-Allí está! -gritó Emilia. Y dio un salto, como un gato
que hubiera vuelto a encontrar la pista de un ratón en vano perseguido largo
tiempo. Detrás del montón de yerba vislumbré por un segundo la falda de una
bata de percal blanco con lunares rojos, muchos y muy pequeños. Pero a la voz
de Emilia, que se lanzó tras el rastro, desapareció la tela. Es de advertir
que, según supe después, estas dos señoritas, una de veinticuatro años y otra
de quince y unos meses, pero que, como se verá, ya representaba sus diez y
siete o diez y ocho, se entretenían casi todo el día en jugar a una cosa que
llamaban ellas la queda, y consistía en dar una a otra un cachete suave y decir
-Quedaste, y enfurecerse la que había quedado, como si
le hubiesen pegado la peste, y no descansar hasta poder devolverle la
bofetadita a su hermana y decir a su vez
-Quedaste-. Y así se pasaban la vida, según explicó
después D.ª Eladia, la tía, sin pizca de formalidad; y, a pesar de estar muy
bien educadas, aquel vicio de la queda las dominaba de manera que más de una
vez, ante una visita que venía a honrarlas y arrancarlas a su soledad, Elena,
la menor, que había quedado, aprovechaba la ocasión del cumplido que su hermana
mayor tenía que guardar ante los extraños, y disimuladamente le daba la
bofetadilla, diciendo por lo bajo:
-Quedaste-; y no siempre la otra había podido
contenerse, y caso había habido de echar a correr una tras otra y dejar a la
tía colorada como un pimiento y dando explicaciones a la pasmada visita de
aquellas locuras impropias, singularmente, de la doña Emilia. La cual, si he de
decir la verdad, me pareció más hermosa y provocativa que nunca cuando, sin
género alguno de coquetería, olvidada de mí y de sus años, se arrojó tras de su
presa, que por lo visto le debía la queda; y se lanzó con tanta gracia, que el
sacudimiento la hizo brincar y enseñar por debajo de la falda una aprensión de
media azul, en juego con el traje que me dejó viendo azul por un rato. No fue
muy largo, porque pronto apareció, por el lado opuesto del montón de yerba,
huyendo de la cautelosa persecución de Emilia, que quería sorprenderla, la
figura entera de Elena, de mi mujer. A la cual vi por vez primera en mi vida,
con el rostro moreno tendido hacia mí, un dedo sobre sus labios implorando
silencio pidiéndome que le guardara el secreto de que estaba allí. Me miraba
con los hermosos ojos de castaño muy oscuro, no muy grandes, muy hondos en las
sombras centrales, de niñas misteriosas y apasionadas, fijos en los míos; pero
sin pensar en mí, atenta a su idea, que era su hermana que la acechaba y de
quien se escondía. Parecía que estaba allí quieta, en postura escultural,
imagen de la gracia, para retraerse por una eternidad en el fondo de mi alma.
Aun ahora, cierro los ojos y la veo como entonces la vi. La bata de lunares
menudos rojos que le llegaba al cuello, cerrada por una tirilla muy ceñida, no
era, en buena estética, propia del color de mi Elena: parecía un desafío aquel
atrevimiento de vestirse una morena con tal color... y resultaba una delicia de
los sentidos. Los pómulos algo abultaditos, atezados, infantiles, que parecían
tener sendos letreros gritando -Aquí se besa-, eran una inefable tentación
contrastando con el vestido blanco y rojo. La nariz era fina, algo abierta, de
las que con razón se llaman símbolo de apasionamiento; su boca, más bien
pequeña que grande, de labios delicados, dibujados con mucha intención de
malicia amorosa, en una inexplicable relación de armonía con los ojos, como si
ofreciesen sancionar con sus besos lo que las miradas prometían. Si otro fuere
que hiciese tamañas descripciones de mi mujer, nos veríamos las caras; pero yo
tengo derecho para detenerme en estos pormenores y hacer estos comentarios a
las facciones de Elena, que en su vida besó a persona mayor del sexo fuerte más
que a mí, y no con esos extremos y apasionamientos carnales que anunciaban los
rasgos de su fisonomía. Me quería mucho, mucho, harto más que yo merecía; pero
no era una loca de amor, ni una odalisca, ni nada de lo que parecían prometer
aquel rostro, y aquellos ojos sobre todo. En los tiempos del noviazgo, que
vinieron mucho más adelante, como verá el que leyere (que soy yo, que ya lo
sé), es indudable que Elena llegó a derretirme alma y cuerpo con aquellas
chispillas de sus pupilas de que ella no se daba cuenta.
