Antón el Bobo y Cuervo se habían conocido en un
entierro, al borde de una sepultura. El duelo, aunque se despedía en el
cementerio, según rezaban las esquelas, se había quedado atrás, muy atrás, por
no atreverse con el lodo de la carretera; y como en Laguna no iban coches a los
entierros, sólo los valientes, los verdaderos aficionados, habían osado llegar
a la lejana necrópolis, como llamaba el diputado, eléctrico al camposanto.
Los curas, que se despedían siempre del difunto en la
casilla del resguardo, habían vuelto la espalda al que dejaban entregado a la
Justicia ultratelúrica; y el carro fúnebre, con la gente de servicio y un
criado del difunto, había emprendido, cuesta arriba, el fin de la jornada.
Antón el Bobo se detuvo para doblar los pantalones, que
no quería manchar de barro, y al levantar, sonriendo, la cabeza, vio que un
señor que parecía clérigo vestido de paisano le imitaba y sonreía también.
Y los dos, sin hablarse todavía, con los pantalones
remangados, siguieron al muerto. Poco después, cuando el capellán del
cementerio rezaba las últimas oraciones al que había bajado al hoyo, atado con
sogas de esparto, Cuervo y Antón volvieron a reunirse, sonriendo otra vez los
dos al decir amén a los latines del clérigo. Y al mismo tiempo, Cuervo y Antón
se inclinaron hacia la tierra para coger terrones amarillentos y pegajosos, que
besaron y solemnemente dejaron caer sobre la tapa del féretro.
-Retumba, ¿eh? -dijo Antón el Bobo, acercándose
familiarmente a Cuervo, riéndose francamente y tocando en el hombro a nuestro
protagonista.
-Sí, retumba -contestó Cuervo, que acogió con simpatía
la familiaridad y la observación de aquel desconocido.
El Bobo repitió la experiencia: arrojó otro pedazo de
tierra húmeda y pegajosa sobre la caja, y volvió a decir:
-¡Retumba!
Salieron juntos del cementerio, y cuesta abajo, camino
de Laguna, se hicieron amigos.
Les parecía imposible no haberse encontrado antes.
Recordaban entierros famosos a que los dos habían asistido. Y nunca se habían
visto. Tenían los mismos conocimientos en la sociedad de curas y sacristanes,
enterradores y demás personal de la administración de la muerte.
El tonto discurría perfectamente en materia de servicios
fúnebres. Cuervo apoyaba con sinceridad todas sus afirmaciones. «Sin duda,
hablaba de memoria; repetía lo que había oído.» Ello era que en la absoluta
indiferencia con que Antón miraba el doloroso aparato de la muerte y en el
placer con que saboreaba los elementos pintorescos y dramáticos de los
entierros, Cuervo veía un espejo de sus aficiones, ideas y sentimientos.
Era Antón un mozo de treinta años, pálido, afeitado,
como Cuervo; de ojos apagados, y llevaba el hongo negro, flexible, metido hasta
las orejas; sobre los hombros encorvados había siempre colgada una esclavina
azul muy larga con broches de metal blanco. Supo don Ángel que su amigo vivía
de sus rentas, que le administraba un tío curador, y que todo el tiempo hábil
lo invertía en contemplar ceremonias religiosas, prefiriendo siempre las de
carácter fúnebre.
Desde aquel día, casi todos se dieron cita para el
entierro de mañana. Antón, más desocupado, era el que solía avisar dónde había
difunto. La delicia de ambos era un buen funeral en la aldea.
-Don Ángel -decía Antón, acercándose a su compañero con
misterio-, mañana, uno de primera en Regatos; ¿voy a buscarle?
-Bien, ¿a qué hora?
-A las cinco; hay legua y media...
-Corriente; llevaré liga.
