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sábado, 17 de mayo de 2014

Cuesta abajo - Cap. V

-No pretendo describirme a mí propio el paisaje que se ofreció a nuestros ojos cuando, después de llegar a la vega y de subir por la pomarada que se llama el Castelete, vimos de repente, muy cerca, como quien lo tocaba con la mano, todo El Pombal que teníamos enfrente, al otro lado de aquella hondonada de maíz, que parecía el hueco de una gran ola verde. Estas memorias no son descriptivas sino allí donde a mí me conviene; y, además, de las cosas y personas que no he de pintar sino aquello que en mí haya dejado impresión y que especialmente me importe por cualquier concepto. Aquella tarde, en aquel momento en que a lo mejor podía hallarme a un paso de las señoritas a quien había que alargar la mano y saludar como un caballero, no estaba yo para contemplar cuadros de la naturaleza. Aquella misma vista general de la posesión de mi mujer miles de veces me llenó el alma y el sentido, y ahora con cerrar los ojos veo todo aquello como una cámara oscura podría verlo si tuviese conciencia de lo que refleja; pero entonces sólo noté que estaba más cerca todo aquello que yo estaba acostumbrado a ver desde la meseta de mi colina; que el castillo, que quedaba a la izquierda, en un altozano de hierba de segar muy alta, tenía las piedras comidas por el tiempo, y que la hiedra le subía por los muros como si fuera una caries. De lo que yo comparaba a un templo griego levantado en una ladera entre follaje, distinguí, como si dijéramos, las facciones, que eran las puertas, las ventanas y balcones, la solana, el terradillo y la escalera exterior de sendos tramos laterales, y un descanso y una balaustrada modesta y risueña, bordada de enredaderas; todo esto delante de una puerta al uso del país, de la aldea, es decir, de una puerta de un solo batiente, superpuesto, de modo que la parte de abajo quedaba cerrada durante el día, mientras no tenía que dejar paso. Se abría la parte superior, y parecía aquello un balcón. La casa del Pombal, toda blanca, con las maderas y hierros de verjas y balcones todo verde, estaba como empotrada en la espesura del monte que por detrás del edificio seguíase viendo, cargado de árboles cuyas copas formaban sobre el terradillo y los tejados de pizarra toldos, pabellones y hasta mosquiteros si así quiero figurarme aquella frescura gárrula y movible, que vertía la sombra como un rocío, y cantaba, pulsada por el viento, un poema de alegría con su contraste puro entre el cielo azul y las paredes blancas. Mi madre, al llegar a lo alto del Castelete, sudaba, encendido el rostro, y me sonreía como para darme ánimos.
Se detuvo, apoyó una mano en la cadera, respiró con fuerza, y con trabajo, y entre aliento y aliento, dijo:
-Ya falta poco.
Contempló la huerta, que estaba debajo de la casa, en la falda del cerro, y el jardín, que se extendía por ambos lados del edificio.
-No se ve a nadie. Estarán dentro.
Mi madre, aunque disimulaba, no las tenía todas consigo. Estimaba a la tía como una gran señora, muy buena y muy bien educada, pero... ¿y si estaba resentida? ¿Si le haría pagar tantos años de olvido con un poco de frialdad, poca que fuera? En fin, bajamos del Castelete por el otro lado de la cuesta, llegamos a las tapias de la huerta, que bordeamos, siempre subiendo, y tras nueva fatiga de mi madre, la última, nos vimos en la puerta de la quintana, pues lo era la cortijana del Pombal, aunque cerrada y con ciertos adornos y circunferencias que solía haber en las quintanas comunes de la aldea. La puerta, que era de grandes tablas de roble, estaba entreabierta, pero no nos atrevimos a entrar sin previo aviso, y mi madre buscó en vano campanas o aldabones; y entonces se aventuró a decir con voz fuerte:
-¡Deo gracias!...
-¡Guau! ¡Guau! -contestó un perro, un mastín de color canela, que nos salió al encuentro.
Retrocedimos un poco, porque yo... valga la verdad, he variado mucho de ideas y preocupaciones en materias religiosas, políticas, filosóficas, etc., pero siempre he sido constante en mi racional temor a los perros villanos, la lucha con los cuales, sobre ser casi siempre desventajosa, no puede acarrear gloria de ningún género, y sí un mordisco y hasta la rabia en perspectiva. Mi madre, que empezaba a picarse un poco, gritó:
-¡Quieto, chito, quieto! ¿No hay aquí más portero que tú?
-¡Volante! ¡Torna, Volante! ¡Silencio, majadero! -exclamó a nuestra espalda la voz de una joven que al otro lado de la calleja abría la portilla del prado próximo, de donde ella salía.
-Perdonen Vds...
-¡Emilia! ¿Vd. es Emilia? -dijo mi madre, conmovida, algo temerosa de que no se recibiese la sincera expresión de su enternecimiento como era debido.
-¿D.ª... Paz? ¿Vd... es D.ª Paz... la señora de Arroyo?
Y las dos mujeres se abrazaron y se besaron, y al separarse los rostros, estaban húmedos de lágrimas.
Cada cual lloraba sus muertos, y las dos la tristeza del tiempo perdido, del pasado, que es otro muerto de las entrañas. Emilia se volvió hacia mí, y, alargándome una mano, dijo:
-Este es Narciso.
Había llegado el momento. De la manera más desgarbada me dejé apretar los dedos por aquella mano blanca, pulida, fuerte en su delicadeza, que oprimía francamente, con una cordialidad que me dejó sorprendido.
Unos ojos verdes, con pintas de oro, se clavaron en los míos, valientes y escudriñadores, amables y provocativos, contentos de turbarme y llenos de proyectos.
Emilia Pombal tenía veinticuatro años. Era alta, muy blanca, de frente estrecha y brillante, con cejas abundantes y bien dibujadas, los ojos verdes y poderosos, llenos de pudores interiores; la nariz, fina, aguileña, pero corta; los labios, húmedos y delgados; la barba, carnosa, con un hoyuelo, provocaba a besarla más que los labios, y, con todo, iba un poco en busca de la nariz, que salía al encuentro; pero estas tendencias no eran acentuadas. Después de mirar un rato aquel rostro, parecióme su expresión ni más ni menos que el parecido lejano que toda aquella hermosura de la faz tenía con el aspecto de cualquier ave de rapiña que fuera muy bella, muy bella... pero de rapiña. El encanto de aquella mirada y de aquella blancura hacía desvanecerse a poco la primera impresión de semejanza con un volátil rapaz, a que contribuían, a más de las facciones citadas, los pómulos, un poco duros y altos y demasiado distantes uno de otro. Tenía Emilia el cuello del mejor mármol que se quiera nombrar, pero algo corto; los hombros robustos, airosos, audaces, de una expresión petulante y graciosa, pero muy anchos, así como las caderas, que, redondas y ampulosas, hacían resaltar más el primor de la cintura, todo lo esbelta y delicada que podía convenir a torso tan arrogante.

