No visitaba a los enfermos
mientras ofrecían esperanzas de vida. No era su vocación. Él entraba en la
casa cuando el portal olía a cera y en las escaleras había dos filas de gotas
amarillentas, lágrimas de los cirios. Entraba cuando salía el Señor. Llegaba
siempre como sofocado.
«iNo sabía nada, no sabía que la
cosa apuraba tanto!...» Hablaba más alto que los demás; pisaba con menos
precaución y respeto; no temía hacer ruido; traía de la calle un aire de
frescura y de esperanza. Ante los extraños, merced a signos discretísimos,
casi imperceptibles, pero muy significativos, daba a entender que se hacía el
tonto para animar a la familia.
A ésta le hablaba de la vida, de
la salud del moribundo, como cosa que volvería probablemente. «Los médicos se
equivocan muy a menudo.»
Y en tanto,
iba y venía y tomaba sus determinaciones, preparándolo todo, metiéndose en
todo, con la maestría de la experiencia y de la vocación del arte. Entraba en
la alcoba del moribundo sin miedo, ni aspavientos, ni escrúpulos de monja, como
él decía. Si el paciente no daba pie ni mano, mejor; pero si no había perdido
el conocimiento, había que atenderle y mimarle. Las manos de Cuervo, blandas y
grandes, movían el cuerpo de plomo con habilidad de enfermera, sin lastimarle
y con la eficacia precisa. Nadie como él para engañar al moribundo con las
esperanzas de la vida, si eran oportunas, dado el carácter del enfermo. Era
también muy discreto cortesano del delirio, como hubiera dicho Resma; los
disparates de la imaginación que se despedía de la vida como una orgía de
ensueños, los comprendía Cuervo a medias palabras; por una seña, por un gesto;
casi los adivinaba; y con la misma serenidad con que daba vueltas al pesado
tronco, se atemperaba al absurdo y veía las visiones de que el enfermo hablaba,
siguiéndole el humor a la fiebre con santa cachaza, con una fiabilidad caritativa que las
Hermanitas de los Pobres admiraban, como obra maestra del arte delicado que cultivaban
ellas también.
Ni el ojo avizor de la más
refinada malicia podría notar en aquel trato de don Ángel con los moribundos un
asomo de impaciencia contenida. Había, sin embargo, esa impaciencia; pero,
iqué recóndita, o mejor, que bien disimulada!
Sí, don Ángel tenía prisa; no era
aquélla su verdadera especialidad; sabía tratar bien a los desahuciados,
porque este trato era como una ciencia auxiliar que servía de introducción a
las artes de su vocación verdadera.
«Si yo manejo tan bien a los
moribundos, decía él en el seno de la confianza, es por la gran experiencia que
he adquirido zarandeando cadáveres al ponerles la mortaja y demás. El secreto
está en moverlos como si fueran cuerpo muerto, en cuanto a lo de no contar con
su ayuda, y en cuanto a lo de moverlos con cierto respetillo que inspira la
muerte.»
Por fortuna, si así puede
decirse, los que estaban muriendo no podían adivinar en el contacto de don
Ángel lo que él pensaba al tocarlos.
Era muy partidario de darle al
enfermo lo que pidiera, sobre todo comida fuerte, si lo pedía el cuerpo.
Parecía querer alimentar al que agonizaba para un largo viaje. Había en este
afán suyo tal vez reminiscencias de las religiones antiquísimas que rodeaban
los cadáveres de provisiones, allá para la vida subterránea. Pero lo que
había de seguro en esto, como en todo lo que se refería a don Ángel, era la
ausencia completa de toda idea fúnebre de todo sentimiento tétrico enfrente de
la muerte del prójimo.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario