Si el alma un cristal tuviera...
Mi amigo Cristóbal siempre estaba triste... no, no es
esa la palabra; era aquello una frialdad, una indiferencia, una abstinencia de
toda emoción fuerte, confiada, entusiástica... No sé cómo explicarlo... Hacía
daño la vida junto a él. Sus ojos, de un azul muy claro y de pupilas muy
brillantes, brillantes desde una oscuridad misteriosa y preguntona, parecían
el doctor Pedro Recio de toda expansión, de toda admiración, de todo optimismo;
amar, admirar, confiar, en presencia de aquellos ojos, era imposible; a todo
oponían el veto del desencanto previo. Y lo peor era que todo lo decían con
modestia, casi con temor; la mirada de Cristóbal era humilde, jamás prolongada.
Podría decirse que destilaba hielo y echaba a correr.
¿Por qué era así Cristóbal, por qué miraba así? Un día
lo supe por casualidad
...
«El mejor amigo, un duro» -dijo delante de nosotros no
sé quién.
-Me irritan -dije a Cristóbal en cuanto quedamos
solos, me irritan estos vanos aforismos de la falsa sabiduría escéptica,
plebeya y superficial; creo que el mundo debe en gran parte sus tristezas
morales a este grosero y limitado positivismo callejero que con un refrán mata
un ideal...
«Sin embargo», dijeron a su modo los ojos de
Cristóbal, y sus labios sonrieron y por fin rompieron a hablar:
-Un duro... no será gran amigo; pero acaso no hay otro
mejor.
Otros lloran la perfidia de una mujer... Yo me había
enamorado de la amistad; había nacido para ella. Encontré un amigo en la
adolescencia; partimos el pan del entusiasmo, el maná de la fe en el porvenir.
Juntos emprendimos la conquista del ensueño. Cuando la bufera infernal del
desengaño nos azotó el rostro, no separamos nuestras manos que se estrechaban;
como a Paolo y Francesca, abrazados nos arrebató el viento.... Los dos vivíamos
para el arte, para la poesía, para la meditación; pero yo era autor dramático,
y él no. Menos el don del teatro, que niega Zola, tal vez porque no lo tiene,
todo lo dividíamos Fernando y yo. Nuestra gloria y nuestro dinero eran bienes
comunes para los dos. El mundo, con su opinión autoritaria, vino a sancionar
estos lazos; se nos consideró unidos por una cadena de hierro inquebrantable. Así
sea, dijimos. Y en nuestro espíritu nació uno de esos dogmas cerrados en falso
con que la humanidad se engaña tantas veces.
Yo había notado que Femando era muy egoísta; de la
terrible clase de los inconscientes, era egoísta como rumia el rumiante; tenía
el estómago así. Pero había notado también que yo, aunque más refinado y lleno
de complicaciones, era otro egoísta. «cCómo puede vivir nuestra amistad entre
estos egoísmos? Vive en su atmósfera», pensaba yo; observando que mi amigo
tenía vanidad por mí, preocupaciones, antipatías y odios por mí. Yo también me
sentía ofendido cuando otros censuraban a Femando; este derecho de encontrarle
defectos me lo reservaba; pero no veía en ello malicia, porque también, y con
cierta voluptuosidad, examinaba yo mis propias máculas y deficiencias,
creyéndome humilde. Uno de los disfraces que el diablo se pone con más gusto
para sus tentaciones, es el de santo.
...
Cierta noche se estrenó un drama mío; era de esos en
que se rompen moldes y se apura la paciencia del público adocenado, pero no tan
malévolo como supone el autor. En resumidas cuentas, y desde el punto de vista
del mundanal ruido, el éxito fue un descalabro. Una minoría tan selecta como
poco numerosa me defendía con paradojas insostenibles, con hipérboles que
equivalían a subirme en vilo por os aires, para dejarme caer y aplastarme. En
el saloncillo bramaba una verdadera tempestad crítica. La fórmula era darme la
enhorabuena, pero con las de Caín. En cuanto yo daba la vuelta, se discutía el
género, la tendencia, y por último, se me desollaba a mí. Entonces acudían los
amigos; me ensalzaban a mí y le echaban una mano protectora al género, a la
tendencia.
