-Mira por todo,
tú me entiendes -repitió la madre, antes de equilibrarse sobre la molida
o retorcido circular de paja, el cestón del cual salían apagados cacareos y
rebasaban, alzando la cubierta de estopa, cabezas cómicamente asustadas de
gallos y gallinas, no sea que, mientras vendo en la feria esta pobreza, ande
el demonio suelto. Cuidado me puso el cura por nombre... Atiende a tus
hermanos... ¡Quedas responsable, Cerilo...!
El niño agachó
la testa en que se envedijaban rizos color de mora madura, mates por el polvo
que los velaba, y su gesto, ya semiviril, aceptó la responsabilidad
completamente. Aquella misma mañana, Cirilo había cumplido once años, y la Vieja Sabidora ,
repertorio de historias, cuentos y patrañas de la aldea, le había bisbiseado la
víspera al oído:
¡De un señor! No
era la primera vez que lo escuchaba, y siempre la noticia alzaba ecos profundos
en su alma precozmente despierta, superior a la condición humilde en que
vivía... Cirilo no conocía en nada absolutamente que fuese hijo de un señor, ni
se diferenciaba de sus hermanitos, retoños del difunto marido de su madre, el
zuequero de Solgas... Descalzo, vestido de remiendos pingajosos, uncido ya al
trabajo de la casa y de la tierra, como manso novillo destetado antes de sazón,
Cirilo se parecía bien poco a los hijos de los señores, limpios y hartos, según
él los había visto en la villita de Castro Real. Y con todo eso creía
firmemente en lo del señorío. Dentro de su espíritu algo se elevaba; era un
sentimiento, o, mejor dicho, un puro instinto de estimación hacia su propia
persona, lo que, si Cirilo tuviese otra edad, se llamaría altivez.
Los demás
chiquillos de la aldea le hacían burla, porque ni quería salir al camino real a
mendigar la perriña, ni a los huertos a robar manzanas, ni al viñedo a
hurtar racimos, ni a los corrales ajenos a cazar huevos, echándole la culpa al
zorro... ¡Hijo de un señor! Sin duda, un señor muy majo, de tropa, como el que
estaba retratado en el Ayuntamiento de Castro Real, con patillas y cruces...
Fantaseaba que su padre habría vivido largo tiempo con su madre; que le habría
tenido en brazos a él, Cirilo, muchas veces... Después, ¡sabe Dios!, se habría
ido a América, o a servir al rey, de general... Desvanecerían sus ilusiones si
le contasen la verdad, aquella casual distracción de un señorito a la vuelta de
la caza, distracción de la cual ya no hacían memoria ni el seductor ni la
víctima. Como que Cirilo daba por seguro que su padre, allá por donde
anduviese, se añoraba de él con frecuencia, y se prometía venir el día menos
pensado a recogerle, a llevarle consigo y a vestirle un uniforme militar, con
muchos galones... ¡Así tenía que ser! Y el mirar de los grandes ojos negros del
adolescente se perdía a lo lejos, en los montizuelos color de violeta que
limitaban la cañada, en el trozo de ría de un azul hialino que se extendía más
allá del castañar. Por allí llegaría su padre, a la hora crítica en que él más
descuidado estuviese...
