Creo haber dicho ya que la frase bienquisto era muy del
agrado de don Ángel, y no sólo amaba la frase, sino lo que significaba; le
encantaba el aprecio general, y no porque de esto venía a vivir, pues sus
rentas consistían principalmente en lo que se guisaba en las cocinas amigas,
sino por el aprecio mismo, por entrar y salir como Pedro por su casa en todos
los hogares. No, no era un parásito en el sentido de que explotase sus
relaciones con reflexión y cálculo; no pensaba en eso: era un idealista, un artista
a su modo; comía donde le cogía la hora de comer, pero sin fijarse, como la
cosa más natural del mundo, cual si el tener un sitio suyo en todos los
comedores de la ciudad fuese una ley social que no podía menos de cumplirse.
Dejemos cuanto antes este aspecto mezquino prosaico,
ruin, de la vocación de Cuervo, aspecto a que él no daba importancia;
despreciemos a los mal pensados, como él los despreciaba. Cuervo, además de
tener asegurado el pan de cada día, se sentía hombre de influencia; muchos
personajes de provincias y algunos de la corte que tenían en Laguna residencia
de verano estimaban a Cuervo en lo mucho que valía y a una recomendación suya
atendían muchas veces antes que a la de un elector con docenas de votos. Pero
él no solía sacar partido de esta ventaja; a lo que estaba, estaba; se
contentaba con ser admitido y agasajado en la más escogida sociedad, lo mismo
que en la casa más humilde.
Gracias a este trato continuo con los altos y los bajos
había adquirido cierta soltura y equitativa independencia de maneras sociales
que le hacían semejarse en este punto a esos grandes señores de verdad que
saben ser aristocráticamente democráticos, y sin dejar de apreciar los matices
de la clase y de la educación, estimar como la primera y la más respetable la condición
humana, y, dentro de ésta, los grados de la debilidad y la desgracia.
Además, no era un adulador. Era un corruptor, pero sin
echarlo de ver él, ni los que experimentaban su disolvente influencia. Ayudaba
a olvidar; era un colaborador del tiempo. Como el tiempo por sí no es nada,
como es sólo la forma de los sucesos, un hilo, Cuervo era para el olvido de
eficacia más inmediata, pues presentaba de una vez, como un acumulador, la
fuerza olvidadiza que los años van destilando gota a gota. Don Ángel vertía a
cántaros el agua del Leteo.
Al volver de un entierro a la casa mortuoria, por la
puerta que a él se le abría parecía entrar el aire fresco de la vida, la
alegría de la Naturaleza inconsciente, el cándido egoísmo de las fuerzas
fatales. Era el primero que hacía sonreír a la viuda, al huérfano. Los padres
solían ser refractarios..., pero, al fin, sucumbían: sonreían también. Llenaba
la sala oscura y las fantasías de cosas del mundo; discretamente, con medida,
pero sin miedo ni hipocresías de rodeos, se convertía en un periódico noticiero
del día de la fecha, y tenía el instinto seguro de los acontecimientos más a
propósito para recordar la vida, la actividad, la salud, la fuerza, el
movimiento, todo lo contrario de la muerte.
También aludía a la ceremonia reciente, al entierro, a
los funerales, pero sin citar al protagonista; hablaba del coro, de lo lucido
que había estado. Y sin insistir, se refería de pasada a las buenas relaciones
de la familia. Sembrada esta primera semilla, vertido este primer chorro de
agua del olvido, Cuervo dejaba a las visitas prodigar sus consuelos vulgares, y
se metía por la casa adentro. Iba a la cocina; si allí había desorden, rastros
de la enfermedad, descuidos consiguientes a los días de apuro, él procuraba que
desapareciesen tales huellas; la cocina era para los vivos; ¡todo en su sitio!
Había que alimentar bien a la señorita o al señorito para que no sucumbiera al
dolor. Y comenzaba a sonar la maquinaria de aquella fábrica de conserva humana;
gruñía el vapor, saltaba la chispa, chisporroteaba la lumbre, chillaba el
aceite, y era el conjunto animado de tal orquesta un ergo vivamuns que
sustituía al ergo bibamus, que no sería allí oportuno, aunque viniese a decir
lo mismo.
De la cocina, don Ángel pasaba al comedor; preparaba, o
retocaba, al menos, la mesa, y hasta no tenía inconveniente en aclarar un vaso
o pasarle el rodillo a un plato, porque él quería el servicio como los caños
del agua, como la plata; y si bien no tenía nada de particular que los criados,
con la pena... de los amos, olvidasen el fregoteo, allí estaba él para suplir
faltas. Y seguía su inspección por la casa adelante, vertiendo vida por todas
partes, borrando vestigios del otro, del difunto, como desinfectando el aire
con el ácido fénico de su espíritu incorruptible, al que no podía atacar la
acción corrosiva de la idea de la muerte.
Por fin, llegaba a la jaula vacía, a la alcoba del
enemigo, porque en adelante ya lo era el difunto. Comenzaba la guerra sorda,
irreflexiva. ¡Abrir ventanas! Venga aire, fuera colchones; todo patas arriba;
aquí no ha pasado nada. Como no hubiera orden expresa en contrario, y a veces
aunque la hubiera, Cuervo transformaba el escenario de repente como el mejor
tramoyista, y a los pocos momentos nadie reconocía la habitación en que había
resonado un estertor horas antes.
No se podría decir si al que de allí había salido le
estaban bautizando en la iglesia o enterrando en el cementerio. Pero faltaba lo
principal: la escena, o serie de escenas, a solas con el que quedaba, con la
viuda, con el hijo...
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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