-¡Cucú!
-¡Once! -exclamó con voz solemne
Adambis; y mientras el reloj repetía -¡Cucú!
En vez de decir:
-¡Doce! Judas calló y oprimió el
botón negro.
Los comisionados permanecieron
inmóviles en su respectivo asiento. El doctor y su esposa se miraron: pálido él
y serio; ella, pálida también, pero sonriente.
-Te confieso -dijo Evelina- que al
llegar el momento terrible, temía que me jugaras una mala pasada. Y apretó la
mano de su marido, que tenía cogida por debajo de la mesa.
-¡Ya estamos solos en el mundo!
-exclamó el doctor con voz de bajo profundo, ensimismado.
-¿Crees tú que no habrá quedado
nadie más?...
-Absolutamente nadie.
Evelina se acercó a su marido.
Aquella soledad del mundo le daba miedo.
-De modo que, por lo pronto, todos
esos señores...
-Cadáveres. Ven, acércate.
-¡No, gracias!
El doctor descendió de su trono y
se acercó a los bancos de los comisionados. Ninguno se había movido. Todos
estaban perfecta-mente muertos.
-Los más de ellos dan señales de
haber sucumbido antes de la descarga, de puro miedo. Lo mismo habrá pasado a
muchos en el resto del mundo.
-¡Qué horror! -gritó Evelina, que
se había asomado a un balcón, del que se retiró corriendo. Adambis miró a la
calle, y en la gran plaza que rodeaba el palacio, vio un espectáculo tremendo,
con el que no había contado, y que era, sin embargo, naturalísimo.
La multitud, cerca de 500.000 seres
humanos que llenaba el círculo grandioso de la plaza, formando una masa
compacta, apretada, de carne, no eran ya más que un inmenso montón de cadáveres,
casi todos en pie. Un millón de ojos abiertos, inmóviles, se fijaban con
expresión de espanto en el balcón, cuyos balaustres oprimía el doctor con dedos
crispados. Casi todas las bocas estaban abiertas también. Sólo habían caído a
tierra los de las últimas filas, en las bocacalles; sobre estos se inclinaban
otros que habían penetrado algo más en aquel mar de hombres, y más adentro ya
no había sino cadáveres tiesos, en pie, como cosidos unos a otros; muchos
estaban todavía de puntillas, con las manos apoyadas en los hombros del que
tenían delante. Ni un claro había en toda la plaza. Todo era una masa de carne
muerta.
Balcones, ventanas, buhardillas y
tejados, estaban cuajados de cadáveres también, y en las ramas de algunos
árboles, y sobre los pedestales de las estatuas yacían pilluelos muertos,
supinos, o de bruces, o colgados. El doctor sentía terribles remordimientos.
-¡Había asesinado a toda la humanidad!-. Dígase en su descargo -él había obrado
de buena fe al proponer el suicidio universal.
¡Pero su mujer!... Evelina le tenía
en un puño.
Era la hermosa rubia de la minoría
en aquello del suicidio; no tanto por horror a la muerte, como por llevarle la
contraria a su marido.
Cuando vio que lo de morir todos
iba de veras, tuvo una encerrona con su caro esposo; a la hora de acostarse, y
en paños menores, con el pelo suelto, le puso las peras a cuarto; y unas veces
llorando, otras riendo, ya altiva, ya humilde, ora sarcástica, ora patética,
apuró los recursos de su influencia para obligar a su Judas, si no a volverse
atrás de lo prometido, a cometer la felonía de hacer una excepción en aquella
matanza.
-¿No tienes medio de salvarnos a ti
y a mí?...
El doctor, aunque lo negó al
principio, tuvo que confesar al fin que sí; que podían salvarse ellos, pero
sólo ellos.
Evelina no tenía amantes; se
conformó con salvarse sola, pues su marido no era nadie para ella.
Adambis, que era celoso, casi sin
motivo, pues su mujer no pasaba nunca de ciertas coqueterías sin consecuencia,
experimentó gran consuelo al pensar que se iba a quedar solo con Evelina en el
mundo.
Merced a ciertos menjurjes, el
doctor se aisló de la corriente mortífera; mas, para probar la fe de Evelina,
no quiso untarla a ella con el salvador ingrediente, y la obligó a confiar en
su palabra de honor. Llegado el momento terrible, Adambis, mediante el simple
contacto de las manos, comunicó a su esposa la virtud de librarse de la
conmoción mortal que debía acabar con el género humano.
Evelina estaba satisfecha de su
marido. Pero aquello de quedarse a solas en el mundo con él, era muy aburrido.
-¿Y cómo vamos a salir de aquí?
Imposible atravesar esa plaza; esa
muralla de carne humana nos lo impedirá...
El doctor sonrió. Sacó del bolsillo
del chaleco un pedacito de tela muy sutil; lo estiro entre los dedos, lo dobló
varias veces y lo desdobló, como quien hace una pajarita de papel; resultó un
poliedro regular; por un agujero que tenía la tela sopló varias veces; después
de meterse una pastilla en la boca, el poliedro fue hinchándose, se convirtió
en esfera y llegó a tener un diámetro de dos metros; era un globo de bolsillo,
mueble muy común en aquel tiempo.
