Sí, como quieren ciertos filósofos modernos, el hombre
es un compuesto inestable, yo a los diez y siete años era un compuesto
inestable... y sin novia. No tenía más novia que la Virgen Santísima. Alabada
sea ella de todos modos. Nunca le perdonaré a Renan lo poco que dice de María.
A los diez y siete años yo no sabía de Renan más que por una traducción de Los
Apóstoles que publicaba en el folletín un periódico republicano que con motivo
de la revolución triunfante quería arrancar a España de las garras del fanatismo,
aunque fuera descalabrando el idioma de nuestros intolerantes antepasados.
Además, ahora que me acuerdo, había visto una
traducción, mala también, de la Vida de Jesús, en la maleta de un americano muy
rico y muy bruto, que quería educar a sus hijos a la moderna, y para ello se
preparaba leyendo El Evangelio del Pueblo, del Sr. Henao y Muñoz, y llevando
consigo a todas partes el libro de Renan, aunque sin leerlo, porque no estaba
escrito en estilo cortado, como El Evangelio de Henao y los artículos de los
periódicos satíricos que también deletreaba, y él los períodos largos no los
entendía.
Tenía yo, en consecuencia, por un hombre de malas
entrañas y mal gusto, por filósofo superficial y por historiador embustero, al
insigne bretón; y eso que no sabía entonces, como supe después, que los
oradores del Ateneo de Madrid, que el tal Renan todo lo copiaba de los
Alemanes, menos la cháchara poética. No por ser tan injusto con el autor de San
Pablo era yo en aquel entonces tan mentecato como parece deducirse del
contexto. Hay que acos-tumbrarse a distinguir de facultades, porque unas se
desarrollan antes y otras después, y algunas nunca, y no por eso deja de haber
elementos dignos de aprecio en las almas de ese modo incompletas. Ni hay que
suponer que ciertos espíritus, encerrados en la letra de una fe quieta,
estancada, no puedan tener sus grandes anhelos poéticos de esperanzas
insaciables, de abnegación metafísica, de idealidad independiente, y también
los sentimientos y arranques anejos. No es lo más frecuente, pero los hay que
tienen todo eso. También es verdad que cada día hay menos, y que las almas
completamente sinceras y de cierto temple, casi todas son libres, en el sentido
de que no las sujeta ningún dogma histórico. Pero vuelvo a mis diez y siete años.
Acababa de pasar una gran fiebre nerviosa. Me encontré del lado de acá de la
adolescencia en poder de una tristeza milenaria, suavemente apocalíptica. El
mundo se había hecho viejo de repente; las cosas, todas pálidas, apenas tenían
más que la superficie; el sol no era tan claro como antes; y entre mis ojos y
las nubes, entre mis ojos y el mar lejano, aparecían enjambres de puntos, de
circulillos opacos, como una vía láctea de estrellas apagadas. Aquello era para
mí lo más doloroso y el símbolo de la ruina universal y, sobre todo, de mi
propia ruina. Mi ruina era inmensa: aquel velo de puntos que había entre mis
ojos y el mundo me decía que la hermosa vida, que ya no era hermosa, no era
para mí. Yo venía a ser un príncipe, más, un emperador del ancho mundo, a quien
habían destronado durante una enfermedad peligrosa. Como Gil Blas se levantó
del lecho sin sus doblones, yo me levanté sin mis ensueños de rapaz ambicioso y
fantaseador. Por eso no tiene nada de particular que cuando me ponía a escribir
versos los dejase siempre sin concluir, aun sin mediar; porque tanta
desesperación había en las primeras estrofas, tanto anhelo del aniquilamiento
universal, que ya no había nada más que decir en este sentido, no cabía apurar
más la gradación del desencanto, y no merecía en el mundo cosa alguna el
esfuerzo de seguir buscando consonantes no vulgares, única clase que yo
admitía; trabajillo que acaso entraba por algo en el abandono de todas mis
tentativas rítmicas. Mientras fui niño, proximus
infantiae primero y proximus pubertali después, fui absolutamente épico en
mis lecturas y épico y dramático en mis escritos y en mis aspiraciones: leía
novelas de aventuras y de pasión, historia, política, viajes y su poquito de
filosofía; poemas y versos clásicos que no entendía; hacía alarde de mi
erudición y de la imaginación siempre exaltada; contaba a mis amigos cuentos
que yo iba discurriendo según los contaba, y escribía comedias y dramas a
docenas, alguno de los cuales representábamos en teatritos caseros, en las
guardillas y desvanes.
Enfermé, y, al volver tristemente a la vida, mi alma era
ya toda lirismo. Había perdido mis comedias, olvidado mis lecturas en gran
parte, despreciándolas casi todas; y hasta la ortografía, que había aprendido
bien de chiquillo y que días antes de caer en cama noté que se desvanecía de mi
memoria, hasta la ortografía, tuve que volver a cultivarla, porque siempre
tenía presente la anécdota de:
-Orestes se escribe sin h- y me daba mucha
vergüenza el contraste de mis cavilaciones y profundidades escritas con el mal
uso de las haches y el abuso de las ges o las jotas.
