Me tendía los brazos, que a pesar de tocarme no llegaban
a mí, ¡ay!, no llegaban a la región en que yo sentía el espanto y también el
cariño que llevaba ella dentro, como un niño en una cuna olvidada. Yo volvía
atrás, volvía atrás, a la primera infancia... pero no para entrar en el seno de
mi madre: para alejarme de él, cayendo, cayendo en la nada, que me invadía.
...Volví a la vida entre besos, lágrimas y abrazos de
mi madre, más un poco de azahar, que llegó a tener para mí, a fuerza de usarlo,
algo del olor del regazo materno. Mi madre creía en el azahar como en las
oraciones.
-La oración -pensaba ella- es medicina para los
creyentes: el azahar para los nerviosos.
Siguió una reacción de alegría sin causa, como síntoma
no más halagüeño, pero como bien positivo actual muy sabroso. Las alegrías sin
causa no hay que descontarlas en la vida, porque tienen en sí mismas su razón
de ser, que es la causa más constante. Ni los pesimismos ni los ascetismos
deben echar en saco roto estos argumentos de las almas alegres quand même. ¡Oh! ¡No hay que
llevar demasiada metafísica a las pasajeras ráfagas de buen humor que orean de
tarde en tarde la prosa manida de la existencia! Según me hago viejo, me
inclino más cada día a un empirismo espiritual, a un epicurismo de buenas
costumbres, moral y suave... Decía que, pasada la crisis nerviosa, volví aquel
día al dominio de mi espíritu, alegre, vibrando, como placa sonora, con todas
las impresiones que venían de la luz, del sonido, de los olores, del contacto.
¡Horas memorables éstas de armonía interior, en que la presencia de la realidad
se convierte en una música y el alma adivina el timbre de todas las cosas y
escucha las grandiosas sinfonías de la naturaleza latente!
Para mí, sobre todo en aquella edad, fue siempre el
remate obligado de estas excitaciones la necesidad de leer versos buenos en voz
alta, a mis solas, en lugar a propósito, y acabar la lectura con ahogos de
enterne-cimiento, con lágrimas en la voz y en los ojos, refiriendo el sentido
íntimo, esencial, de lo leído a un sentimiento de caridad, de un orden o de
otro, pero de caridad vivísima, inefable. No recomiendo el procedimiento a los
pedagogos; no pido que a los niños de las escuelas o de los institutos
provinciales se les enternezca artificialmente hasta el punto que me enternecía
yo, por medio de la lectura de los grandes poetas, hasta conseguir fabricar una
buena porción de sentimientos humanitarios que sumados aseguren al Estado
grandes dosis de abnegación y sentimentalismo públicos. No, no estaría eso
bien. Sin contar con los refractarios, que no faltarían, tal vez ni conveniente
sea acaso que los muchachos lleguen a ser tan visionarios y sentimentales como
yo confieso que fui en mi adolescencia (más adelante tuve ocasión de cambiar de
conducta y llegué en mi viril endurecimiento hasta el punto de ser escritor
satírico). Un ilustre pedagogo extranjero, coetáneo, cuyo nombre siento no
recordar ahora, demuestra, o poco menos, que los niños no deben llorar, pese a
ciertas preocupaciones contrarias. Pues que no lloren. Sobre todo, si se ha de
mirar la cuestión desde el punto de vista puramente fisiológico (y así parece
que debe ser), por mí que no lloren, que no sean sentimentales. No quiero que
se me culpe de conspirador contra el mejoramiento de la especie humana.
Harto se ha insultado al pobre Rousseau con motivo de
sus sensiblerías, que, según la autorizada opinión de personajes que no han
llorado nunca, corrompió a varias generaciones con su falso sentimentalismo.
Así debe ser en adelante, es decir, no se debe provocar
el enternecimiento a no ser cuando se trate de causa mayor, de un duelo
legítimo y que tenga algo de parecido con el zollverein,
o sea la unión aduanera, esto es, cuando se trate de algo que importe a la
mitad más uno, o sea, la mayoría absoluta de los ciudadanos. Todo lo demás es
subjetivismo, afeminamiento, impresio-nabilidad excesiva y otra porción de
sustantivos más o menos clásicos.
