La riqueza de don Gelasio
Garroso era un enigma sin clave para los moradores de Cebre. No podían
explicarse cómo el pobrete hijo del sacristán de Bentroya había ido a la
callada fincando, apandando todas las buenas tierras que salían y redondeando
una propiedad tan pingüe, que ya era difícil tender la vista por los
alrededores del pueblo sin tropezar con la «leira» trigal, el prado de regadío,
el pinar o el «brabádigo» de don Gelasio Garroso. Molinos y tejares; casas de
labor y hórreos; heredades donde la avena asomaba sus tiernos tallos verdes o
el maíz engreía su panocha rubia, todo iba perteneciendo al ex monago..., y en
la plaza de Cebre, en el sitio más aparente y principal, podían los vecinos admirar
y envidiar los blancos sillares que una legión de picapedreros labraba con
destino a la fachada suntuosa de la futura vivienda del ricacho.
Lo que más hacía cavilar al
vulgo era la certeza de que Garroso no había prestado a réditos con usura, ni
comerciado, ni heredado a tío de Indias, ni apelado a ninguno de los medios
lícitos o ilícitos de cazar con liga a la volandera fortuna. Descartada la
misteriosa procedencia de sus caudales, era la vida de Garroso clara y
transparente como el cristal, y sus costumbres tan honestas, tan intachable su
conducta, que ni se atrevía a rozarle la calumnia con sus alas de murciélago.
No sólo no practicaba la usura, sino que solía ayudar desinteresadamente a
vecinos a quienes veía con el agua al cuello; de cuando en cuando realizaba
verdaderos actos caritativos; no intrigaba, no se metía con nadie, ni era
pleiteante ni tirano para sus arrendatarios, ni hacía, en suma, cosa por la
cual no mereciese el dictado del hombre más pacífico y justo del orbe. Notaban
también su puntualidad en cumplir los deberes religiosos, en no perder misa y
en rezar diariamente el rosario; y aunque no se le viese confesar ni comulgar,
la gente de Cebre vivía persuadida de que lo hacía don Gelasio durante las
temporadas que pasaba en Compostela. Siempre se distinguió por la piedad el
hijo del sacristán de Bentroya, lo cual era tradición de familia, pues su padre
y su abuelo habían muerto casi en olor de santidad, usando cilicios y
edificando a sus contemporáneos. Estos antecedentes explican el asombro de los
vecinos de Cebre cuando el que no tenía sobre qué caerse muerto, apareció
nivelándose en caudal y rentas con los más altos señores del país.
Ya supondréis que la gente
de imaginación no se resignó a no inventar. Quién afirmó intrépidamente que la
fortuna de Garroso provenía de un contrabando de armas durante la guerra civil;
quién juró y perjuró que en un viejo pazo había encontrado un tesoro
fantástico, incalculable. Y no valía argüirles a estos novelistas de fecunda
vena con que la guerra civil se había reducido en Galicia a que saliesen unos
cuantos latrofacciosos mal armados de escopetas comidas de orín, y que, en
cuanto al tesoro del pazo, no parecía verosímil que lo hubiese desenterrado
Garroso, pues el único pazo que poseía -comprado a la arruinada y noble familia
de Lacunde- no pudo adquirirlo hasta después de tener dinero. A pesar de esta
objeción, la leyenda del tesoro fue la que prevaleció, la que obtuvo los
sufragios de la multitud, la que lentamente se impuso hasta a los sensatos. Personas
autorizadas aseguraban saber de buena tinta que don Gelasio vendía secretamente
a los plateros, en Compostela, pedrería y oro labrado, monedas antiquísimas,
sartas de perlas y deslumbradores joyeles de rubíes, esmeraldas y diamantes.
¡Y la versión era exacta!
Más de una vez, y más de dos, y más de veinte -a cada desembolso, motivado por
nuevas adquisiciones-, había realizado don Gelasio el viaje a Compostela,
llevando consigo una reverenda bota de lo añejo, la clásica morena del
país; pero morena preparada con los cubiletes para hacer juegos de
manos, pues bajo el vino ocultaba un doble fondo en que yacían las monedas y
las joyas. Los mayorales y zagales de la diligencia observaban que don Gelasio
no prestaba su morena a nadie; si asfixiados por el calor le pedían un
trago, sacaba dinero y los convidaba en las tabernas. Al llegar a la ciudad,
don Gelasio vaciaba la bota, extraía el contenido del doble fondo, y siempre a
deshora, y con la reserva más profunda, entraba en una ruin platería agazapada
al pie de la catedral, y enajenaba la pedrería rica, los fragmentos de oro
machacado, las onzas peluconas de abultado cuño; hecho lo cual regresaba a
Cebre sin desamparar la bota. El platero guardaba reserva porque el negocio
tenía enjundia.