Aquella fidelidad absoluta de su amor, aquella
excepcional absorción de su instinto femenino en mí (todo el hombre, todos los
hombres, para ella), aquella seriedad de su cariño, tan opuesta a las
apariencias de sus facciones y de sus gestos y de sus juegos y alegrías, que
parecían prometer una máquina de amor hecho al fuego y de carcajadas; toda aquella
ventura, reservada para mí solo y elocuentemente expresada por los pozos de las
niñas de sus ojos, es claro que a su tiempo debido me tuvieron en éxtasis
celestial, y por eso y nada más que por eso contraje matrimonio; pero después
nada de extremos: lo natural, lo lógico, lo decente... lo occidental, como si
dijéramos; lo cristiano, lo canónico. Mi matrimonio, loado sea Dios, no fue
nada fin de siècle: fue puro Concilio de Trento. Por parte de mi mujer, se
entiende; por la mía... ¡ay!... por eso escribo la mayor parte de estos
apuntes.
Mas no adelantemos los acontecimientos, como dicen los
novelistas líricos: estábamos en la descripción de Elena; y, antes que se me
olvide, quiero consignar que la nariz, de que ya he hablado, era un si es no es
remangada, lo bastante nada más para darle un aire de malicia infantil. Este
carácter de su fisonomía se acentuaba cuando la joven se quedaba distraída
mirando hacia arriba. De la línea de la nariz a la dirección que tomaban los
ojos iba no sé qué secreta simetría: se me antojaba a mí que, si la tendencia
de la mirada era mística, la nariz, subiendo tras ella, rectificaba, volvía a
la realidad la expresión total... ¡qué sé yo!... disparates para mí llenos de
sentido, de fuerza espiritual, de recónditas armonías. El cabello, de castaño
casi negro, tendía a encresparse: no era rizoso y lo parecía: las hebras
cortas, en sublevación desusada, formaban alrededor de la cabeza un nimbo que
la luz del sol, que declinaba, convertía en aureola. Entre el pelo había yerbas
enredadas.
Elena era alta, más que su hermana. Parecía delgada,
pero recia. Se podía creer en el peligro de una enfermedad, de un desarrollo
viciado; mas al contemplar la plenitud y hasta exuberancia de las formas
principales se desvanecía el temor. Era espigada, sí, demasiado para su edad,
se iba a decir; y después se rectificaba el juicio, porque no había allí
desproporción: era muy mujer a pesar del aspecto delicado, de la flexibilidad
que parecía excesiva. Cabía compararla a una columna que nos pareciese delgada
para cumplir con el peso que tenía encima, pero que por ser de hierro nos diese
garantía de su fortaleza.
La impresión general era (fue para mí a lo menos) ésta:
una gracia infantil, picaresca e inocente, soñadora y positiva; elegancia y
distinción que se imponían a pesar de que el rostro de Elena recordaba esas
caras de niños pobres, de Miñones de Ilustración. No había allí mujer
todavía... hasta que se reparaban las hermosas y turgentes pruebas de que la
había; no había allí seducción todavía... hasta que se miraba aquellos ojos de
pupilas hondas, sombrías, que si se fijaban atraían y manaban una voluptuosidad
líquida, untuosa, irresistible... ¡Pobre Elena mía! ¡Quién te había de decir,
cuando me dabas aquellos besos en la frente (los de los últimos años), cuando
yo te los devolvía distraído, pensando en mis papeles, que tu Narciso había de
pintarte a lo novelista cursi, con pelos y señales, como tú dirías en aquel
lenguaje voluntariamente prosaico con que te placía oponer contrastes a mis
tradiciones de estilista oral, alambicado y pulquérrimo!
Aunque me haga pesado, debo insistir en relatar lo que a
mí me dijo la presencia de aquella niña-mujer, que me miraba sin pensar en mí,
con un dedo puesto sobre los labios.
-Soy huérfana -decía toda aquella hermosura; me faltan
muchos besos que debieron darme en la cuna. Crecí y crecí, pero hay algo en mí
que pide todavía cariño de madre, caricias a la inocencia. El amor del que me
quiera ha de empezar pareciéndose al de mi madre: quiero cobrar el amor
infantil que se me debe: lo dicen mis ojos pasmados, mis mejillas morenas y
salientes, mi cabeza de loca, todo este aire de hospiciana bonita y
aristocrática...
Más de una vez, mucho más adelante, en los paseos, en
los teatros, cuando iba Elena produciendo en transeúntes o espectadores la
extraña y profunda impresión que en los más causaba siempre, vi yo, un día y
otro día, a un vulgo y otro vulgo, explicar groseramente la síntesis de aquel
efecto diciendo:
-Es casi feúcha, pero tiene picardía; es picante, pero
parece una... (¡y lo decían!) de la calle de tal (una calle mala).
-¡Miserables! Mejor dicho: ¡imbéciles!
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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