Translate

sábado, 17 de mayo de 2014

Critica popular

Si el alma un cristal tuviera...

Mi amigo Cristóbal siempre estaba triste... no, no es esa la palabra; era aquello una frialdad, una indiferencia, una abstinencia de toda emoción fuerte, confiada, entusiástica... No sé cómo explicarlo... Hacía daño la vida junto a él. Sus ojos, de un azul muy claro y de pupilas muy brillantes, brillantes desde una oscuridad misteriosa y preguntona, pare­cían el doctor Pedro Recio de toda expansión, de toda admiración, de todo optimismo; amar, admirar, confiar, en presencia de aque­llos ojos, era imposible; a todo oponían el veto del desencanto previo. Y lo peor era que todo lo decían con modestia, casi con temor; la mirada de Cristóbal era humilde, jamás prolongada. Podría decirse que destilaba hielo y echaba a correr.
¿Por qué era así Cristóbal, por qué miraba así? Un día lo supe por casualidad
...
«El mejor amigo, un duro» -dijo delante de nosotros no sé quién.
-Me irritan -dije a Cristóbal en cuanto que­damos solos, me irritan estos vanos aforis­mos de la falsa sabiduría escéptica, plebeya y superficial; creo que el mundo debe en gran parte sus tristezas morales a este grosero y limitado positivismo callejero que con un re­frán mata un ideal...
«Sin embargo», dijeron a su modo los ojos de Cristóbal, y sus labios sonrieron y por fin rompieron a hablar:
-Un duro... no será gran amigo; pero acaso no hay otro mejor.
Otros lloran la perfidia de una mujer... Yo me había enamorado de la amistad; había nacido para ella. Encontré un amigo en la adolescencia; partimos el pan del entusiasmo, el maná de la fe en el porvenir. Juntos em­prendimos la conquista del ensueño. Cuando la bufera infernal del desengaño nos azotó el rostro, no separamos nuestras manos que se estrechaban; como a Paolo y Francesca, abra­zados nos arrebató el viento.... Los dos vi­víamos para el arte, para la poesía, para la meditación; pero yo era autor dramático, y él no. Menos el don del teatro, que niega Zola, tal vez porque no lo tiene, todo lo dividíamos Fernando y yo. Nuestra gloria y nuestro dine­ro eran bienes comunes para los dos. El mun­do, con su opinión autoritaria, vino a sancio­nar estos lazos; se nos consideró unidos por una cadena de hierro inquebrantable. Así sea, dijimos. Y en nuestro espíritu nació uno de esos dogmas cerrados en falso con que la humanidad se engaña tantas veces.
Yo había notado que Femando era muy egoísta; de la terrible clase de los inconscien­tes, era egoísta como rumia el rumiante; te­nía el estómago así. Pero había notado tam­bién que yo, aunque más refinado y lleno de complicaciones, era otro egoísta. «cCómo puede vivir nuestra amistad entre estos ego­ísmos? Vive en su atmósfera», pensaba yo; observando que mi amigo tenía vanidad por mí, preocupaciones, antipatías y odios por mí. Yo también me sentía ofendido cuando otros censuraban a Femando; este derecho de en­contrarle defectos me lo reservaba; pero no veía en ello malicia, porque también, y con cierta voluptuosidad, examinaba yo mis pro­pias máculas y deficiencias, creyéndome humilde. Uno de los disfraces que el diablo se pone con más gusto para sus tentaciones, es el de santo.
...
Cierta noche se estrenó un drama mío; era de esos en que se rompen moldes y se apura la paciencia del público adocenado, pero no tan malévolo como supone el autor. En resu­midas cuentas, y desde el punto de vista del mundanal ruido, el éxito fue un descalabro. Una minoría tan selecta como poco numerosa me defendía con paradojas insostenibles, con hipérboles que equivalían a subirme en vilo por os aires, para dejarme caer y aplastarme. En el saloncillo bramaba una verdadera tem­pestad crítica. La fórmula era darme la en­horabuena, pero con las de Caín. En cuanto yo daba la vuelta, se discutía el género, la tendencia, y por último, se me desollaba a mí. Entonces acudían los amigos; me ensalzaban a mí y le echaban una mano protectora al género, a la tendencia.
Yo recibía los parabienes con cara de Pas­cua, pero en calidad de cordero protagonista.
Lo que nadie decía, pero lo que pensaban todos, era esto: «La culpa no es del género, no es de los moldes nuevos, es del repostero este, es del ingenio mezquino que se ha meti­do en moldes de once varas. Se ha equivoca­do. Esta es la fija. Se ha equivocado.»
Así pensaban los enemigos; y aun lo insi­nuaban, atacándome de soslayo. Y así pensa­ban los amigos, defendiéndome de frente e insinuándolo más con esta franca defensa.
¿Y Fernando? Fernando me defendía casi a puñetazos. En poco estuvo que no tuviese dos o tres lances personales. Yo le oía de ejos; no le veía.
Él no pensaba que yo le oía. Su defensa, apasionada; furiosa, era ingenua, leal. iQué entusiasmo el suyo! Era ordinariamente mo­derado, casi frío; pero aquella noche, iqué exaltación!
Le ciega la amistad -se oía por todos los rincones.


