infaliblemente, aunque sólo dispongan de
dos horas para hacerlo.
-¿Y
creerá usted-añade Bele"noque esos malditos saltan a tierra para
refrescar en los cafés o distraerse en el cine? ¡Quia! La mayor parte de ellos
toma un coche y se echa a recorrer el campo o a admirar los monumentos...
¡Monumentos en Marineda!... ¡Tres o cuatro iglesias de mala muerte y el faro! Y
sacan el álbum, abren la boca y dibujan... En fin: ¡para mí, están locos!... El
de hoy, que ha venido a borde del Blu
Star, no es inglés, sino ¡inglesa, ¡mujer guapa, por cierto!, y figúrese
usted que se empeña en que la he de acompañar a visitar el campo de batalla de
Dorantes..., ¡que es una de las manías!...
Al oír lo
de «mujer guapa» me eché a reír socarronamente. La señora de Be leño tiene fama
de celosa, aun cuando mi amigo Valentín está en sus cuarenta y pico, asaz
maduros y sin asomos de gallardía ni de travesura.
-¿Y usted
quiere...? -pregunté, siempre risueño.
-Que
venga usted también... Ande, hombre... Como usted ha recorrido esa zona
levantando planos, conoce aquello mejor. Yo, a la verdad, dudo hacia dónde cae
el dichoso campo de batalla, que Dios confunda.
-Mire
usted, Beleño: yo iré, aunque estaba aquí mucho más a gusto; pero, franqueza :
confiéseme que no quiere usted desazones en casa y me lleva de pararrayos...
-Bueno;
será lo que sea.:. Ahí tengo el coche, y en él aguarda la inglesita...
-Hombre,
déme usted cinco minutos para atusarme.
Y declaro
que me atusé con esmero, y. hasta eché unas gotas de Ideal en el pañuelo de seda marrón, exactamente parejo a la
corbata. Cada uno tiene sus pretensiones... No era cosa de parecerle a la
inglesita el coco. ¡Oh dolor! Momentos después de sentarme a su lado en el
fondo del coche tuve que confesarme a mí mismo que había perdido el tiempo y
las gotas de Ideal. Hermosa era, en
efecto, la extranjera: la albura de su tez, la transparencia de sus pupilas
grises, puntilleadas de oro; la abundancia de su pelo sedeño y tan rubio que
parecía blanco a la claridad me encantaron; pero la inocente seriedad de sus
modales, la indiferencia con que nos miraba sin vernos, el exclusivo afán que
demostraba por llegar al campo de batalla de Dorantes, donde se verificó el
hecho de armas realizado por tropas de España y de la Gran Bre taña unidas
contra el invasor francés, me probaron que la turista no buscaba más guerra que
aquella cuyos recuerdos estaba evocando y que nuestras fatuidades de latinos
se estrellaban, insospechadas, en una estricta formalidad anglosajona.
La
inglesa declaró que había estado en Méjico dos o tres años, por negocias de su
marido, y hablaba un español bastante comprensible. Venía con ella un niño, su
hijo, choto fuerte y saludable, de ojos puros y labios en flor, que no se
hartaba de mirar el camino que recorríamos. Y es que el camino lo merecía: a la
izquierda, la ría, azul y brillante, como polvareda de cristal, con sus
playales de arena blanca, que orlan pinos y alisos, mimbraleras y álamos
argentados; a la derecha, una sarta caprichosa de casas de recreo, de cuyas
tapias se desbordaba el ramaje de las coníferas y los ramilletes coralinos del
geranio enredadera y la rosa de pitiminí. Pensábamos Valentín y yo exacta-mente
lo mismo: que si la inglesa se contentase con este paseo delicioso, se lo
agradeceríamos de todas veras. Lo malo era que no cesaba de preguntar por el
campo de batalla, que renegado él sea, amén, toda vez que para llegar a
pisarlo necesitábamos internarnos por tierras de labor, escalar un cerro
empinado y, en suma, andar cerca de tres kilómetros por el mal piso, bajo un
sol picón, con calzado impropio de tales faenas y pies mal cuidados, no
dispuestos para la marcha. No hubo remedio: llegó el momento de bajarse de la
cómoda cesta y arremeter con la cuesta en dirección a Dorantes, siendo yo el
guía y cicerone.
-¿Algún
antepasado de usted tomó parte en la batalla? -no pude menos de exclamar,
nervioso ya ante el interés de la turista.
-¡Oh!
Todos los ingleses que ahí combatieron eran antepasados míos -declaró ella con
gracia. Cuando un inglés ha peleado por Inglaterra, los demás ingleses le
creemos nuestro antepasado. ¿Verdad, Edward?
Y el
rubio choto contestó flemáticamente:
-Yes, mother.
Seguimos
trepando. Valentín Beleño sudaba y cojeaba. La viajera, animosa, andaba al paso
largo e igual de una mujer bien formada, que calza holgadamente y usa ropa
corta. Se me acercó Beleño y me interrogó con disimulo:
-¿Falta
mucho para Dorantes?
-Kilómetro
y medio -respondí, en igual tono.
-No
estaremos de vuelta en casa ni a las ocho... Yo voy reventado... ¡Demontres de
chiflados estos ingleses!...
-¿Y qué
le hacemos?
-¡Bah!,
muy sencillo... Déles usted la batalla ahí, en ese primer grupo de árboles...
En
efecto, al avistar, el manchón de castaños y el altozano que detrás aparece,
me detuve y exclamé:
-Aquí fué
donde...
Se, paró
la inglesa, y con instintivo recelo murmuró:
-¿Aquí?
Es extraño. Usted sabe que los franceses se atrincheraron en una ermita. ¿Y la
ermita, señor?
Confuso,
y arrastrado a la mentira por la fuerza de la mentira, balbucí:
-¿La
ermita? La derribaron..., sí; la derribaron... hace poco...
-¡Oh! -gritó,
dolorida, ella. ¡La derribaron! ¡Muy mal hecho! De modo que aquí...
-Sí, aquí
miSmo..., donde crece ese laurel...
La
casualidad había colocado allí un laurel magnífico, ya añoso, de los que
parecen regados con sangre, aunque sólo los riegue el agua de la lluvia. El
laurel disipó las últimas dudas de la bella viajera.
-Tú,
recoge unas hojas, Edward -ordenó al chico, que, sacando reluciente
cortaplumas, segó una ramilla del laurel gigante y se la guardó en el pecho-
Ahora, tú, besa el suelo, Edward -añadió la madre.
Y el
chico se inclinó, se bajó, convencido y obediente, y apoyó su boca sana y
ricamente dentada, incontaminada de tabaco, en el musgo del pradillo.
Una hora
después regresábamos a la ciudad. Poníase el sol.. No sé por qué, me acometió
vaga tristeza. Acaso era remordimiento de haber engañado a un alma creyente;
acaso la intuición confusa de que el alma engañada vale más que la mía.
Cuento
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario