Las tristes escenas y lances que precedían a la
defunción eran menos interesantes para Cuervo que los lances y escenas que
venían después. No obstante, algo había a veces, anterior a la consumación de
la desgracia, que le parecía de perlas: era lo que él llamaba la noche del
aguardiente. Con el ojo certero que todos le reconocían anunciaba siempre cuál
sería la última noche, y aquélla la pasaba él en vela en casa del paciente. Dos
condiciones exigía: que se acostasen los de la familia, y aguardiente y pitillos
a discreción. Si alguna persona muy allegada al enfermo se empeñaba en velar
también, don Ángel, o se marchaba o dividía a la gente en dos secciones, y él
se iba con los que se quedaban, por si ocurría algo, a una habitación lejana,
que cerraba por dentro.
Lo mejor era que aquella noche no velasen ni esposo, ni
padre, ni hijos, ni demás parientes cercanos. Entonces sí que gozaba de veras
don Ángel, sin malicia alguna y sin algazara, que sería monstruosa profanación;
gozaba sin darse cuenta de ello, saboreando el placer recóndito, que era el
alma, la más profunda medula de toda esta pasión invencible de nuestro hombre;
un placer de que no podía acusarse, porque lo sentía sin reconocer su
naturaleza, y consistía en saborear la vida, la salud, el aguardiente, el
tabaco, la buena conversación.
Jamás había comunicado a nadie la idea de esta
sensación, de una voluptuosidad intensa, perezosa, profundamente animal,
arraigada en la carne con garras de egoísmo; jamás tampoco los demás le habían
hablado a él de sensación parecida. Y, sin embargo, Cuervo conocía por mil
señales que todos sentían cosa semejante a lo que pasaba por él. Ello era allá,
a las altas horas de la noche; el moribundo, algo lejos; por medio, puertas y
pasillos; la habitación donde se velaba, más caliente, gracias al fuego de la
estufa o del brasero y a la transpiración de los cuerpos; el humo de los
cigarros se cortaba en la atmósfera; se hablaba en voz baja; pero algunos por
ejemplo, Cuervo, roncaban al hablar, dejaban escapar gruñidos y silbidos,
válvulas por donde se iba el aire, la fuerza de la salud rebosando en los
fornidos hombrachones. La conversación se animaba a impulsos del aguardiente,
por inspiraciones del humo. Si asomos de hipocresía cortés o piadosa había al
principio, íbanse al diablo luego; y todos, seguros de hacer una buena obra
velando, dejaban, al cabo, asomar la fresca sonrisa del egoísmo satisfecho de
la salud fortificante. Pronto se dejaban a un lado las alusiones al enfermo; se
convertía todo lo que a él se refiriese en lugar común ya insoportable; llegaba
a ser así como de mal gusto hablar de él, ni para compadecerle ni para
envidiarle si acababa pronto de padecer, etc., etc.; se hablaba de otra cosa,
de cosas de fuera, de lejos: de la vida, del sol, de la luz, de la nieve, de la
caza.
Tal vez se había comenzado por cuentos de miedo, por
chascos de fantasmas; pero pronto se pasaba a los sustos reales, a los que
daban ladrones de carne y hueso; del ladrón se iba al héroe o al vencedor; la
fuerza, el peligro frente a la fuerza, está triunfando, y la reposada narración
y descripción plasmante de los buenos bocados tras los momentos de apuro,
recuerdos suculentos, que hacían deglutir imaginarios manjares, abrían el
apetito, poniendo en movimiento otra vez el queso, el pan, el aguardiente.
Solía entrar alguna mujer, una criada, una amiga de los amos, una monja de buen
color, con ojos frescos. Cosa rara: sin pensarlo ellos, sin quererlo nadie, por
el contraste, por la hora, por el frío soñoliento del alba, por lo que fuese,
como en los viajes, como en las campañas, aquella mujer era el símbolo de todo
el sexo; sus ojos equivalían a una desnudez, pinchaban; si recataban, peor,
pinchaban más. Los contactos eran eléctricos, y cuanto más calladas,
disimuladas y rápidas estas sensaciones extrañas, inverosímiles, más íntimo el
placer, en que la reflexión no sabía o no quería pararse.
Pero el placer no necesitaba de nadie para tener
conciencia de sí misma, a su modo, y así era más feliz. Esto que sentía así,
pero sin pensarlo y menos describirlo, don Ángel Cuervo, creía él que era ley
natural en igualdad de circunstancias. Sólo exceptuaba al enfermo y a los que
tenían sangre de su sangre, o por amor, raro en el mundo, le amaban de veras,
por su sangre también. En los tales notaba Cuervo signos de impresiones un poco
extrañas, pero de otra índole, egoístas también, de otro modo. A los nerviosos
los veía huir del dolor, sin conocer la huida, como recluta que recibe el
bautismo de fuego y, sin pensarlo, dobla la cabeza al silbar de las balas...
Oía a veces carcajadas inoportunas, que no tomaba a mal porque nada malo
revelaban, sino juegos extravagantes de nuestro misterioso organismo... Pero en
éstas y otras honduras no le agradaba entrar; él era de los de fuera, y así
como prefería el trato de un cadáver ya en el féretro, al trato del moribundo,
también escogía, a poder, la compañía de los amigos y parientes lejanos. Los
del dolor físico, los que se separaban a la fuerza del muerto, eran pedazos de
las entrañas arrancados recientemente del difunto; padres, hijos, esposos,
llevaban todavía en el cuerpo señales de la fractura, parecían cachos del otro,
daban tristeza; no, no era ésta todavía ocasión de estar a su lado, tranquilo.
Más adelante..., lo más pronto, al volver del entierro;
entonces ya les encontraba otro aspecto; ya empezaban a vivir por sí mismos.
Antes no; eran pedazos animados del difunto. Después, a la vuelta, la viuda ya
se había recogido el pelo, se había echado un pañuelo sobre los hombros; el
hijo se había puesto una levita. Y la levita y el chal, por esta parte, y las
paletadas de cal y tierra, por la parte del muerto, los iba separando,
separando...
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