¡Qué no me hubiera cegado aquella noche a mí!
Como se recogen los restos gloriosos de una bandera salvada en una derrota, Fernan­do me recogió a mí, me sacó del teatro y me llevó a nuestra tertulia de última hora, en un gabinete reservado de un café elegante.
Al entrar allí me fijé, por primera vez en aquella noche, en el rostro de mi amigo, que vi reflejado en un espejo. Sentí un escalofrío. Me atreví a mirarle a él cara a cara. Y en efec­to, estaba como su imagen. Aún había en el amigo no sé qué de pasión que no había en el espejo. Estaba radiante. En sus ojos brillaba la dicha suprema con rayos que sólo son de la dicha, que no cabe confundir con otros. Fer­nando, muy diferente de mí en esto, era un amador de mucha fuerza y de buena suerte; para él la mujer era lo que para mí la amis­tad: su buena fortuna en galanteos le hacía feliz. Su rostro, generalmente frío, soso, de poca expresión, se animaba con destellos dia­bólicos, de pasión intensa, cuando conseguía su amor propio grandes triunfos de amor aje­no. Pero tan hermosamente trans-figurado por las emociones fuertes y placenteras, como le vi aquella noche en aquel gabinete del café, no le había visto ni siquiera en la ocasión solemne en que vino a pedirme que le dejara solo en casa con su conquista más preciosa: la mujer de un amigo.


Mientras cenábamos, me fijé en los ojos de Fernando. Allí se concentraba la cifra del mis­terio. Allí se leía, como clave del enigma: «iFelicidad! iLa mayor felicidad que cabe en este cuerpo y en este espíritu de artista de egoísta, de hombre sin fe, sin vínculos fuertes con el deber y el sacrificio!»
iSi el alma un cristal tuviera!... i0h! iSí; lo tenía! Yo leía en el alma de Fernando, a tra­vés de sus ojos, como en un libro de psicolo­gía moderna, como en páginas de Bourget.
Fernando era feliz aquella noche de una manera feroz; sin saberlo, sí, como las fieras. Sabía él por experiencia propia, que a quin­taesencia del sentimiento de un artista, de lo que este cree su corazón, tal vez porque no tiene otro mejor, y no es más que una burbu­ja delicada y finísima, un coágulo de vanidad enferma, estaba padeciendo dentro de mí dolores indecibles; sabía que el público y los falsos amigos me habían dado tormento en la flor del alma artificiosa del poeta... pero no sabía que él, su vanidad, su egoísmo, su en­vidia, se estaban dando un banquete de cha­cales con los despojos del pobre orgullo mío triturado.
iQué luz mística, del misticismo infernal de las pasiones fuertes pero mundanas, en sus ojos! iCómo se quedaba en éxtasis de placer, sin sospecharlo! iY qué decidor, qué genero­so, qué expansivo! Lo amaba todo aquella noche. Hubiera sido caritativo hasta el hero­ísmo. Su dicha de egoísta le inspiraba este espejismo de abnegación. Sin duda creía que el mundo seguía siendo él. Oía las armonías de los astros. Y para mí, iqué cuidados, qué atenciones!
iQué hermano tenía en él! Se hubiera bati­do, puedo jurarlo, por mi fama. iY el infeliz, sin sospechar siquiera que estaba gozando una dicha de salvaje civilizado, de carnívoro espiritual, y que esa dicha se alimentaba con sangre de mi alma, con el meollo de mis hue sos duros de vanidoso incurable, de escritor de oficio!


