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miércoles, 7 de mayo de 2014

Responsable

-Mira por todo, tú me entiendes -repitió la madre, antes de equilibrarse sobre la molida o retorcido circular de paja, el cestón del cual salían apagados cacareos y rebasaban, alzando la cubierta de estopa, cabezas cómicamente asustadas de gallos y gallinas, no sea que, mientras vendo en la feria esta pobreza, ande el demonio suelto. Cuidado me puso el cura por nombre... Atiende a tus hermanos... ¡Quedas responsable, Cerilo...!
El niño agachó la testa en que se envedijaban rizos color de mora madura, mates por el polvo que los velaba, y su gesto, ya semiviril, aceptó la responsabilidad completamente. Aquella misma mañana, Cirilo había cumplido once años, y la Vieja Sabidora, repertorio de historias, cuentos y patrañas de la aldea, le había bisbiseado la víspera al oído:
-¡Quién como tú, que eres hijo de un señor!
¡De un señor! No era la primera vez que lo escuchaba, y siempre la noticia alzaba ecos profundos en su alma precozmente despierta, superior a la condición humilde en que vivía... Cirilo no conocía en nada absolutamente que fuese hijo de un señor, ni se diferenciaba de sus hermanitos, retoños del difunto marido de su madre, el zuequero de Solgas... Descalzo, vestido de remiendos pingajosos, uncido ya al trabajo de la casa y de la tierra, como manso novillo destetado antes de sazón, Cirilo se parecía bien poco a los hijos de los señores, limpios y hartos, según él los había visto en la villita de Castro Real. Y con todo eso creía firmemente en lo del señorío. Dentro de su espíritu algo se elevaba; era un sentimiento, o, mejor dicho, un puro instinto de estimación hacia su propia persona, lo que, si Cirilo tuviese otra edad, se llamaría altivez.
Los demás chiquillos de la aldea le hacían burla, porque ni quería salir al camino real a mendigar la perriña, ni a los huertos a robar manzanas, ni al viñedo a hurtar racimos, ni a los corrales ajenos a cazar huevos, echándole la culpa al zorro... ¡Hijo de un señor! Sin duda, un señor muy majo, de tropa, como el que estaba retratado en el Ayuntamiento de Castro Real, con patillas y cruces... Fantaseaba que su padre habría vivido largo tiempo con su madre; que le habría tenido en brazos a él, Cirilo, muchas veces... Después, ¡sabe Dios!, se habría ido a América, o a servir al rey, de general... Desvanecerían sus ilusiones si le contasen la verdad, aquella casual distracción de un señorito a la vuelta de la caza, distracción de la cual ya no hacían memoria ni el seductor ni la víctima. Como que Cirilo daba por seguro que su padre, allá por donde anduviese, se añoraba de él con frecuencia, y se prometía venir el día menos pensado a recogerle, a llevarle consigo y a vestirle un uniforme militar, con muchos galones... ¡Así tenía que ser! Y el mirar de los grandes ojos negros del adolescente se perdía a lo lejos, en los montizuelos color de violeta que limitaban la cañada, en el trozo de ría de un azul hialino que se extendía más allá del castañar. Por allí llegaría su padre, a la hora crítica en que él más descuidado estuviese...
Un momento, hasta que se perdió la figura de su madre, cargada con la cesta, en la revuelta del camino, Cirilo permaneció pensativo, inmóvil, rumiando las palabras de la Sabidora. Después, precipitadamente volvió a entrar en la pobre casa; había oído llorar a una de las criaturas, Gustiña -Justa-, que era el mismo pecado, y de fijo habría hecho alguna maldad. Y, en efecto, arrastrándose, Gustiña pudo subir al hogar, y aterrada de tener tan cerca la lumbre, de oír el glu del pote, sin acertar a retroceder, se desgañitaba. El mayorcito, de cinco años, en camisa rota, de pie, miraba a la menor, absorto, metiéndose