Él lo niega en absoluto; pero no por eso es
menos cierto. Sí, por los años de 1840 a 50 hizo versos, imitó a Zorrilla como un condenado y puso
mano a la obra temeraria (llevada a término feliz más tarde por un señor
Albornoz) de continuar y dar finiquito a El diablo Mundo, de
Espronceda.
Pero nada de esto deben saber los hijos de
Pastrana y Rodríguez, que es nuestro héroe. Fue poeta, es verdad; pero el mundo
no lo sabe, no debe saberlo.
A los diecisiete años comienza en realidad
su gloriosa carrera este favorito de la suerte en su aspecto administrativo. En
esa edad de las ilusiones le nombraron escribiente temporero en el Ayuntamiento
de su valle natal, como dice La Correspondencia cuando
habla de los poetas y del
lugar de su nacimiento.
Lo vocación de Pastrana se reveló entonces como una profecía.
El primer trabajo serio que llevó a glorioso
remate aquel funcionario público fue la redacción de un oficio en que el
alcalde Villaconducho pedía al gobernador de la provincia una pareja de la Guardia Civil para
ayudarle a hacer las elecciones. El oficio de Pastrana anduvo en manos y en
lenguas de todos los notables del
lugar. El maestro de escuela nada tuvo que oponer a la gallarda letra
bastardilla que ostentaba el documento; el boticario fue quien se atrevió a
sostener que la filosofía gramatical exigía que ayer se escribiera con h, pues
con h se escribe hoy; pero Pastrana le derrotó, advirtiendo
que, según esa filosofía, también debiera escribirse mañana con h.
El boticario no volvió a levantar cabeza, y
Perico Pastrana no tardó un año en ser nombrado secretario del Ayuntamiento con
sueldo. Con tan plausible motivo se hizo una levita negra; pero se la hizo en
la capital. El señor Pespunte, sastre de la localidad y alguacil de la Alcaldía , no se dio por
ofendido; comprendió que la levita del señor secretario era una prenda que
estaba muy por encima de sus tijeras. Cuando en la fiesta del Sacramento vio
Pespunte a Pedro Pastrana lucir la rutilante levita cerca del señor alcalde, que llevaba el farol, es
verdad, pero no llevaba la levita, exclamó con tono profético:
-¡Ese muchacho subirá mucho! y señalaba a
las nubes.
Pastrana pensaba lo mismo; pero su
pensamiento iba mucho más allá de lo que podía sospechar aquel alguacil, que no
sabía leer ni escribir, e ignoraba, por consiguiente, lo que enseñan libros y
periódicos a la ambición de un secretario de Ayuntamiento.
Toda la poesía que antes le llenaba el pecho
y le hacía emborronar tanto papel de barba, se había convertido en una
inextinguible sed de mando y honores y honorarios. Pastrana amaba todo, como Espronceda; pero lo
amaba por su cuenta y razón, a beneficio de inventario. Como era secretario del Ayuntamiento, conocía
al dedillo toda la propiedad territorial del Concejo, y no se le escapaban las
ocultaciones de riqueza inmueble. Así como
el divino Homero, en el canto II de su Ilíada, enumera y
describe el contingente, procedencia y cualidades de los ejércitos de griegos y
troyanos, Pastrana hubiera podido cantar el debe y haber de todos y cada uno de
los vecinos de Villaconducho.
Era un catastro semoviente. Su fantasía
estaba llena de foros y subforos, de arrendamientos y enfiteusis, de
anotaciones preventivas, embargos y céntimos adicionales. Era amigo del registrador de la Propiedad , a quien
ayudaba en calidad de subalterno, y sabía de memoria los libros del Registro.