Un momento,
hasta que se perdió la figura de su madre, cargada con la cesta, en la revuelta
del camino, Cirilo permaneció pensativo, inmóvil, rumiando las palabras de la Sabidora. Después ,
precipitadamente volvió a entrar en la pobre casa; había oído llorar a una de
las criaturas, Gustiña -Justa-, que era el mismo pecado, y de fijo habría hecho
alguna maldad. Y, en efecto, arrastrándose, Gustiña pudo subir al hogar, y
aterrada de tener tan cerca la lumbre, de oír el glu del pote, sin
acertar a retroceder, se desgañitaba. El mayorcito, de cinco años, en camisa
rota, de pie, miraba a la menor, absorto, metiéndose el pulgar en la boca
rosada y sucia. Cirilo riñó, salvó a la traviesa, recebó la lumbre y corrió a
ordeñar la vaca, para dar a los chicos buenas sopas de leche con pan de maíz
desmigajado. Estos menesteres piden tiempo. Así que atracó de sopas a los
rapaces y los vio con el vientre tenso, redondo, los arrulló, los acostó juntos
sobre un lecho de poma, hojas de maíz seco, con las cuales rellenan en
el país los jergones. Aguardó impaciente hasta que la respiración igual y dulce
de las criaturas le indicó que por una hora, al menos, no necesitaban
vigilancia; rebañó el puchero de las sopas, y despacio, hundidas las manos, a
falta de bolsillos, en la cintura del astroso pantalón, se metió por los
sembrados hacia el hórreo de la señora Eufemia, detrás del cual se extiende la
linde del bosque del castillo de Castro. Bajo la bóveda de los castaños
centenarios, las vigas magníficas que se yerguen a alturas de muchos metros,
sobre el musgo enjuto y velloso y la delicada hierbecilla anémica que crece al
sombrizo del follaje, Cirilo se tiende para continuar soñando... Su padre
llega; viene jinete en un potro fiero, arrogante, haciendo corvetas y manejando
un sable relucidor; le coge a él, a Cirilo, y le aúpa al mismo caballo, y allí
le aprieta contra su pecho, y le incrusta en la carne los bordados del gran
uniforme, el metal de las condecoraciones... Cirilo, herido, magullado,
venturoso, suspira y se despierta... Porque realmente era que se había dormido
agobiado por el calor, y al abrir los ojos, la conciencia de su responsabilidad
le alarma y le hace saltar, salvar a brincos la linde del bosque, el hórreo, el
seto... Mal despabilado aún, se frotaba los párpados... ¿Qué era lo que le
nublaba la vista? Tardó unos segundos en comprender...
«¡Humo! pensó,
al fin. ¡Humo! ¿De dónde sale? De casa... ¡Ay Virgen!... El humo, el humo sale
de casa... ¡Fuego!... ¡Hay fuego!»
Aquello no era
correr, era galopar. Los talones de Cirilo se juntaban con su grupa. Su boca,
abierta, llena de un torbellino de aire, no podía formar sonidos ni gritar el ¡socorro!
¡socorro!, que le subía a los labios. En su cerebro no había ideas, sólo el
retemblido, el zumbido sordo de una enorme masa próxima a desprenderse y
envolverlo todo en su caída... Según se aproximaba a la casuca, entre la
humareda densa y creciente, distinguía el rojo de la llama, la lengua vibrátil
que salía de las fauces de sombra. Tan disparado iba el niño, que, para
detenerse en seco ante la puerta, necesitó sentir que se asfixiaba con el
humazo...
Un instante
vaciló. La casa ardía rápidamente; sola, abandonada, tranquila, ni un alma
había acudido; alrededor no existían vecinos, y como en la canícula suelen inflamarse
pajares y rastrojos, la gente de los contornos no se preocupaba de humaredas.
Dentro estaban las criaturas, las que, sin duda, despertándose y jugando
tercamente con los tizones, habrían prendido el incendio... Se quemarían allí,
como dos pichoncitos tostados en el mismo palomar. Pero Cirilo comprendía
también que si entraba era para ganarse la muerte. Un sudor frío humedeció sus
sienes, en donde latía la sangre, agitada por la carrera loca. ¡Perecer
achicharrado! Al fin, los cativos ya estarían muertos; su llanto no se
oía... El muchacho retrocedió.
Y la paterna, la
de aquel apuesto general que tanto amaba a su hijo y se acordaba de él y
vendría a buscarle, repetía:
Cirilo hizo la
señal de la cruz y se arrojó al horno, entre dos llamaradas, que le recibieron
como dos brazos rojos de verdugo...
«Blanco y Negro», núm. 85, 1907.
Cuento de la tierra
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