Pero cuando yo tenía diez y siete años no veía las cosas
como ahora; así es que aquella tarde, para saciar el ansia poética que siguió a
mis ataques de nervios, busqué un autor de los que más me conmovieran, de los
que mejor me hablasen de las cosas de más adentro. Llegué a mi cuarto. Sobre la
mesa de noche se destacó, como imponiéndose a mi atención y a mi voluntad, el
volumen lindo, pequeño, que parecía un extracto de ideas y emociones, el libro
familiar de aquella temporada: Leopardi. No dudé. La acción siguió al impulso:
tomé el libro. Como con una presa, huí a lo más escondido de la huerta, a una
gruta artificial, fresca, nemorosa, hecha por nosotros mismos con laurel en un
socavón de una muralla antigua. ¿Por qué más que nunca entonces necesitaba mi
alma al poeta triste? ¿No estaba yo alegre, no creía firmemente en tales
instantes en las armonías del mundo? Por lo mismo, por la comezón irresistible
del contraste, por la curiosidad peligrosa de ponerme a prueba, quería leer
aquello. Además, disparatadamente, como si el libro no fuera cosa muerta,
constante por su misma inercia en el dolor de que hablaba, yo iba a leer con la
esperanza absurda... de influir en Leopardi aquella tarde en vez de dejarme
entristecer por él.
¡Era tanta mi alegría íntima, tan sólidos creía yo los
cimientos de mi dulce optimismo!
-A ver quién vence a quién: a ver si él me comunica,
como siempre, su congoja, o si yo infiltro en estas hojas frías el espíritu de
amor y fe que me inunda. «Consolemos al triste.» Del absurdo nunca pudo salir
nada bueno-. Por casualidad, lo primero con que tropezaron mis ojos fue con El
sábado de la aldea, que es uno de los más sublimes cantos a la esperanza, pero
a la esperanza sola, que ha inspirado a ser humano la decepción eterna. Aquella
impresión agridulce aún no enfrió mi celo de catequista. En seguida llegué, a
saltos, a la famosa poesía en que Leopardi habla del renacimiento de la
ilusión...
Meco ritorna a vivere
la piaggia, il bosco, il monte;
parla il mio core il fonte,
meco favella il mar...
la piaggia, il bosco, il monte;
parla il mio core il fonte,
meco favella il mar...
Olvidado yo de lo que sabía que venía después, medio
creí un momento en el milagro. Mi alegría, mi fe, mi amor, se comunicaban al
poeta muerto... me seguía, él amaba también y comprendía la belleza y bondad
del mundo. ¡Momento solemne aquel! ¿Por qué he olvidado yo tantas escenas
culminantes de mi vida: mi primera declaración de amor, mi primera comunión y
otras cosas por el estilo, que tanto debían importarme, y tengo grabadas en el
cerebro, como presentes, estas nimiedades de que hoy hablo, y otras así? ¡Ay!
Porque ya más que un hombre soy una entelequia de la facultad de filosofía y
letras.
El poeta decía en seguida, ¡claro!
Dalle mie vaghe immagini
so ben ch'ella discorda;
so che natura e sorda,
che miserar non sa
Dalle mie vaghe immagini
so ben ch'ella discorda;
so che natura e sorda,
che miserar non sa
Como si en el cielo azul y sonriente, allá hacia la
parte del Este, donde se aglomeraban las nubes, como recogidas, hubiera una
cortina negra envuelta en sus pliegues, y de repente esta sombra, esta
oscuridad, se corriera con chirridos de metal por todo el firmamento; así
quedé, frío, a oscuras, lejos de la luz de mi alegría, del sólido fundamento de
mi fe racional que hacía un minuto me animaba a convertir el libro a mis
ilusiones.
Aviso a la juventud incauta. (Este aviso es de una
pedagogía absoluta-mente correcta, no encierra ningún elemento malsano de
sentimentalismo, y puede verse, en otra forma, en varios autores).
Se resolvió, venciendo el empeño contrario de mi madre, que ella se
quedaría a dormir en el Pombal, y yo, después de cenar con todas ellas, me
volvería a nuestra quinta, jinete en la pacífica yegua en que hacía sus cortas
excursiones la señora tía, con un mozo de labranza por espolique.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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