Durante mucho
tiempo, tiempo inmemorial, los lagunenses o paludenses, como se empeña en
llamarlos el médico higienista y pedante don Torcuato Resma, han venido
negando, pero negando en absoluto, que su querida ciudad fuese insalubre. Según
la mayoría de la población, la gente se moría porque no había más remedio que
morirse, y porque no todos habían de quedar para antecristos; pero lo mismo
sucedía en todas partes, sólo que «ojos que no ven, corazón que no siente»; y
como allí casi todos eran parientes más o menos lejanos, y mejor o peor avenidos...,
por eso, es decir, por eso se hablaba tanto de los difuntos y se sabía quiénes
eran, y parecían muchos.
-iClaro! -gritaba cualquier
vecino, aquí la entrega uno, y todos le cono-cemos, todos lo sentimos, y por eso se abultan
tanto las cosas; en Madrid mueren cuarenta..., y al hoyo; nadie lo sabe más
que La Correspondencia, que cobra el anuncio.
Después de la revolución fue
cuando empezó el pueblo a preocuparse y a creer a ratos en la mortalidad
desproporcionada. Según unos, bastaba para explicar el fenómeno la dichosa
revolución.
-Sí, hay que reconocerlo: desde
la Gloriosa se muere mucha gente; pero eso se explica por la revolución.
Según otros, había que
especificar más. Cierto, era por culpa de la revolución, pero, ¿por qué? Porque
con ella había venido la libertad de enseñanza, y con la libertad de enseñanza
el prurito de dar carrera a todos los muchachos del pueblo y hacerlos médicos
de prisa y corriendo y a granel. ¿Qué resultaba? Que en dos años volvían los
chicos de la Universidad hechos unos pedantones y empeñados en buscar
clientela debajo de las piedras. Y enfermo que cogían en sus manos, muerto
seguro. Pero esto no era lo peor, sino la aprension
que metían a los vecinos y las voces
que hacían correr y lo que decían en los periódicos de la localidad.
Sobre todo el doctor Torcuato
Resma (que años después tuvo que escapar del pueblo porque se descubrió, tal se
dijo, que su título de licenciado era falso); Torcuato Resma, en opinión de
muchos, había traído al pueblo todas las plagas de Egipto con su dichosa
higiene y sus estadísticas demográficas y observaciones en el cementerio y en
el hospital, y en la malatería y en las viviendas pobres, y hasta en la ropa de
los vecinos honrados. «iQué peste de don Torcuato! iMala bomba lo parta!»
Publicaba artículos en que
siempre se prometía continuar, y que nunca concluían por lo que ya explicaré,
en el eco imparcial de la opinión lagunense, El Despertador Eléctrico, diario
muy amigo de los intereses locales y de los adelantos modernos, y de vivir en
paz con todos los humanos, en forma de suscriptores. Los artículos de don
Torcuato comenzaban y no concluían: primero, porque el mismo Res‑
ma no sabía dónde quería ir a
parar, y todo lo tomaba desde el principio de la creación y un poco antes;
segundo, Porque el director de El Despertador Eléctrico se le echaba encima con
los mejores modos del mundo, diciéndole que se le quejaban los suscriptores y
hasta se le despedían.
-Bueno, comenzaré otra serie
-decía Resma, porque la ya empezada no admite tergiversaciones (así decía,
tergiversaciones) ni componendas, y si sigo los caprichos de los lectores de
usted, me expongo a contradecirme.
Y don Torcuato comenzaba otra
serie, que tenía que suspender también porque el alcalde, o el capellán del
cementerio, o el administrador del hospicio, o el arquitecto municipal, o el
cabo de serenos, se daban por aludidos.
-Yo quiero salvar a Laguna de una
muerte segura; se están ustedes dejando diezmar...
-Lo que usted quiere es matarme
el periódico.
-Yo no aludo a nadie, yo estoy
muy por encima de las perso-nalidades...