el pulgar en la boca rosada y sucia. Cirilo riñó, salvó a la traviesa, recebó la lumbre y corrió a ordeñar la vaca, para dar a los chicos buenas sopas de leche con pan de maíz desmigajado. Estos menesteres piden tiempo. Así que atracó de sopas a los rapaces y los vio con el vientre tenso, redondo, los arrulló, los acostó juntos sobre un lecho de poma, hojas de maíz seco, con las cuales rellenan en el país los jergones. Aguardó impaciente hasta que la respiración igual y dulce de las criaturas le indicó que por una hora, al menos, no necesitaban vigilancia; rebañó el puchero de las sopas, y despacio, hundidas las manos, a falta de bolsillos, en la cintura del astroso pantalón, se metió por los sembrados hacia el hórreo de la señora Eufemia, detrás del cual se extiende la linde del bosque del castillo de Castro. Bajo la bóveda de los castaños centenarios, las vigas magníficas que se yerguen a alturas de muchos metros, sobre el musgo enjuto y velloso y la delicada hierbecilla anémica que crece al sombrizo del follaje, Cirilo se tiende para continuar soñando... Su padre llega; viene jinete en un potro fiero, arrogante, haciendo corvetas y manejando un sable relucidor; le coge a él, a Cirilo, y le aúpa al mismo caballo, y allí le aprieta contra su pecho, y le incrusta en la carne los bordados del gran uniforme, el metal de las condecoraciones... Cirilo, herido, magullado, venturoso, suspira y se despierta... Porque realmente era que se había dormido agobiado por el calor, y al abrir los ojos, la conciencia de su responsabilidad le alarma y le hace saltar, salvar a brincos la linde del bosque, el hórreo, el seto... Mal despabilado aún, se frotaba los párpados... ¿Qué era lo que le nublaba la vista? Tardó unos segundos en comprender...
«¡Humo! pensó, al fin. ¡Humo! ¿De dónde sale? De casa... ¡Ay Virgen!... El humo, el humo sale de casa... ¡Fuego!... ¡Hay fuego!»
Aquello no era correr, era galopar. Los talones de Cirilo se juntaban con su grupa. Su boca, abierta, llena de un torbellino de aire, no podía formar sonidos ni gritar el ¡socorro! ¡socorro!, que le subía a los labios. En su cerebro no había ideas, sólo el retemblido, el zumbido sordo de una enorme masa próxima a desprenderse y envolverlo todo en su caída... Según se aproximaba a la casuca, entre la humareda densa y creciente, distinguía el rojo de la llama, la lengua vibrátil que salía de las fauces de sombra. Tan disparado iba el niño, que, para detenerse en seco ante la puerta, necesitó sentir que se asfixiaba con el humazo...
Un instante vaciló. La casa ardía rápidamente; sola, abandonada, tranquila, ni un alma había acudido; alrededor no existían vecinos, y como en la canícula suelen inflamarse pajares y rastrojos, la gente de los contornos no se preocupaba de humaredas. Dentro estaban las criaturas, las que, sin duda, despertándose y jugando tercamente con los tizones, habrían prendido el incendio... Se quemarían allí, como dos pichoncitos tostados en el mismo palomar. Pero Cirilo comprendía también que si entraba era para ganarse la muerte. Un sudor frío humedeció sus sienes, en donde latía la sangre, agitada por la carrera loca. ¡Perecer achicharrado! Al fin, los cativos ya estarían muertos; su llanto no se oía... El muchacho retrocedió.
«Quedas responsable, Cirilo», murmuraba dentro de él la voz materna.
Y la paterna, la de aquel apuesto general que tanto amaba a su hijo y se acordaba de él y vendría a buscarle, repetía:
«Anda, valiente, anda, que para eso tienes sangre mía...»
Cirilo hizo la señal de la cruz y se arrojó al horno, entre dos llamaradas, que le recibieron como dos brazos rojos de verdugo...

«Blanco y Negro», núm. 85, 1907.

Cuento de la tierra

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