¿Os acordáis de algo que os conté
aquí mismo hace tiempo, no mucho? Pero todo va hoy tan de prisa, que presumo lo
habréis olvidado.
Se trataba del conde filántropo,
del que tuvo misericordia de las turbas, del que con exaltación profesó el
culto de los humildes, del que, en su vocación entusiasta, tomó el arado en sus
manos aristocráticas y, descalzos los pies, rompió las entrañas de la tierra
para que produjese el dorado trigo que sustenta al hombre.
En aquella ocasión os narré algún
episodio de la existencia del que amó a su naturaleza y a los humanos -no a
todos por igual-, siendo la razón de su preferencia la mayor miseria e
ignominia de los preferidos. Y os conté cómo San Francisco y el conde dialogaron
una tarde otoñal, sentados en un muro, mientras dejaban rebosar la marejada del
humano sufrimiento, que ambos habían convertido en materia religiosa, dulce y
alegre en el fraile, en el conde sombría y pesimista.
Y he aquí que el conde, en un viaje
por llanuras acolchadas de nieve, mientras un cierzo áspero y polar desgarraba
los escarchados arabescos del ramaje sin hojas: yendo, como un «mujik», en la
plataforma del tren, enfundado en su hopalanda de pellejas de carnero mal
curtidas, endurecidas por el hielo, sintió en su pecho, repentinamente, como
una punzada. A poco, la punzada era agudo dolor. Y al penetrar en el convento
donde quería refugiarse, la calentura le abrasaba, mientras sus dientes
entrechocaban por efecto de ese frío que no se parece a ningún otro: el frío de
la invasora pulmonía.
Y en pos de algunos días de
padecer, vino la
Libertadora. El conde, en los instantes en que no sentía su
cabeza embargada por el delirio, la esperaba de un momento a otro. Y no con
miedo, ni con repugnancia, sino con una especie de gozo, con la serenidad del
que la ha contemplado muchas veces sin torcer el semblante. La Libertadora traía en
sus manos, momificadas en la sepulcral quietud, una rama fresquísima de laurel,
en la cual el rocío de la mañana había depositado una red de perlas, que
reflejaba en cambiantes la luz lunar de la última noche... Y el conde, sin
poderlo remediar, sonreía a la idea de que la rama era inmarcesible.
Eternamente, hasta la hora en que el planeta, cumplida su ruta por los
espacios, estalle o disocie su materia en el seno de las fuerzas cósmicas,
aquella rama de laurel recordaría la memoria y refrescaría la gratitud de los
que un día recogieron en sus corazones la benéfica doctrina del conde, que se
entregó al pueblo, en cuerpo y alma...
Y con esperanza tal, el conde,
moribundo, palpitó de orgullo inconsciente, profundísimo, al ver a la Seca que avanzaba, hiriendo
el piso de la celda con choque aflautado de huesos, y columpiando la rama por
encima de una faz donde corrían los últimos sudores. Detrás de la Libertadora , el conde
vio una figura larga, ojival, un hombre pálido, cuyos ojos irradiaban fulgor
misterioso. Le reconoció en seguida.
-¿Eres tú, penitente de Asís?
-balbució con esfuerzo. No creas que te había olvidado desde aquella tarde...
-Sí, yo soy, el amador de la
pobreza -contestó Francisco. Jehová: «Ahora, Señor, puedes llevarte a tu
siervo, que ha vivido lo bastante para ver al Mesías...». El espíritu del conde
palpitaba de emoción bien legítima. Aquella transformación mágica, realizada
tan presto, ¡hasta que punto la había preparado él en largos años de propaganda
con la pluma, con aquella pluma de gran artista, rebosante de eficacia y
sentimiento, de realismo y de contemplación elevada del fondo de la vida, ya
pintando a los «sitaretzi», que guiados por su fe pasan a pie enjuto sobre el
mar, ya transfigurando a la vulgar pecadora y redimiendo al que la perdió, por
medio del dolor y de la abnegación, en caminos de luz y de sublime
renunciamiento! Su doctrina sin duda había abierto, como la del de Asís, un
surco en la dura tierra esteparia. Los tiempos se habían cumplido, y la
fraternidad y la piedad regían la conducta de aquellas masas que tantos siglos
aplastó la injusticia...
Y la férvida ilusión impulsaba al
espíritu del conde. Volaba en dirección a la granja patrimonial, a la cual
tantos recuerdos le atraían. Anhelaba volver a ver sus praderías, donde
pastaban en libertad peludas yeguas y potrillos retozones; sus sembrados, en
que antaño hincó el arado para dar ejemplo de cómo se trabajaba el pan; sus
árboles, donde los pájaros anidaban; su escuela, en que se daba enseñanza
renovadora, según él creía firmemente; su morada pacífica, familiar, de donde
estuvo proscrito el lujo, donde la frugalidad y la modestia prestaron nuevo
sabor a la taza de té y a la popular «kalatcha»... A pesar de su desdén de
pensador por los objetos puramente materiales, sentía, en aquel punto, el
espíritu del conde cómo se pegan a nosotros las cosas entre las cuales vivimos,
y cómo forman parte de nuestra sustancia moral, y cómo su existencia es la
nuestra misma...
Cerca ya de la granja, vaciló el
espíritu del conde. No le parecía reconocer el lugar, ni los árboles, los
amados árboles. No veía los muros, las tapias, las barandas de su escalera. Una
nube negra lo envolvía todo. De la nube salían chispas y a veces llamaradas. La
granja del conde ardía por los cuatro costados.
