-Tampoco sé yo si conservo la unidad de carácter del
héroe confesando que, a pesar de lo que pasaba por mí con motivo de la
presencia de Elena, de quien me estaba yo enamorando, el achuchón de Emilia y
la mirada que le acompañó me causaron una delicia carnal desconocida para mí
hasta aquel momento.
Fue un excitante, además de una revelación, aquel
incidente instantáneo; y ello fue que me vi a poco entre las dos hermanas en la
glorieta del jardín, sintiendo algo semejante a lo que debiera sentir un gallo
entre sus gallinas, si los gallos fueran más psicólogos y menos sensuales.
Sin embargo, la vanidad entra por mucho, a mi entender,
en el apego que tiene el gallo a su corral; y esa vanidad le viene, tal creo,
más que del mando autocrático y de la conciencia de su valor guerrero, de la
contemplación del eterno femenino siempre a su exclusiva disposición.
La rabia que se profesan los gallos, a priori, no emana
de una emulación genérica en el terreno de las armas, o dígase espolones, sino
de la cólera que le inspira a cada gallo la idea de la pluralidad en el propio
sexo.
-¿Por qué ha de haber más gallo que yo? -pensarán. ¡Qué
desengaño tan doloroso debe de ser para cada uno de ellos la aparición de otros
espolones en su corral!
De mí sé decir que sin ser, en la ocasión a que vengo
refiriéndome, no ya gallo, ni siquiera pollo, estaba muy satisfecho sintiéndome
solicitado por la coquetería, o lo que fuera, de ambas hermanas, que cada una a
su manera, Emilia con plena conciencia y arte, la otra sin darse clara cuenta
del propósito, deseaban agradarme. Sí: comenzaba a existir entre ellas una
rivalidad inconsciente, pudiera decirse con aproximada propiedad de la palabra.
Si hasta aquella tarde habían jugado a la queda, ahora (es decir, entonces)
empezaban otro juego más peligroso, menos inocente, a lo menos en Emilia. Ni un
momento vacilé en la elección: Elena, que no me incitaba ni me miraba cara a
cara, ojos con ojos, valía infinitamente más. Era música y perfume, sueño,
poesía: Emilia, embriaguez, color, inquietud voluptuosa. Mientras corrimos por
el jardín, y después por la pumarada, la hermana mayor consiguió envolverme en
su atmósfera de seducciones sensuales, sin recatarse, por cierto, sin miedo de
que pudiera parecerme poco honesta; atrevimiento donoso que en aquel tiempo me
asustaba y me atraía, porque para mí era entonces inaudito semejante proceder
en una señorita bien educada. Ni en las novelas, ni en mis cálculos
sociológicos, entraban damas, doncellas particularmente, que hiciesen tan
ostensible alarde de sus gracias corporales y que fuesen tan propensas a los
choques y contextos tan falsamente casuales. Hasta muchos años después no pude
yo comprender que tal conducta no nacía de perversidad moral, sino del
temperamento y de escasa delicadeza en el instinto pudoroso, debilitado o
embotado en ciertas mujeres, como pueden adolecer de mal oído o de mal gusto para
casar colores.
Emilia quería deslumbrarme, seducirme: no quería gozar
con mi contacto placeres lúbricos, por someros que fuesen. Su malicia de mujer
de alguna experiencia le decía que a mi edad, y en mi estado de impericia en
tales lides, el mejor medio para dominarme era el que ella empleaba, y para el
cual le daban armas admirables sus condiciones personales.
Tanto llegó a marearme que hubo minutos en que me olvidé
de Elena, en que viví exclusivamente para los sentidos. Hasta llegué, en cierta
mirada rápida, cuando acababa de saborear una sonrisa de Emilia que equivalía a
toda una merienda de sensualidad fina, llegué a ver a Elena sin aquella aureola
de que mi cerebro la había rodeado desde el primer instante de verla: la vi un
momento como yo me decía que debían de verla otros, como más adelante comprendí
que, en efecto, la veían los que la comparaban a cualquier mozuela graciosa,
picante, morenilla... del vulgacho... a una hospiciana salada.