Yo recibía los parabienes con cara de Pascua, pero en
calidad de cordero protagonista.
Lo que nadie decía, pero lo que pensaban todos, era
esto: «La culpa no es del género, no es de los moldes nuevos, es del repostero
este, es del ingenio mezquino que se ha metido en moldes de once varas. Se ha
equivocado. Esta es la fija. Se ha equivocado.»
Así pensaban los enemigos; y aun lo insinuaban,
atacándome de soslayo. Y así pensaban los amigos, defendiéndome de frente e
insinuándolo más con esta franca defensa.
¿Y Fernando? Fernando me defendía casi a puñetazos. En
poco estuvo que no tuviese dos o tres lances personales. Yo le oía de ejos; no
le veía.
Él no pensaba que yo le oía. Su defensa, apasionada;
furiosa, era ingenua, leal. iQué entusiasmo el suyo! Era ordinariamente moderado,
casi frío; pero aquella noche, iqué exaltación!
Le ciega la amistad -se oía por todos los rincones.
¡Qué no me hubiera cegado aquella noche a mí!
Como se recogen los restos gloriosos de una bandera
salvada en una derrota, Fernando me recogió a mí, me sacó del teatro y me
llevó a nuestra tertulia de última hora, en un gabinete reservado de un café
elegante.
Al entrar allí me fijé, por primera vez en
aquella noche, en el rostro de mi amigo, que vi reflejado en un espejo. Sentí
un escalofrío. Me atreví a mirarle a él cara a cara. Y en efecto, estaba como
su imagen. Aún había en el amigo no sé qué de pasión que no había en el espejo.
Estaba radiante. En sus ojos brillaba la dicha suprema con rayos que sólo son
de la dicha, que no cabe confundir con otros. Fernando, muy diferente de mí en
esto, era un amador de mucha fuerza y de buena suerte; para él la mujer era lo
que para mí la amistad: su buena fortuna en galanteos le hacía feliz. Su
rostro, generalmente frío, soso, de poca expresión, se animaba con destellos
diabólicos, de pasión intensa, cuando conseguía su amor propio grandes
triunfos de amor ajeno. Pero tan hermosamente trans-figurado por las emociones
fuertes y placenteras, como le vi aquella noche en aquel gabinete del café, no
le había visto ni siquiera en la ocasión solemne en que vino a pedirme que le
dejara solo en casa con su conquista más preciosa: la mujer de un amigo.
Mientras cenábamos, me fijé en los ojos de Fernando.
Allí se concentraba la cifra del misterio. Allí se leía, como clave del
enigma: «iFelicidad! iLa mayor felicidad que cabe en este cuerpo y en este
espíritu de artista de egoísta, de hombre sin fe, sin vínculos fuertes con el
deber y el sacrificio!»
iSi el alma un cristal tuviera!... i0h! iSí; lo tenía!
Yo leía en el alma de Fernando, a través de sus ojos, como en un libro de
psicología moderna, como en páginas de Bourget.
Fernando era feliz aquella noche de una manera
feroz; sin saberlo, sí, como las fieras. Sabía él por experiencia propia, que a
quintaesencia del sentimiento de un artista, de lo que este cree su corazón,
tal vez porque no tiene otro mejor, y no es más que una burbuja delicada y finísima,
un coágulo de vanidad enferma, estaba padeciendo dentro de mí dolores
indecibles; sabía que el público y los falsos amigos me habían dado tormento en
la flor del alma artificiosa del poeta... pero no sabía que él, su vanidad, su
egoísmo, su envidia, se estaban dando un banquete de chacales con los
despojos del pobre orgullo mío triturado.
