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sábado, 17 de mayo de 2014

Cuervo - Cap. III

Don Ángel Cuervo no tenía familia, ni le hacía falta, como decía él, porque en todas las casas de Laguna veía la propia; entraba y salía con la mayor confianza, así en el palacio del magnate como en la cabaña más humilde.
-Yo soy -decía- el paño de lágrimas de toda la población (y solía limpiarse las narices, al hablar así, con un inmenso pañuelo de hier­bas; tal vez hubiera en esto una asociación de ideas o, por lo menos, de pañuelos).
Era alto y fornido, no se sabe de qué edad, probablemente de cincuenta años, aunque no se puede jurar que pasaran de cuarenta o que no fuesen cincuenta y cinco. Era su rostro grande, largo, pero no desproporcionadamen­te, porque también de pómulo a pómulo había su distancia. En toda aquella extensión de carne, pálida a trechos y a trechos tirando a cárdena, no había más vegetación de monte bajo; es decir, barbas que todo lo invadían, pero afeitadas siempre, y siempre tarde y mal afeitadas. Parecía aquello un milagro: o las barbas le crecían a razón de milímetro por hora, o no se podía explicar cómo don Ángel, jamás barbudo, jamás tenía la cara limpia. ¿Se afeitaba... con tijeras? No se sabe. En fin, no importa; basta figurársele siempre con una barba de tres o cuatro días.
Tenía cuello de toro, y alrededor del cuello un corbatín negro con broches por detrás, que le tapaba la tirilla de la camisa, no muy limpia tampoco ordinariamente. Con esto y vestir siempre de negro y usar sombrero de copa de forma anticuada y algo grasiento, largo levi­tón, cuyos faldones, muy sueltos y movedi­zos, tenían aires de manteo, parecía un cura de la montaña, sano, pobre, fuerte y conten­to. Disfrutaba un destino muy humilde en el palacio episcopal; pero lo despreciaba, y po­cos días asistía a la hora debida, porque su vocación le llamaba a otra parte: a los entie­rros.
Aludiendo a Cuervo en un artículo, le había llamado Resma «el parásito de la muerte, el bufón de la funeraria».


Aparte del mal gusto de estas frases re­buscadas, semejantes epítetos tenían cierta aplicación exacta a nuestro Cuervo, si se dis­tinguía de tiempos. Era verdad que Cuervo había comenzado por ser un cortesano de la desgracia, es decir, por vivir como podía de la muerte. Era pobre, muy pobre; no tenía ham­bre, y tuvo que ingeniarse para encontrar su cubierto alguna vez en el llamado banquete de la vida. Y para esto acudía al banquete de la muerte; acudía a las casas donde se moría alguien, y comía allí con motivo de «no tener ánimo para otra cosa». Después, las relacio­nes de amistad, que se estrechaban más y más en tan solemnes momentos, le sirvieron para ganar aquel pedazo de pan que le daban en el palacio, y también para tener alguna influencia en todas las clases sociales, y ex­plotarla modestamente. Pero esto no le hizo rico, ni poderoso, ni lo que empezó siendo en parte necesidad e industria lícita, y en parte afición ingénita, dejó de convertirse muy pronto en pasión viva, en vocación irresistible. Así es que cuando don Torcuato Resma se atrevio a llamarle en Juan Claridades «parásito de la muerte, bufón de la funeraria», ya era nuestro hombre muy otra cosa. «Esta afición mía a los difuntos, a los duelos y a las misas de Réquiem no la puede comprender el espíri­tu mezquino de ese bachiller pedantón, que pretende sanar a los cristianos con artículos de fondo, siendo él digno de que le asista un veterinario.» Esto decía Cuervo a los numero­sos amigos que le venían con cuentos y con artículos del otro.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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