-¡Ah! -dijo Evelina- has sido
previsor, te has traído el globo. Pues volemos, y vamos lejos; porque el
espectáculo de tantos muertos, entre los que habrá muchos conocidos, no me
divierte. La pareja entró en el globo, que tenía por dentro todo lo necesario
para la dirección del aparato y para la comodidad de dos o tres viajeros.
Y volaron.
Se remontaron mucho.
Huían, sin decirse nada, de la
tierra en que habían nacido.
Sabía Adambis qué donde quiera que
posase el vuelo, encontraría un cementerio. ¡Toda la humanidad muerta, y por
obra suya!
Evelina, en cuanto calculó que
estarían ya lejos de su país, opinó que debían descender. Su repugnancia, que
no llegaba a remor-dimiento, se limitaba al espectáculo de la muerte en tierra
conocida... «Ver cadáveres extranjeros
no la espantaría». Pero el doctor no sentía así. Después de su gran crimen
(pues aquello había sido un crimen), ya sólo encontraba tolerable el aire; la
tierra no. Flotar entre nubes por el diáfano cielo azul... menos mal; pero
tocar en el suelo, ver el mundo sin hombres... eso no; no se atrevía a tanto.
«¡Todos muertos! ¡qué horror!». Cuantas más horas pasaban, más aumentaba el
miedo de Adambis a la tierra.
Evelina, asomada a una ventanilla
del globo, iba ya distraída contemplando el paisaje.
El fresco la animaba; un vientecillo sutil, que jugaba con los rizos de su
frente, la hacía cosquillas. «No se estaba mal allí».
Pero de repente se acordó de algo. Volviose
al doctor, y dijo:
-Chico, tengo hambre.
El doctor, sin decir palabra, tomó
del bolsillo del frac una especie de petaca, y de esta sacó un rollo que
semejaba un cigarro puro. Era una quinta esencia alimenticia, invención del
doctor mismo. Con aquel cigarro-comestible
se podía pasar perfectamente dos o tres días sin más alimento.
-No; quiero comer de veras. Vuestra
comida química me apesta, ya lo sabes. Yo no como por sustentar el cuerpo;
como, por comer, por gusto; el hambre que yo tengo no se quita con alimentarse,
sino satisfaciendo el paladar; ya me entiendes, quiero comer bien. Descendamos
a la tierra; en cualquier parte encontraremos provisiones; todo el mundo es
nuestro. Ahora se me antoja ir a comer el almuerzo o la cena que tuvieran
preparados el Emperador y la
Emperatriz de Patagonia; ¡ea, guía hacia la Patagonia ; anda, y a
escape, a toda máquina!...
Adambis, pálido de emoción, con voz
temblorosa; a la que en vano procuraba dar tonos de energía, se atrevió a
decir:
-Evelina; ya sabes... que siempre
he sido esclavo voluntario de tus caprichos... pero en esta ocasión...
perdóname si no puedo complacerte. Primero me arrojaré de cabeza desde este
globo, que descender a la tierra... a robarle la comida a cualquiera de mis
víctimas. Asesino fui; pero no seré ladrón.
-¡Imbécil! Todo lo que hay en la
tierra es tuyo; tú serás el primer ocupante...
-Evelina, pide otra cosa. Yo no
bajo.
-Y entonces... ¿nos vamos a morir
aquí de hambre?
-Aquí tienes mis cigarros de
alimento.
-Pero ¿y en concluyéndolos?
-Con un poco de agua y de aire, y
de dos o tres cuerpos simples, que yo buscaré en lo más alto de algunas
montañas poco habitadas, tendré lo suficiente para componer sustancia de la que
hay en estos extractos.
-Pero eso es muy soso.
-Pero basta para no morirse.
-¿Y vamos a estar siempre en el
aire?
-No sé hasta cuándo. Yo no bajo.
-¿De modo que yo no voy a ver el
mundo entero? ¿No voy a apoderarme de todos los tesoros, de todos los museos,
de todas las joyas, de todos los tronos de los grandes de la tierra? ¿De modo
que en vano soy la mujer del Dictador in
articulo mortis de la humanidad? ¿De modo que me has convertido en
una pajarita... después de ofrecerme el imperio del mundo?...
-Yo no bajo.
-¿Pero, por qué? ¡imbécil!
-Porque tengo miedo.
-¿A quién?
-A mi conciencia.
-¿Pero hay conciencia?
-Por lo visto.
-¿No estaba demostrado que la
conciencia es una aprensión de la materia orgánica en cierto estado de
desarrollo?
-Sí estaba.
-¿Y entonces?...
-Pero hay conciencia.
-¿Y qué te dice tu conciencia?
-Me habla de Dios.
-¡De Dios! ¿De qué Dios?
-¡Qué sé yo! de Dios.
