Don Ángel Cuervo no tenía
familia, ni le hacía falta, como decía él, porque en todas las casas de Laguna
veía la propia; entraba y salía con la mayor confianza, así en el palacio del
magnate como en la cabaña más humilde.
-Yo soy
-decía- el paño de lágrimas de toda la población (y solía limpiarse las
narices, al hablar así, con un inmenso pañuelo de hierbas; tal vez hubiera en
esto una asociación de ideas o, por lo menos, de pañuelos).
Era alto y
fornido, no se sabe de qué edad, probablemente de cincuenta años, aunque no se
puede jurar que pasaran de cuarenta o que no fuesen cincuenta y cinco. Era su
rostro grande, largo, pero no desproporcionadamente, porque también de pómulo
a pómulo había su distancia. En toda aquella extensión de carne, pálida a trechos
y a trechos tirando a cárdena, no había más vegetación de monte bajo; es decir,
barbas que todo lo invadían, pero afeitadas siempre, y siempre tarde y mal
afeitadas. Parecía aquello un milagro: o las barbas le crecían a razón de milímetro
por hora, o no se podía explicar cómo don Ángel, jamás barbudo, jamás tenía la
cara limpia. ¿Se afeitaba... con tijeras? No se sabe. En fin, no importa; basta
figurársele siempre con una barba de tres o cuatro días.
Tenía cuello de toro, y alrededor
del cuello un corbatín negro con broches por detrás, que le tapaba la tirilla
de la camisa, no muy limpia tampoco ordinariamente. Con esto y vestir siempre
de negro y usar sombrero de copa de forma anticuada y algo grasiento, largo
levitón, cuyos faldones, muy sueltos y movedizos, tenían aires de manteo,
parecía un cura de la montaña, sano, pobre, fuerte y contento. Disfrutaba un
destino muy humilde en el palacio episcopal; pero lo despreciaba, y pocos días
asistía a la hora debida, porque su vocación le llamaba a otra parte: a los
entierros.
Aludiendo a Cuervo en un
artículo, le había llamado Resma «el parásito de la muerte, el bufón de la
funeraria».
Aparte del
mal gusto de estas frases rebuscadas, semejantes epítetos tenían cierta
aplicación exacta a nuestro Cuervo, si se distinguía de tiempos. Era verdad
que Cuervo había comenzado por ser un cortesano de la desgracia, es decir, por
vivir como podía de la muerte. Era pobre, muy pobre; no tenía hambre, y tuvo
que ingeniarse para encontrar su cubierto alguna vez en el llamado banquete de
la vida. Y para esto acudía al banquete de la muerte; acudía a las casas donde
se moría alguien, y comía allí con motivo de «no tener ánimo para otra cosa».
Después, las relaciones de amistad, que se estrechaban más y más en tan
solemnes momentos, le sirvieron para ganar aquel pedazo de pan que le daban en
el palacio, y también para tener alguna influencia en todas las clases
sociales, y explotarla modestamente. Pero esto no le hizo rico, ni poderoso,
ni lo que empezó siendo en parte necesidad e industria lícita, y en parte
afición ingénita, dejó de convertirse muy pronto en pasión viva, en vocación
irresistible. Así es que cuando don Torcuato Resma se atrevio a llamarle en Juan Claridades «parásito de la muerte, bufón de
la funeraria», ya era nuestro hombre muy otra cosa. «Esta afición mía a los
difuntos, a los duelos y a las misas de Réquiem no la puede comprender el
espíritu mezquino de ese bachiller pedantón, que pretende sanar a los
cristianos con artículos de fondo, siendo él digno de que le asista un
veterinario.» Esto decía Cuervo a los numerosos amigos que le venían con
cuentos y con artículos del otro.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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