La viuda joven y de buen ver era el caso que Cuervo
prefería para ir presentando la guerra al muerto. Sin pesimismo de ningún
género, sin filosofía misantrópica, don Ángel veía en los ojos llenos de
lágrimas una hipocresía inocente. Entraba, desde luego, en el terreno de las
confidencias y daba por sabido que el dolor tiene sus límites, y que, no siendo
hacedero moralmente acompañar al difunto, pues el suicidio está prohibido, no
había más remedio que seguir viviendo; y ya de vivir, ¡qué caramba!, debía ser
de la mejor manera posible. «Tome usted este espejo.» «Hay que arreglar ese
peinado.» «¡Qué tristeza! ¡Quedar tan joven en el mundo sin compañero que ayude
a llevar la carga de la vida!» «Pero el tiempo es largo.» Y todo lo que hacía
Cuervo era una especie de seducción que ayudaba, con rodeos y disimulos,
eufemismos y elipsis, a seguir las tendencias del egoísmo que busca el placer,
que huye del dolor por instinto, y que en la vecindad de la muerte siente con
nueva fuerza, picante, irresistible, el ansia de querer vivir a toda costa y
siempre. Vivir para gozar. Cuervo se daba arte para irritar en la viuda el
sentido íntimo de la salud, del bienestar que busca expansión; las esperanzas
lejanas, que se ofrecían por diabólica influencia a la imaginación de la enlutada,
Cuervo las adivinaba y las traía a la actividad para darles fuerza plasmante,
despojándolas de todo aspecto de remordimiento. No lograba tales resultados con
discursos, con disertaciones, sino con frases hechas, tomadas de la que suele
llamarse sabiduría popular; y, sobre todo, con hechos, con asociaciones de
imágenes y de citas que llevaban, como por una pendiente irremediable, al amor
de la vida y al olvido de la muerte.
Su convicción instintiva, fuerte, aunque sin
reflexionarlo, la iba comunicando Cuervo, sin darse cuenta de ello, a la mujer
hermosa, robusta, que quedaba en el mundo sola y libre. En adelante, Cuervo, a
pesar de su aspecto poco pulcro, casi fúnebre, representaba la vida, el placer
futuro, la efectividad de la dicha saboreada poco a poco, con deleite. Se
establecía un pacto tácito; don Ángel venía a ser la Celestina de estas
relaciones ilícitas entre la viuda y la infidelidad futura; el amor repuesto,
la voluptuosidad aplazada.
Los hijos que heredaban algo eran, otro caso que agradaba
también a Cuervo. Pero aquí se luchaba menos; se iba con más franqueza a la
seriedad del negocio, a la importancia de la vida llena de faenas, de actividad
interesada; y sin escrúpulos y paráfrasis, se iba dejando en la sombra lo que
estaba destinado al olvido. Para Cuervo debía considerarse que el alma del
difunto, por una rara manera de avatar, pasaba a la herencia; hablar del
testamento, ¿no era hablar del muerto? El espíritu, al vaporarse, se
incorporaba a los bienes de la sucesión, como su perfume. Pensaba Cuervo: si la
ley se hubiera andado con sentimentalismos, no tendríamos una tan rica y
variada legislación relativa a las sucesiones testadas y abintestato. El
derecho, la justicia, se quedan con los vivos; para ellos hablan. La vida es
todo, por eso se atiende a ella en los Códigos; la muerte no es nada, no es más
que una aprensión de los vivos. Estar muerto no es estar, es no estar... vivo.
Y esta filosofía espontánea llevaba a don Ángel a los testamentos y a los
codicilos como a un teatro. Legados, particiones, curatelas..., mejoras
legítimas..., todo esto era un emporio de vida, de animación, de interés, de
pasiones que brotaban, por enjambres, de la muerte.
No sólo de los humores de cuerpo que cubría la tierra
brotaban flores y frutos; también habíafrutos civiles, que brotaban del simple
fallecimiento... Primero el entierro, las pitanzas, los derechos de la
parroquia, los funerales, la música...; después, los derechos de la Hacienda
por transmisión de dominio, la liquidación, las hijuelas, el notario,
probablemente la curia, los peritos... ¡Todo un mundo bullicioso, interesado,
ardiente en la lucha, surgiendo de aquel hecho puramente negativo: la muerte!
La muerte no era nada; pero la vida, al atribuirle una
forma, la poetizaba, y esta poesía de la estética de la muerte, que él no
llamaba así, por supuesto, era lo que mejor comprendía y sentía Cuervo, el
cual, si al manejar con esmero los cuerpos moribundos, y al asistir a la visita
de duelo y consolar a los que quedaban, trabajaba por los demás y cumplía con
las hipocresías sociales, lo que es al seguir al cadáver al cementerio, al
presenciar los funerales, vivía para sí, satisfacía, ya tranquila la
conciencia, los propios apetitos, su pasión inconsciente del contraste de la
muerte ajena y de la salud propia. En tales deliquios tenía su confidente:
Antón el Bobo.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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