-Estás incapaz, hijo. No hay quien
te entienda. Explícate. ¿No te burlabas tú de mí porque predicaba, porque iba a misa, y me
confesaba a veces? Yo era y soy católica, como casi todas las señoras del mundo
habían llegado a serlo. Pero eso no me impedía reconocer que tú, como casi
todos los hombres del mundo, tendrías tus razones para ser ateo y racionalista,
y recordarás que nunca te armé ningún caramillo por motivos religiosos.
-Es cierto.
-Pero, ahora, cuando menos falta
hace, te vienes tú con la conciencia... y con Dios... Y a buena hora, cuando ya
no hay quien te absuelva, porque las mujeres no podemos meternos en eso. Eres
tonto, Judas, siempre lo he dicho, eres un sabio muy tonto.
-Pues yo no bajo.
-Pues yo no fumo. Yo no me alimento
con esas porquerías que tú fabricas. Todo eso debe de ser veneno a la larga. A
lo menos, hombre, descendamos donde no haya gente... en alguna región donde
haya buena fruta... espontánea, ¡qué sé yo! tú, que lo sabes todo, sabrás dónde
hay de eso: Guía.
-¿Te contentarías con eso... con
buena fruta?
-Por ahora... sí, puede.
Adambis se quedó pensativo. Él
recordaba que entre los modernísimos comentaristas de la Biblia ,
tanto católicos como protestantes, se había tratado, con gran erudición y copia
de datos, la cuestión geográfico-teológica del lugar que ocuparía en la tierra
el Paraíso.
Él, Adambis, que no creía en el
Paraíso, había seguido la discusión por curiosidad de arqueólogo, y hasta había
tomado partido, a reserva de pensar que el Paraíso no podía estar en ninguna
parte, porque no lo había habido. Pero era lo cierto que, hipotéticamente,
suponiendo fidedignos los datos del Génesis, y concordándolos con modernos
descubrimientos hechos en Asia, resultaba que tenían razón los que colocaban el
Jardín de Adán en tal paraje, y no los que le ponían en tal otro sitio. La
conclusión de Adambis era: que «si el Paraíso hubiera existido, sin duda
hubiera estado donde decían los doctores A. y B., y no donde aseguraban los PP.
X. y Z.
De esta famosa disensión y de sus
opiniones acerca de ella, le hicieron acordarse las palabras de su mujer.
-«¡Sila Biblia
tuviera razón! ¿Si todo eso hubiera sido verdad?». ¡Quién sabe! Por si acaso,
busquemos.
-«¡Si
Y después de pensar así, dijo en
voz alta:
-Ea, Evelina, voy a darte gusto.
Voy a buscar eso que pides: una región no habitada que produce espontáneos
frutos y frutas de lo más delicado.
Y seguía pensado el doctor: Dado
que el Paraíso exista y que yo dé con él, ¿será lo que fue?
¿Seguirá Dios haciéndole producir
tan sabrosos frutos? ¿No se habrá estropeado algo con las aguas del diluvio? Lo
que es indudable, si la Biblia
dice bien, es que allí no ha vuelto a poner su planta ser humano. Esos mismos
sabios que han discutido dónde estaba el Paraíso no han tenido la ocurrencia de
precisar el lugar, de ir allá, buscarlo, como yo voy a hacer.
Ellos decían: debió de estar hacia
tal parte, cerca de tal otra; pero no fueron a buscarle. Tal vez yo lo
encuentre. Y bajando en globo, aunque los ángeles sigan a la puerta con espadas
de fuego, no me impedirán la entrada.
¡Oh, sí, busquemos el Paraíso!
Paraíso para mí, porque será el único lugar de la tierra desierto: es decir,
que no sea un cementerio; único lugar donde no encontraré el espectáculo
horrendo de la humanidad muerta e insepulta.
Abreviemos. Buscando, buscando,
desde el aire con un buen anteojo, comparando sus investigaciones con sus
recuerdos de la famosa discusión teológico-geográfica, Adambis llegó a una
región del Asia Central, donde, o mucho se engañaba, o estaba lo que buscaba.
Lo primero que sintió fue una satisfacción del amor propio... La teoría de los suyos era la cierta... El Paraíso
existía y estaba allí, donde él creía. Lo raro era que existiese el Paraíso.
El amor propio por este lado salía
derrotado.
Y todavía quería defenderse
gritándole a Judas en la cabeza:
-¡Mira, no sea que te equivoques!
No sea eso una gran huerta de algún mandarín chino o de un Bajá de siete
colas...
El paisaje era delicioso; la
frondosidad, como no la había visto jamás Adambis. Cuando él dudaba así, de
repente Evelina, que también observaba con unos anteojos de teatro, gritó:
-¡Ah, Judas, Judas! por aquel prado
se pasea un señor... muy alto, sí, parece alto... de bata blanca... con muchas
barbas, blancas también...
-¡Cáscaras! -exclamó el doctor, que
sintió un escalofrío mortal.
Y dirigiendo su catalejo hacia la
parte a que apuntaba Evelina, dijo con voz de espanto:
-No hay duda... es él. ¡Él, mejor
dicho!
-Pero ¿quién?
-¡Yova Elhoim! ¡Jehová! ¡El Señor
Dios! ¡El Dios de nuestros mayores!...
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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