iQué luz mística, del misticismo infernal de
las pasiones fuertes pero mundanas, en sus ojos! iCómo se quedaba en éxtasis de
placer, sin sospecharlo! iY qué decidor, qué generoso, qué expansivo! Lo amaba
todo aquella noche. Hubiera sido caritativo hasta el heroísmo. Su dicha de
egoísta le inspiraba este espejismo de abnegación. Sin duda creía que el mundo
seguía siendo él. Oía las armonías de los astros. Y para mí, iqué cuidados, qué
atenciones!
iQué hermano tenía en él! Se hubiera batido,
puedo jurarlo, por mi fama. iY el infeliz, sin sospechar siquiera que estaba
gozando una dicha de salvaje civilizado, de carnívoro espiritual, y que esa
dicha se alimentaba con sangre de mi alma, con el meollo de mis hue sos duros
de vanidoso incurable, de escritor de oficio!
Aquel espectáculo que me irritó al principio,
que fue suprema-mente doloroso, fue convirtiéndose poco a poco en melancólica
voluptuosidad. El examen, lleno de amargura, del alma de Fernando, que yo veía
en sus ojos, se fue trocando en interesante labor finísima; no tardó mi
vanidad, tan herida, en rehacerse con el placer íntimo, recóndito, de analizar
aquella miseria ajena. ¡Cuánta filosofía en pocos minutos! A los postres de la
tal cena, en que el único apóstol comensal era un Judas, sin saberlo, a los
postres, ya recordaba yo mi obrita del teatro como una desgracia lejana, de
poética perspectiva. Mi descalabro, el martirio oculto de mi amor propio, la perfidia
de los falsos amigos y compañeros, todo eso quedaba allá, confundido con la
común miseria humana, entre las lacerías fatales necesarias de la vida... En mi
cerebro, como un sol de justicia, brillaba mi resignación, mi frío análisis del
alma ajena, mi honda filosofía, ni pesimista ni optimista, que no otorga a los
datos históricos, al fin empíricos, siempre pocos, más valor del que tienen...
Y lo que más me confortó fue el sentimiento íntimo de que el dolor intenso que
me producía la traición inconsciente de Fernando, no me inspiraba odio para él,
ni siquiera desprecio, sino lástima cariñosa. «Le perdonaba, porque no sabía lo
que hacía».
«Mi dogma, la amistad, me dije, no se derrumba
esta noche como mi pobre drama; Fernando no me quiere de veras, no es mi amigo,
¿y qué?, lo seré yo suyo, le querré yo a él. Su amistad no existía, la mía sí.»
...
En tal estado, llegué a mi casa. Entré en mi cuarto.
Comencé a desvestirme, siempre con la imagen de Femando, radiante de dicha íntima,
apasionada, ante los ojos de la fantasía. Mi espíritu nadaba en la felicidad
austera de la conciencia satisfecha, de la superioridad racional, mística, del
alma resignada y humilde... iQué importaba el drama, qué importaba la vanidad,
qué importaba todo lo mundano.... qué importaba la feroz envidia satisfecha
del que se creía amigo!... Lo serio, lo importante, lo noble, lo grande, lo
eterno, era la satisfacción propia, estar contento de sí mismo, elevarse sobre
el vulgo, sobre las tristes pasiones de Femando...
Antes de apagar la luz del lavabo me vi en el espejo.
iVi mis ojos!
iOh, mis ojos! iQué expresión la
suya! iQué cristales! iQué orgullo infinito! iQué dicha satánica! Yo estaba
pálido, pero, iqué ojos!
iQué hoguera de vanidad, de egoísmo! Allí dentro ardía
Fernando, reducido a polvo vil... Era una pobre víctima ante el altar de mi orgullo...
de mi orgullo, infierno abreviado. ¿Y la amistad? ¿La mía? iAy! Detrás de los
cristales de mis ojos yo no vi ningún ángel, como la amistad lo sería si
existiese; sólo vi demonios; y yo, el autor del drama, era el diablo mayor...
tal vez por razón de perspectiva...
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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