-No, señor; usted tendrá buena
intención, pero resulta que sin querer hiere muchas susceptibilidades...
-iPero entonces aquí no se puede
hablar de nadie, no se puede defender la higiene, criticar los abusos y
perseguir la ignorancial...
-No, señor; no se puede... en
perjuicio de tercero.
-Lo primero es la vida, la salud,
la diosa salud.
-No, señor; lo primero es el
alcalde, y lo segundo el primer teniente de alcalde. Usted sabrá higiene
pública, pero yo sé higiene privada.
-Pero su periódico de usted es de
intereses materiales...
-Sí, señor, y morales. Y mi único
interés moral es que viva el periódico, porque si usted me lo mata, ya no
puedo defender nada, incluso el estómago.
El último artículo que publicó
Resma en El Despertador Eléctrico comenzaba diciendo:
«Esperemos que esta vez nadie se
dé por aludido. Vamos a hablar de la terrible enfermedad que azota en toda la
comarca al nunca bastante alabado y bien mantenido ganado de cerda...»
Pues por
este artículo, que no iba más que con los cerdos, fue precisamente por el que
tuvo que abandonar Resma la colaboración de El Despertador Eléctrico. No fueron
los cerdos los que se quejaron, sino el encargado de demostrar que ya no había
cerdos enfermos en la comarca. Este mismo personaje, que se tenía por gran
estadista, excelente zoólogo y agrónomo eminente, fue el que años atrás había
sido comisionado para estudiar en una provincia vecina el boliche. Parece ser
que el boliche es un hierbato, importado de América, que se propaga con una
rapidez asoladora y que deja la tierra en que arraiga estéril por completo.
Pues nuestro hombre, el de los cerdos, fue a la provincia limítrofe con unas
dietas que no se merecía; gastó allí alegremente su dinero, llamémosle así, y
no vio el boliche ni se acordó de él siquiera hasta que, poco antes de dar la
vuelta para Laguna, un amigo suyo, a quien había encargado que estudiara «aquello del boliche, o San
Boliche», se le presentó con una Memoria acerca de la planta y una caja bien
cerrada, donde había ejemplares de ella.
El hombre de los cerdos guardó la
caja en un bolsillo de su cazadora, metió en la maleta la Memoria, y se volvió
a Laguna. Y allí se estuvo meses y meses sin acordarse del boliche para nada y
sin que nadie le preguntase por él, porque entonces todavía no estaba Resma en el
pueblo, sino en Madrid, estudiando o falsificando su título. Al fin, en un
periódico de oposición al Ayuntamiento se publicó una terrible gacetilla, que
se titulaba: «¿Y el boliche?» El de los cerdos se dio una palmada en la frente
y buscó la Memoria del amigo, que no pareció. No estaba en la maleta ni en
parte alguna, a no ser los dos primeros folios, que se encontraron envolviendo
los restos grasientos de una empanada fría. iEl boliche! ¿El boliche de la
caja? Ese pareció también... en la huerta de la casa. La caja se había perdido;
pero el boliche, no se sabe cómo, había ido a dar a la huerta, y allí hacía de
las suyas; pasó pronto a la heredad del vecino, y de una en otra saltó a las
afueras, se extendió por los campos, y toda la comarca supo a los pocos meses
lo que era el boliche y en qué consistían sus estragos. Este hombre de los
cerdos sanos y del boliche fue el que hizo a don Torcuato dejar El Despertador
Eléctrico, porque amenazó con incendiar la imprenta y la redacción y matar al
director y a cuantos se le pusieran por delante.
Afortunadamente, por aquellos
días apareció Juan Claridades, periódico jocoserio que venía al estadio de la
Prensa a desenmascarar a Lucrecia Borgia, o sea a la descarada inmoralidad,
que lo invade todo, etc., etc. ¿Qué más quería don Torcuato? Allí continuó su
campaña higiénica... en letras de molde. Pero tenía un formidable enemigo.
¿Quién? Don Ángel Cuervo; es decir, nuestro héroe.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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