Dominaba, seducía, exaltaba los sentidos la presencia de aquella buena moza, y a mí, además, por lo tanto, me asustó y me hizo sentir así como un malestar lleno de tentadoras delicias.
Mi madre estaba radiante después de esconder su pena y secar las lágrimas. La acogida que merecíamos a la mayor de las de Pombal no podía ser más halagüeña: no había allí fingimiento, era evidente que aquella señorita estaba muy contenta con tenernos allí, muy satisfecha con la visita, y que la antigua amistad de ambas familias vivía en su recuerdo y revivía en su corazón con sencilla espontaneidad, con fuerza natural y expansiva.
Hablaba mucho, con una voz sonora, como un orador, y precipitadamente, desordenada en su discurso, pero no incorrecta. Su lenguaje era escogido, hasta delicado, sin afectación. No se comía las desinencias en ado, nunca, y, sin embargo, era su pronunciación familiar y corriente.
A mi madre le oprimía la mano de nuevo, con efusión, cuando ella tenía que callar, para que mi madre dijese algo. Preguntaba mucho y le costaba trabajo contener la lengua para aguardar la respuesta, a que a veces se adelantaba, adicionándola o equivocándose; y cuando tenía que callar, se entretenía en eso, en apretar la mano de mi madre, y en gorjeos muy bonitos que eran admiraciones, ahogadas por cortesía.
A mirarme a mí se volvía muy a menudo, y cuando las noticias de mi madre aludían a mi humilde persona, entonces se cuadraba enfrente de su humilde servidor, y me miraba de arriba abajo, y aprobaba con movimientos de cabeza, que también eran a su modo admiraciones.

 1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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