Y poco después del alba, al día siguiente, salían al
campo, por trochas y senderos, pisando la hierba mojada, alegres como los
pájaros que cantaban en los árboles, y como las flores que, al tropezar con
ellas, sacudían las faldas de la levita de Cuervo y la eterna esclavina de
Antón. Como tenían tiempo de sobra, no iban derechos a Regatos, sino dando los
rodeos que determinaban los azares de la caza con liga, una de las aficiones
secundarias de don Ángel. Por hacer algo, iban preparando varas; las dejaban
sobre los setos, entre las ramas de los árboles, y se retiraban a esperar el
resultado de sus asechanzas; si los pájaros tardaban en caer..., mejor para ellos.
Cuervo y Antón seguían adelante. Lo primero era lo primero. Los dos mostraban
impaciencia, y abandonaban las varas a la suerte. El caso era llegar al
entierro.
Siempre eran bien recibidos; casi siempre esperados.
Cuervo veía en la sencillez de las costumbres aldeanas
una franqueza y sinceridad muy conformes con su manera de entender las cosas
relativas a la muerte. Por de pronto, el aspecto de la casa mortuoria era muy
semejante al que la misma podía ofrecer el día de fiesta de la parroquia, si el
amo era factor, o esperaba convidados de categoría.
En la cocina, en quintana, en el huerto, señales alegres
del próximo festín; mucho hervor de pucheros, la gran olla en medio del hogar,
como dirigiendo el concierto de bajos profundos de los respetables cacharros,
cuyas tapas palpitaban a la lumbre; la cocinera de encargo, la especialista,
Pepa la Tuerta, del color de un tizón arrogante, malhumorada, sin contestar a
los saludos, activa y enérgica, dirigiendo a los improvisados marmitones y a la
maritornes de por vida; postrimeros ayes de algún volátil, víctima
propiciatoria, que habría de estar guisado a la hora de la cena; espectáculo
suculento, aunque trágico, de patos y gallinas sumidos en crueles calderos,
asomando picos y patas, como en son de protesta, entre las llamas, o bien
dignos, solemnes, en su silencio de muerte, atravesados por instrumentos que
recuerdan la tiranía romana y la Inquisición; supinos sobre aparatos de hierro
que son símbolos del martirio, capones y perdices más tostados que otra cosa, que
parecen testigos de una fe que los hombres somos incapaces de explicarnos; allá
fuera restos de la res descuartizada; las pieles de los conejos, el testuz del
carnero, las escamas de los pescados, las plumas de las aves, las conchas de
los mariscos, los desperdicios, de las legumbres; y por todas partes, buen
olor, un ruido de cucharas y vajillas que es una esperanza del estómago;
cristal que se lava, plata que se friega, platos que se limpian..., ¡y todo por
el muerto! Por el muerto, en quien no piensa nadie sino como en una
abstracción, como se piensa en el santo el día de la fiesta.
Verdad es que allá dentro lloran. Son las mujeres.
-¡Ay mío Pachu del alma!... ¿Por qué me dexaste, Pachín
del corazón?...
«Bueno, bueno; no hay que hacer caso», piensa Cuervo.
Así es la aldea; mucho estrépito. También gritan cuando están en la llosa
arrendando, y corren el cabritu, con una alegría que, en el fondo, no tienen.
Esto es como el ijujú de las romerías; ni aquello es tanto placer como parece
ni estos lamentos, que atruenan el espacio, son tanto dolor como quieren
indicar. Restos de costumbres paganas; ya no se usan las plañideras, y hacen
sus veces las mujeres de la familia. No hay que hacer caso.
-¡A la sala, Antón, a la sala! Allí están los señores
curas.
¡Cómo respeta y admira Antón al clero parroquial! Casi
tanto como a los señores del Cabildo.
Cuervo es acogido por los párrocos y coadjutores,
capellanes sueltos y sacristanes como un compañero; Antón, como un sainete muy
oportuno.
Blancas sobrepellices, manzanas en las mejillas,
dentaduras formidables, risas homéricas, salud, espontaneidad, un hermoso
egoísmo sin disfraz, comunicativo, simpático a los demás egoísmos.
-¡Vaya! ¡Vaya! El señor Cuervo. ¡Tome una copiquina!
-grita Sabades (cada cura se llama como su parroquia).
Y allí va el jerez al gaznate.
Se pregunta mucho por la salud de todos y por la
prosperidad y trances de la fortuna.