-Hermano León, no pienses ahora en
los hombres, sino en Cristo. Mira que te llaman, que te hacen señas desde la
sombra.
-Yo también he amado a Cristo
-declaró el conde-. Pero he amado, sobre todo a los oprimidos. Ellos me
recordarán siempre.
-Déjate de eso, hermano León. Todos
somos pecadores. En Cristo amamos a los que sufren. En Cristo, que murió por
ellos. Ni tú, ni yo lo hicimos. Pecadores, pecadores somos. Reza, hermano León,
que la sombra acecha...
El conde creía sentir en tal
instante la cabeza despejada, el espíritu claro y luminoso.
Y de pronto, como quien resbala y
se sume en un lago, cayó en sopor absoluto; su corazón, loco pájaro, bailó en
la cavidad que lo encerraba, y su pulso saltó, cual los cabritillos que trepan
por una ladera difícil. Y el médico, que sabiendo cuánto aborrecía el conde a
los de su profesión, no se atrevía a entrar sino cuando se amodorraba el enfermo,
se precipitó llamando a los monjes que velaban.
-¡Está expirando!, pronunció.
Y en efecto, el espíritu del conde
derivaba hacia la otra orilla.
Algunos años transcurrieron. Un
día, el espíritu en pena pudo evadirse de la cárcel que lo sujetaba (fuese por
arte de brujería o por divina permisión) y cruzó los espacios.
Se dirigió a su patria, a sus
estepas nativas, y cruzándolas a manera de espíritu, sin gravitar sobre el
suelo, bogando entre la niebla, se encaminó a la casa donde tantos años había
residido ejerciendo un apostolado de redención, por el cual, según creía, los
humillados, los hombrecillos de la gleba, iban a ser llamados a la libertad y a
la plena conciencia de cristianos. Hasta las regiones extrahumanas, en que el
espíritu del conde había morado desde que salió del mundo, llegó la voz de que
la libertad y el derecho imperaban por fin en la tierra histórica de la
opresión. Y el conde sintió, al saberlo, una alegría honda y grave, semejante a
la que debió de experimentar Simeón cuando tomó en brazos al Niño y dijo a
Jehová: «Ahora, Señor, puedes llevarte a tu siervo, que ha vivido lo bastante
para ver al Mesías...». El espíritu del conde palpitaba de emoción bien
legítima. Aquella transformación mágica, realizaba tan presto, ¡hasta qué punto
la había preparado él en largos años de propaganda con la pluma, con aquella
pluma de gran artista, rebosante de eficacia y sentimiento, de realismo y de
contemplación elevada del fondo de la vida, ya pintando a los «sitaretzi», que
guiados por su fe pasan a pie enjuto sobre el mar, ya transfigurando a la
vulgar pecadora y redimiendo al que la perdió, por medio del dolor y de la
abnegación, en caminos de luz y de sublime renunciamiento! Su doctrina sin duda
había abierto, como la del de Asís, un surco en la dura tierra esteparia. Los
tiempos se habían cumplido, y la fraternidad y la piedad regían la conducta de
aquellas masas que tantos siglos aplastó la injusticia...
Y la férvida ilusión impulsaba al
espíritu del conde. Volaba en dirección a la granja patrimonial, a la cual
tantos recuerdos le atraían. Anhelaba volver a ver sus praderías, donde
pastaban en libertad peludas yeguas y potrillos retozones; sus sembrados, en
que antaño hincó el arado para dar ejemplo de cómo se trabajaba el pan; sus
árboles, donde los pájaros anidaban; su escuela, en que se daba enseñanza
renovadora, según él creía firmemente: su morada pacífica, familiar, de donde
estuvo proscrito el lujo, donde la frugalidad y la modestia prestaron nuevo
sabor a la taza de té y a la popular «kalatcha»... A pesar de su desdén de
pensador por los objetos puramente materiales, sentía en aquel punto, el
espíritu del conde cómo se pegan a nosotros las cosas entre las cuales vivimos,
y cómo forman parte de nuestra sustancia moral, y cómo su existencia es la
nuestra misma...
Cerca ya de la granja, vaciló el
espíritu del conde. No le parecía reconocer el lugar, ni los árboles, los
amados árboles. No veía los muros, las tapias, las barandas de su escalera. Una
nube negra lo envolvía todo. De la nube salían chispas y a veces llamaradas. La
granja del conde ardía por los cuatro costados.
Alrededor del foco del incendio
bailaban turbas de hombres y mujeres, aullando de júbilo, celebrando el
destrozo. El espíritu se paró, estremecido, y pasado el primer momento de
sorpresa horrible, amargamente decretó que todo aquello era natural... Desde su
altura, sí, lo encontraba explicable, lógico, y con gesto grandioso empezaba ya
a murmurar las palabras del perdón, las que proyectan al exterior nuestra
indulgencia con el error y la maldad continuos de nuestros semejantes. Y antes
de que exclamase, sin voz: «Os perdono, hermanos, porque no sabéis lo que
hacéis», del centro de la hoguera vio alzarse la figura del Penitente, que
acercándose, pronunció:
-Perdona, sí... Perdonemos para ser
perdonados, hermano León, ¡que también erraste! No perdones desde arriba. No
perdones con orgullo...
Y entonces el espíritu del conde
hubiese llorado, si tuviese ojos, porque creía hacer algo sublime, muy
meritorio, al otorgar el perdón... y no le quedaba ya ni ese consuelo.
«El imparcial», 14 de enero de 1918
Cuento
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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