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sábado, 17 de mayo de 2014

Cuervo - Cap. VII

No visitaba a los enfermos mientras ofrecí­an esperanzas de vida. No era su vocación. Él entraba en la casa cuando el portal olía a cera y en las escaleras había dos filas de gotas amarillentas, lágrimas de los cirios. Entraba cuando salía el Señor. Llegaba siempre como sofocado.
«iNo sabía nada, no sabía que la cosa apu­raba tanto!...» Hablaba más alto que los de­más; pisaba con menos precaución y respeto; no temía hacer ruido; traía de la calle un aire de frescura y de esperanza. Ante los extra­ños, merced a signos discretísimos, casi im­perceptibles, pero muy significativos, daba a entender que se hacía el tonto para animar a la familia.
A ésta le hablaba de la vida, de la salud del moribundo, como cosa que volvería proba­blemente. «Los médicos se equivocan muy a menudo.»


Y en tanto, iba y venía y tomaba sus de­terminaciones, preparándolo todo, metiéndo­se en todo, con la maestría de la experiencia y de la vocación del arte. Entraba en la alcoba del moribundo sin miedo, ni aspavientos, ni escrúpulos de monja, como él decía. Si el pa­ciente no daba pie ni mano, mejor; pero si no había perdido el conocimiento, había que atenderle y mimarle. Las manos de Cuervo, blandas y grandes, movían el cuerpo de plo­mo con habilidad de enfermera, sin lastimarle y con la eficacia precisa. Nadie como él para engañar al moribundo con las esperanzas de la vida, si eran oportunas, dado el carácter del enfermo. Era también muy discreto corte­sano del delirio, como hubiera dicho Resma; los disparates de la imaginación que se des­pedía de la vida como una orgía de ensueños, los comprendía Cuervo a medias palabras; por una seña, por un gesto; casi los adivina­ba; y con la misma serenidad con que daba vueltas al pesado tronco, se atemperaba al absurdo y veía las visiones de que el enfermo hablaba, siguiéndole el humor a la fiebre con santa cachaza, con una fiabilidad caritativa que las Hermanitas de los Pobres admiraban, como obra maestra del arte delicado que cul­tivaban ellas también.


Ni el ojo avizor de la más refinada malicia podría notar en aquel trato de don Ángel con los moribundos un asomo de impaciencia con­tenida. Había, sin embargo, esa impaciencia; pero, iqué recóndita, o mejor, que bien disi­mulada!
Sí, don Ángel tenía prisa; no era aquélla su verdadera especialidad; sabía tratar bien a los desahuciados, porque este trato era como una ciencia auxiliar que servía de introducción a las artes de su vocación verdadera.
«Si yo manejo tan bien a los moribundos, decía él en el seno de la confianza, es por la gran experiencia que he adquirido zarandean­do cadáveres al ponerles la mortaja y demás. El secreto está en moverlos como si fueran cuerpo muerto, en cuanto a lo de no contar con su ayuda, y en cuanto a lo de moverlos con cierto respetillo que inspira la muerte.»


Por fortuna, si así puede decirse, los que estaban muriendo no podían adivinar en el contacto de don Ángel lo que él pensaba al tocarlos.

Era muy partidario de darle al enfermo lo que pidiera, sobre todo comida fuerte, si lo pedía el cuerpo. Parecía querer alimentar al que agonizaba para un largo viaje. Había en este afán suyo tal vez reminiscencias de las religiones antiquísimas que rodeaban los ca­dáveres de provisiones, allá para la vida sub­terránea. Pero lo que había de seguro en es­to, como en todo lo que se refería a don Án­gel, era la ausencia completa de toda idea fúnebre de todo sentimiento tétrico enfrente de la muerte del prójimo.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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