Era durante el verano mi larga convalecencia, prolongada
en mis adentros, cuando ya los médicos me daban por restablecido comple-tamente.
Estaba yo en la aldea, en un valle frondoso, muy
retirado, ancho y largo, limitado por colinas suaves, de líneas graciosas
cubiertas hasta la cima de árboles copudos. No sé cómo llegó a mis manos una
edición diamante de las poesías de Leopardi, más algunos artículos que hablaban
de su vida y comentaban sus pensares y sus dolores. Por la primera vez me picó
en el alma la idea del ateo, del ateo honrado, digno de cariño, del ateo
hermano. Leopardi no creía en Dios, no volvía los ojos del alma a la
Providencia, al Padre Espiritual; y a pesar de esto, que era entonces para mí
un horror, en mi corazón, intolerante en su inocencia, nacía, como un pecado,
una lástima infinita, una dulcísimo aunque desesperada intimidad de dolores con
el solitario de Recanati.
Muchos años después he leído en Parerga y Paralipomena
de Schopenhauer, que el aburrimiento es patrimonio de las almas inferiores. No
hay que decir estas cosas tan en absoluto: hay muchas maneras de aburrimiento.
El vacío, el que consiste en la ausencia de espacio para la imaginación, es
ciertamente propio de los jugadores de tresillo; pero el aburrimiento, que fue
la décima musa del poeta de Recanati, es diferente aunque no en todo. Las dudas
o las negaciones de la voluntad no son propias de los hombres vulgares, como el
mismo Schopenhauer viene a reconocer en el mismo libro; y esas negaciones y
esas dudas, las dudas sobre todo, engendran esa otra especie de aburrimiento
dignificado por su objeto y por el dolor positivo que causa. El ateísmo de
Leopardi es de los más tristes, porque es un ateísmo de soñador, de místico sin
divinidad; es decir, lo infinito como teatro, pero sin personajes, sin drama.
Para mí el ateísmo de Leopardi fue siempre más triste, más simpático, que el de
los más grandes poetas modernos, ateos también. El ateísmo de Shelley es toda una
tesis, una filosofía batallona, hasta una especie de palingenesia. El ateísmo
de los modernos poetas indianizantes, de los amigos del nirvana, me parece
menos inmediato, menos sentido, que el de Leopardi, y, lo que más importa para
el caso, más divertido, menos doloroso. Estos orientalistas no se aburren: se
duermen, y sueñan formas hermosas, libres de la congoja metafísica. El ateísmo
de Leopardi está continuamente ligado a un espiritualismo que, una vez muerto
Dios, encuentra inerte la naturaleza, estúpida, como la llama el Sr. Feuillet
en una novela que está publicando estos días(1) (Honor de artista). Por eso la
poesía de este desgraciado genio (de Leopardi, no de Feuillet) que para mí
simboliza mejor su poesía, su carácter poético, es la canción de un pastor a la
luna en una llanura de Asia. Nunca olvidaré el día, la hora, el sitio en que
por vez primera devoraron mis ojos y tragó mi corazón aquella hiel. Aquella
mañana de setiembre, calurosa, cenicienta en el cielo, había yo tenido una
extraña crisis nerviosa: había inventado salir a la huerta, al sentarme a
almorzar, porque la casa se me venía encima; me ahogaba de tristeza, de
imposibilidad de vivir así, si el mundo seguía pareciéndome tan inútil, tan
descompuesto, tan ilógico, tan partido en moléculas sin cohesión... Me agarré a
mi madre, di gritos de angustia, de espanto, y salimos juntos a la huerta.
Paseamos un poco bajo las parras que formaban un pórtico. Ella me daba el
brazo, me consolaba con frases que, por lo mismo que no llegaban a la inteligencia
de mi desazón, de mi disparatada aprensión respecto de la realidad que me
rodeaba; por mismo que eran una afirmación del mundo normal, lógico, bueno, una
verdadera petición de principio; me confortaban, me distraían de mi alucinación
interior, de mi locura pasajera inefable. Entre el cariño y el buen sentido me
iban volviendo a la realidad verdadera, sana, consistente, continua. Pasó la
angustia que llamaré intelectual impropiamente.
Nos sentamos sobre el pretil de la muralla que daba
sobre el corral de abajo.
¡Oh, qué inolvidable aniquilamiento el que sentí un
minuto después de sentarme! Ha dicho un crítico francés de los del día que el
dolor físico es, si hablamos con sinceridad, mayor que el moral, en suma. Yo no
lo afirmo, pero en aquella ocasión el terror de lo que sentí fue entonces
superior con mucho a la angustia y a la locura de poco antes. Ello era que se
me iba la vida por la espalda. Aquello no se llamaba morirse: era irse...
escapar todo por la espalda, cayendo... cayendo, alejándome de mi madre, que,
agarrada al mundo, a la materia, de que ella era parte, se quedaba allá lejos,
des-vaneciéndose, sin comprender mi mal, inútil para mí a pesar de su cara de
compasión y de angustia.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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