Cerca ya del amanecer, Emilia, triunfante, deslumbrada
por el triunfo, tuvo la mala idea, mala para ella, de quedarse melancólica y
como soñando bajo las ramas de un gran naranjo. El azahar embriagaba mezclado
con el aroma de próximos jazmines. Recuerdo que mucho tiempo más adelante,
cuando yo era un filósofo krausista, que procuraba hacer compatibles los
mandamientos de M. Tiberghien con mis aficiones a las modistas de Madrid,
persiguiendo una tarde a una chalequera, más lleno de lascivia que impregnado
de ideal, me paró de repente una vibración sonora, triste, solemne: era la
campanilla del Viático.
Como si fuera electricidad que había desaparecido por el
suelo, sentí que la lujuria se me caía cuerpo abajo, huía al infierno
evaporada. Fui otro hombre de repente: me acordé del que agonizaba acaso, y
tuve remordimiento de mi juventud sana y vigorosa. Pues, aunque por causa muy
diferente, análogo efecto me produjo, la tarde de mi cuento, el olor del azahar
mezclado al del jazmín. Al penetrar bajo aquella bóveda verde y olorosa se
disipó como un soplo mi embriaguez de voluptuosidad carnal, desapareció todo el
atractivo de las formas exuberantes de Emilia, dejé de sentirme provocado por
sus ojos y sus sonrisas, y se me llenó el alma de una dulcísima tristeza como
mística, me latieron en el corazón reminiscencias de la infancia, muy lejanas,
borrosas, pero de una intensidad inefable. El olor mezclado de azahar y jazmín
se juntaba, se mezclaba también a las reminiscencias. En aquel momento, sobre
los árboles que coronaban la colina de enfrente, apareció el globo inflamado, rojo,
muy grande, de la luna llena. Otro recuerdo extraño, inexplicable, pero el más
elocuente, el más fuerte...
-¡La luna del Pombal! -dijo una dulcísima voz de niña
cerca de mí. Hablaba Elena, algo triste, consigo misma. ¡La luna del Pombal!
También aquellas palabras eran una reminiscencia: yo
había oído aquello, o algo muy semejante, allá, en días lejanos. Estaba seguro
de que por mi primera infancia había sido un espectáculo solemne, augusto,
alguna vez, una sola acaso, aquella luna roja, tan grande, subiendo por el
cielo; y estaba seguro de que aquello alguien a mi oído lo había llamado la
luna de... de algo que acababa en al también. ¿Del Pombal?
No sabía. Yo, ni recordando, mejor diría queriendo
recordar, entré imaginan-do y despertando reminiscencias moribundas, dispersas,
y creí verme en brazos de alguno, de un hombre robusto, de mi padre acaso; y vi
más en no sé qué abismos del recuerdo, de esos que en las crisis nerviosas, y
probablemente a la hora de la muerte, mandan imágenes, fantasmas del pasado remoto,
a la superficie del pensamiento: vi el reflejo de aquella luna roja sobre un
rostro olvidado ya, que acercaban al mío el rostro de otro niño que debía de ir
en otros brazos.
-¡La luna del Pombal! -repitió Elena. La miré entonces.
¡Oh amor del alma mío! ¡Cómo la vi! ¡Cómo la vi, Dios mío! ¡La huérfana de una
cuna, la niña sin madre y sin arrullos! Parecía más niña que a luz del sol poco
antes, y parecía más mujer. Porque estaba más seria, porque sus ojos expresaban
dolorosa poesía, parecía más mujer. Parecía más niña por el gesto, por el matiz
de sus pómulos infantiles acentuados, por la tirantez de ciertas líneas. Yo no
soy pintor, no puedo pintar lo que vi en ella: estaba allí la santa seriedad de
lo pueril, el dolor infinito, irremediable, de las caricias perdidas desde la
cuna.
Con la voz temblona, sin pensar en que estaba allí
Emilia, pregunté, serio también, con un timbre que desconocí yo mismo:
-¿Por qué repite V. eso? ¿Qué tiene esta luna?
-¡La luna del Pombal! Es mi sueño, de allá lejos.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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