Lo raro es que, después de
excursiones tan fructíferas, solía don Gelasio pasarse dos o tres días en la
cama, presa de un mal indefinido, una especie de morriña invencible. No
llamaba médico; absorbía una dosis de quina o una de cocción de ruibarbo, y, al
fin, se levantaba amarillo y desemblantado, como si saliese de una fiebre. Mal
pudiera explicarse el médico la verdadera causa de su desazón, ni decirle que
provenía directamente el espanto sentido cada vez que bajaba a la telarañosa
cueva donde guardaba los restos del tesoro depositado en sus manos por los
monjes de Bentroya cuando, al exclaustrarlos, hubieron de emprender el camino
al destierro. Y no era, ciertamente, que le asustase ver las monedas, la plata
repujada, ni las joyas que habían adornado sus altares; era que allí en la
cueva estaba también -testimonio evidente e irrecusable de su delito- el Cristo
viejo, la devotísima imagen conocida en el país por «Nuestro Señor de la Barbas ».
Había sido antaño la
venerada efigie, de grandor natural, la mejor prenda, el orgullo del famoso
monasterio. Acudían en peregrinación los campesinos a adorarla, creyendo que
las barbas de aquel rostro pálido crecían con regularidad, siendo preciso
despuntarlas cada mes; que aquella angosta frente sudaba gotas de sangre, y que
de aquellos ojos vidriosos, revulsos por la agonía, al cometerse en la comarca
un escándalo o un crimen, se desprendían gotas de salado llanto. Al saberse que
abandonaban el convento los monjes, creyóse que habían llevado consigo al
Cristo milagroso. No era cierto. La memoria de la virtud ejemplar del
sacristán, la excelente conducta de su hijo, les sugirieron la idea de confiar
a este la custodia, no sólo de la imagen, sino de todo el tesoro monacal, desde
los cálices visigóticos hasta las onzas de Carlos IV. Creían los buenos monjes
que aquello de la exclaustración era una racha pasajera; que la ira de Dios
caería sobre quien así profanaba los monasterios; que dentro de un año, dos a
lo sumo, aplacaríase la tormenta, sería castigada la iniquidad, y entrarían de
nuevo en su amado retiro, con el Santísimo bajo palio y pisando flores. Y hay
que reconocerlo: lo mismo creía don Gelasio.
Aguardó, pues, bastante
tiempo, más de dos lustros, conservando fielmente el depósito, y evitando que
cualquier indicio revelase, en aquel país infestado de gavillas de salteadores,
que la cueva de su humilde casucha oculta por la riqueza. Por precaución la
distribuyó, deslizando porciones por debajo de las vigas, en huecos que él
mismo abría en la pared y tapadas luego con cal y mezcla; en rincones del
huerto, que nadie sino él labraba, y donde enterraba muy profundas las ollas
rotas atestadas de oro y preseas. Pero corrieron los años; los acontecimientos
políticos siguieron su curso; el magno, el erguido monasterio de Bentroya,
especie de Escorial perdido en la montaña, empezó a cubrirse de hiedra, a tener
goteras, a dar indicios de decrepitud; los moradores de Cebre utilizaron como
leña de arder los confesionarios, los estantes de la biblioteca, el piso de las
celdas, hasta los tallados sitiales del coro..., y la idea criminal que
sordamente bullía en el cerebro y en la voluntad de Garroso se presentó clara y
definida, apretó el cerco, se envolvió en sofismas... y logró dar al traste con
la acrisolada honradez. En un viaje a Compostela enajenó el contenido de la
primera olla, y de vuelta adquirió la primera finca. Lo difícil es empezar.
Roto el freno, nada contuvo al infiel fideicomisario.