-No se siente junto a la puerta, que viene sudando.
«¡Valiente pedantón y majadero y framasón sería -piensa
Cuervo- el que censurase a estos benditos varones porque ríen, y beben, y están
contentos cuando van a cantarle el gori gori a un difunto! ¿Y qué? ¿Cuándo
pueden ellos verse en otra?... La mayor parte del año viven aislados en su
parroquia, sin ver una persona decente durante semanas, llenos de trabajos,
asistiendo a los moribundos de noche, haya nieve, hielo, ladrones y fieras, o
no; a leguas y leguas de distancia... ¿Por que no han de alegrarse, cómo no han
de alegrarse cuando se muere un Pachu, de éstos, que deja mandado un entierro
de verdad, como una boda? Van a comer bien, como no suelen; van a tener
conversación de amigos y compañeros, que casi siempre les falta; van a echar un
tresillejo, que constituye sus delicias; van a cobrar una buena pitanza, que
les viene de perlas, ¿y han de estar tristes? ¡Porque se ha muerto uno! ¿Pues
no se han de morir todos? Usted, señor framasón, que censura, ¿no lee todos los
días en los periódicos noticias de grandes desgracias, de horrendas
catástrofes? ¿Y cómo se queda usted? ¡Tan fresco! Ayer, que el río Colorado, en
China, se llevó de calle más de cien pueblos con millares de millares de
chinitos. ¿Y qué? Usted,framasón, al teatro. Hoy estalló el gas de una mina y
ahogó a quinientos trabajadores que dejan quinientos mil huérfanos, ¿y qué?
Usted, a paseo. Y porque esos millones de muertos estén lejos, no se vean,
¿dejarán de ser prójimos?... ¿Sabe usted, señor ateo, por qué estos señores
curas no sienten ya el olor a difunto? Porque su sagrado ministerio les obliga
a vivir siempre pegados a la muerte; demasiado saben ellos que morir no es un
arco de iglesia, y, además, no hay dolor que resista al uso, no hay pena que no
se desgaste, como se gasta el placer. ¡Hipócritas! ¡Fariseos! Nosotros, los que
manoseamos la muerte, los que enterramos vuestros difuntos, hacemos algo útil,
sin sentirlo; y vosotros, que sentís tanto, no hacéis nada de provecho. Los
muertos quedarían insepultos, y habría pestes sin fin, y se acabaría el mundo
si todos fuésemos sensitivos como vosotros. Vade retro! Venga otra copa, señor
arcipreste.»
Y al cementerio. Delante, la cruz y los ciriales;
detrás, la caja, y luego, en dos filas, el coro de la muerte, el coro trágico,
que calla a ratos, mientras habla el misterio de ultratumba allí dentro, en la
caja, sin que lo oigan los delcoro; como en el palacio de Agamenón, mientras
Orestes asesina a Egisto, no se oye nada... Y vuelve el coro a cantar, a cantar
los terrores de la muerte; terrores de que no habla la letra, a que nadie
atiende, pero de que hablan las voces cavernosas, el canto llano, el aparato
fúnebre.
Y dicen los amigos de Cuervo:
Benedictus Dominus Deus Israel, quia visitavit et fecit
redemptionem plebis suae.
Et erexit cornu salutis nobis in domo David, pueri sui.
Sicut locutus est per os Sanctorum...
Y en tanto, los pájaros en los setos de la calleja y en
los árboles de la huerta, trinan, gorjean, silban y pían; las nubes corren
silenciosas, solemnes, por el azul del cielo; la brisa cuchichea y retoza con
las mismísimas ropas talares del acompañamiento de la muerte; y Antón y Cuervo,
en el colmo de un deliquio, oyen como extáticos, como en sueños, el runrún del
Benedictus, los sonidos dulces y misteriosos de la Naturaleza, que, como ellos,
ve pasar la muerte, sin comprenderla, sin profanarla, sin insultarla, sin
temerla, como albergándola en su seno, y haciéndola desaparecer cual una hoja
seca en un torrente, entre las olas de vida que derrama el sol, que esparce el
viento y de que se empapa la tierra.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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