Salía Perico a los campos a comulgar con la madre Naturaleza. Pero verán mis
lectores cómo comulgaba Pastrana con la Naturaleza : él no veía la cinta de plata que
partía en dos la vega verde, fecunda, y orlada por fresca sombra de corpulentos
castaños que trepaban por las faldas de los montes vecinos; el río no era a sus
ojos palacio de cristal de ninfas y sílfides, sino finca que dejaba pingües
(pingüe era el adjetivo predilecto de Pastrana), pingües productos al marqués
de Pozos-Hondos, que tenía el privilegio, que no pagaba, de pescar a bragas
enjuntas las truchas y salmones que a la sombra de aquellas peñas y enramadas
buscaban mentida paz y engañoso albergue en las cuevas de los remansos. Al
correr de las linfas cristalinas, fija la mirada sobre las hondas, meditaba
Pastrana, pensando, no que nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar,
que es el morir, sino en el valor en venta de los salmones que en un año con
otro pescaba el marqués de Pozos-Hondos. «¡Es un abuso!», exclamaba, dejando a
las auras un suspiro eminentemente municipal; y el aprendiz de edil maduraba un
maquiavélico proyecto, que más tarde puso en práctica, como sabrá el que leyere.
Las sendas y trochas que por montes y prados
descendían en caprichosos giros, no eran ante la fantasía de Pastrana sino
servidumbre de paso; los setos de zarzamora, madreselva y espino de olor, donde
vivían tribus numerosas de canoras aves, alegría de la aurora y música triste
de la melancólica tarde a la hora del ocaso, teníalos Pastrana por lindes de
las respectivas fincas, y nada más; y, sonría maliciosamente contemplando
aquella seve de Paco Antúnez, que antaño estaba metida en un puño, lejos de los
mansos del cura un buen trecho, y que hogaño, desde que mandaban los liberales,
andaba, andaba como si tuviera pies, prado arriba, prado arriba, amenazando
meterse en el campo, de la iglesia y hasta en el huerto de la casa rectoral.
Cada monte, cada prado, cada huerta veíalos Perico, más que allí donde estaban,
en el plano ideal del catastro de sus sueños; y así, una casita rodeada de
jardín y huerta con pomarada, oculta allá en el fondo de la vega, mirábala el
secretario abrumada bajó el enorme peso de una hipoteca y próxima a ser pasto
de voraz concurso de acreedores; el soto del marqués (¡siempre el marqués!),
donde crecían en inmenso espacio millares de gigantes de madera, entre cuyos
pies corrían, no los gnomos de la fábula, sino conejos muy bien criados,
antojábasele a Pastrana misterioso personaje que viajaba de incógnito, porque
el tal soto no tenía existencia civil, no sabían de él en las oficinas del
Estado.
De esta suerte discurría nuestro hombre por
aquellos cerros y vericuetos, inspirado por el dios Término que adoraron los
romanos, midiéndolo todo, pesándolo todo y calculando el producto bruto y el
producto líquido de cuanto Dios crió. Otro aspecto de la Naturaleza que también
sabía considerar Pastrana era el de la riqueza territorial en cuanto materia
imponible; él, que manejaba todos los papeles del Ayuntamiento, sabía, en
cierta topografía rentística que llevaba grabada en la cabeza, cuáles eran los
altos y bajos del terreno que a sus ojos se extendía, ante la consideración del
Fisco. Aquel altozano de la vega pagaba al Estado mucho menos que el pradico de
la Solana ,
metido de patas en el río; por lo cual estaba, según Pastrana, el pradico mucho
más alto sobre el nivel de la contribución que el erguido cerro que era del marqués de
Pozos-Hondos, y por eso pagaba menos. Por este tenor, la imaginación de
Pastrana convertía el monte en llano, y el llano en monte, y observaba que eran
los pobres los que tenían sus pegujares por las nubes, mientras los ricos
influyentes tenían bajo tierra sus dominios, según lo poco y mal que
contribuían a las cargas del Estado.
Estas observaciones no hicieron de Pastrana
un filántropo, ni un socialista, ni un demagogo, sino que le hicieron abrir el
ojo para lo que se verá en el capítulo siguiente.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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