Ningún aviso, ningún
incidente casual vino a recordarle que delinquía. Sin duda todos los monjes habían
perecido en la exclaustración; quizá, y es lo verosímil, sólo uno de ellos, el
abad, el que hizo entrega a Gelasio del tesoro, sabía el secreto; y el abad,
cuando marchó, tenía setenta años y era propenso a la apoplejía. Lo cierto es
que nadie se presentó a reclamar nada, y don Gelasio hubiere gozado
tranquilidad absoluta en el crimen... a no ser por el Cristo viejo. «Nuestro
Señor de las Barbas», la sacra efigie que tanto le habían encomendado los
monjes, y que dormía en la cueva, descolgada de la cruz, envuelta en un
polvoriento sudario. A cada nueva sangría al tesoro de los monjes, aplicada a
satisfacer la codicia; a cada heredad con que redondeaba sus bienes; a cada
viaje a Compostela para desprenderse de monedas o joyas, don Gelasio, enfermo
de pavor, soñaba noches enteras con el Cristo, y le veía sacudir la envoltura y
surgir pálido, barbudo, ensangrentado y horrible. Todos podían ignorarlo; podía
no alzarse en la comarca una voz para condenar a Garroso; nadie le señalaría
con el dedo, porque nadie sabía el infame origen de sus rentas...; pero bien lo
sabía «Aquel», el del costado herido y los pies taladrados y la barba luenga,
el de la cara lívida y los desmayados ojos.
Quedábale a don Gelasio el
recurso de hacer hastillas y quemar la imagen... ¡Ah! No se atrevía; había
mamado con la leche y llevaba en las venas el respeto y la devoción a «Nuestro
Señor de las Barbas», la imagen soberana, milagrosa, en cuyo camarín ardía
siempre una lámpara de oro, y cuyo altar habían desgastado los besos de la fe...,
y sólo de recordar que allí, en su cueva, reposaba el largo cuerpo desprendido
de la cruz y rebujado en la sábana, parecido a un verdadero cadáver humano se
estremecía de angustia, de espanto y momentánea contrición. No se sentía capaz
ni de desenvolver el paño por miedo de ver crecidas las barbas de Cristo, y de
encontrar sus ojos bañados en lágrimas. Y al mismo tiempo, tener al Cristo allí
era conservar la evidencia del delito, la innegable prueba de la fechoría, y
don Gelasio, en noches de insomnio, sentía pesar sobre su corazón el cuerpo
inerte de Cristo, y en medio de las tinieblas creía palpar a su lado unos
brazos angulosos y recios, y sentir el roce sedoso de unas barbas finas,
espesas, como cabellera de mujer. Por eso, últimamente, se había propuesto no
bajar a la cueva, donde quedaban todavía rastros del botín, algunas joyas de
las más conocidas, que podían delatarle. «Nuestro Señor de las Barbas me ha de
castigar», pensaba, inundado en frío sudor. En efecto, llegó la hora del
castigo.
Nada tan peligroso como la
fama de rico en la aldea. Al tomar cuerpo la leyenda de que don Gelasio poseía
un tesoro, los ladrones de la comarca abrieron tanto ojo y meditaron un golpe.
Organizóse una gavilla para asaltar al ricachón solitario. En la noche más cruda
del invierno penetraron, enmascarados, en su vivienda; le ataron y con amenazas
y, por último, refinados tormentos, hechándole aceite hirviendo en la planta de
los pies y sobre el vientre desnudo, le obligaron a que revelase el escondrijo.
Como ya no quedaba sino lo
encerrado en la cueva, al hincarle lancetas de cañas entre las uñas, resolvióse
don Gelasio, moribundo de dolor, a guiar allí a los ladrones. Distinguíase en
un rincón la forma de Cristo encubierto por el sudario, y Garroso, trémulo de
espanto y desesperación, presenció como los bandidos rasgaban el paño
polvoriento y descubrían la sagrada efigie -cuyas barbas le parecieron
desmesuradas, formidables. Los chasqueados fascinero-sos dieron una patada al
Cristo, y, blasfemando, exigieron el oro y las joyas. Entonces Garroso, en vez
de señalar al rincón donde había soterrado lo que aún poseía del tesoro,
arrojóse sobre la ultrajada imagen, besándola con delirante arrepentimiento. Y
los ladrones, que temían ser sorprendidos porque los perros ladraban, apoyaron
en la sien de Garroso el cañón de una carabina, dispararon..., y el cadáver del
criminal, perdonado sin duda ya por la justicia celeste, rodó al lado de la
efigie, bañándola en sangre.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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