Aquel espectáculo que me irritó al princi­pio, que fue suprema-mente doloroso, fue convirtiéndose poco a poco en melancólica voluptuosidad. El examen, lleno de amargura, del alma de Fernando, que yo veía en sus ojos, se fue trocando en interesante labor finísima; no tardó mi vanidad, tan herida, en rehacerse con el placer íntimo, recóndito, de analizar aquella miseria ajena. ¡Cuánta filoso­fía en pocos minutos! A los postres de la tal cena, en que el único apóstol comensal era un Judas, sin saberlo, a los postres, ya recordaba yo mi obrita del teatro como una desgracia lejana, de poética perspectiva. Mi descalabro, el martirio oculto de mi amor propio, la perfi­dia de los falsos amigos y compañeros, todo eso quedaba allá, confundido con la común miseria humana, entre las lacerías fatales necesarias de la vida... En mi cerebro, como un sol de justicia, brillaba mi resignación, mi frío análisis del alma ajena, mi honda filosofía, ni pesimista ni optimista, que no otorga a los datos históricos, al fin empíricos, siempre pocos, más valor del que tienen... Y lo que más me confortó fue el sentimiento íntimo de que el dolor intenso que me producía la traición inconsciente de Fernando, no me inspiraba odio para él, ni siquiera desprecio, sino lástima cariñosa. «Le perdonaba, porque no sabía lo que hacía».
«Mi dogma, la amistad, me dije, no se de­rrumba esta noche como mi pobre drama; Fernando no me quiere de veras, no es mi amigo, ¿y qué?, lo seré yo suyo, le querré yo a él. Su amistad no existía, la mía sí.»
...
En tal estado, llegué a mi casa. Entré en mi cuarto. Comencé a desvestirme, siempre con la imagen de Femando, radiante de dicha ín­tima, apasionada, ante los ojos de la fantasía. Mi espíritu nadaba en la felicidad austera de la conciencia satisfecha, de la superioridad ra­cional, mística, del alma resignada y humil­de... iQué importaba el drama, qué importaba la vanidad, qué importaba todo lo munda­no.... qué importaba la feroz envidia satisfecha del que se creía amigo!... Lo serio, lo im­portante, lo noble, lo grande, lo eterno, era la satisfacción propia, estar contento de sí mis­mo, elevarse sobre el vulgo, sobre las tristes pasiones de Femando...
Antes de apagar la luz del lavabo me vi en el espejo. iVi mis ojos!
iOh, mis ojos! iQué expresión la suya! iQué cristales! iQué orgullo infinito! iQué di­cha satánica! Yo estaba pálido, pero, iqué ojos!
iQué hoguera de vanidad, de egoísmo! Allí dentro ardía Fernando, reducido a polvo vil... Era una pobre víctima ante el altar de mi or­gullo... de mi orgullo, infierno abreviado. ¿Y la amistad? ¿La mía? iAy! Detrás de los cristales de mis ojos yo no vi ningún ángel, como la amistad lo sería si existiese; sólo vi demo­nios; y yo, el autor del drama, era el diablo mayor... tal vez por razón de perspectiva...

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

No hay comentarios:

Publicar un comentario