Mientras residí en
la corte desempeñando mi modesto empleo de doce mil en las oficinas de
Hacienda, pocas noches recuerdo haber faltado al paraíso del teatro Real. La
módica suma de una peseta cincuenta, sin contrapeso de gasto de guantes ni
camisa planchada -porque en aquella penumbra discreta y bienhechora no se echan
de ver ciertos detalles, me proporcionaba horas tan dulces, que las cuento
entre las mejores de mi vida.
Durante el acto,
inclinado sobre el antepecho o sobre el hombro del prójimo, con los ojos
entornados, a fuer de dilettante cabal, me dejaba penetrar por el goce
exquisito de la música, cuyas ondas me envolvían en una atmósfera encantada.
Había óperas que eran para mí un continuo transporte: Hugonotes, Africana,
Puritanos, Fausto, y cuando fue refinándose mi inteligencia musical, El
Profeta, Roberto, Don Juan y Lohengrin. Digo que cuando se fue refinando mi
inteligencia, porque en los primeros tiempos era yo un porro que disfrutaba de
la música neciamente, a la buena de Dios, ignorando las sutiles e intrincadas
razones en virtud de las cuales debía gustarme o disgustarme la ópera que
estaba oyendo. Hasta confieso con rubor que empecé por encontrar sumamente
agradables las partituras italianas, que preferí lo que se pega al oído, que
fui admirador de Donizetti, amigo de Bellini, y aun me dejé cazar en las redes
de Verdi. Pero no podía durar mucho mi insipiencia; en el paraíso me rodeaba de
un claustro pleno de doctores que ponían cátedra gratis, pereciéndose por abrir
los ojos y enseñar y convencer a todo bicho viviente. Mi rincón favorito y acostumbrado,
hacia el extremo de la derecha, era, por casualidad, el más frecuentado de
sabios; la facultad salmantina, digámoslo así, del paraíso. Allí se derramaba
ciencia a borbotones y, al calor de las encarnizadas disputas, se desasnaban en
seguida los novatos. Detrás de mí solía sentarse Magrujo, revistero de El Harpa
-periódico semiclandestino, cuyo suspirado y jamás cumplido ideal era una butaca
de favor, para darse tono y lucir cierto frac picado de polilla y asaz
anticuado de corte. A este Magrujo competía ilustrarnos acerca de si las
«entradas» y «salidas» de los cantantes iban como Dios manda; y desempeñaba su
cometido como un gerifalte, por más que una noche le pusieron en visible apuro
preguntándole qué cosa era un semitono y en qué consistía el intríngulis de
cantar sfogatto. A mi izquierda estaba Dóriga, un chico flaco, ayudante
de una cátedra de Medicina, el cual tenía el raro mérito de no oír nunca a los
cantantes, sino a la orquesta, y para eso, de no oírla en conjunto, sino a cada
instrumento por su lado, de manera que, al caer el telón, nos tarareaba
pianísimo, con entusiasmo loco, los compases, ¡morrocotudos! de los violines
antes del aria del tenor, o las notas ¡de buten!, que tiene el corno inglés
después del coro de sacerdotes, verbigracia. Un poco más lejos, silencioso y
mamando el puño de su bastón, que era una esfera de níquel, veíamos a don
Saturnino Armero, oráculo respetadísimo, ya porque sólo hablaba en contadas
ocasiones y para resolver las disputas de mayor cuantía, ya porque era uno de
esos maniáticos de arte que tienen la habilidad de meterse por el ojo de una
aguja en casa de las eminencias más ariscas e inaccesibles, y ahí le tienen
ustedes íntimo amigo de Arrieta, y de Sarasate, y de Gayarre y de Uetam y de
Monasterio, y él sabía antes que nadie el tren por que llegaba la Patti a Madrid, y esperaba a
la diva en el andén, y a él le confiaba la Reszké la cartera de viaje, para que hiciese el
favor de llevársela hasta su domicilio, y él asistía a las conversaciones más
privadas, siempre silencioso y mamando el puño del bastón, pero oyendo con toda
su alma, sin pestañear siquiera, adquiriendo conocimientos profundos y erudición
peregrina y datos siempre nuevos. Este mortal iniciado podía disfrutar butaca
gratis, pues desde el empresario hasta el último tramoyista, todo el mundo era
amigo de don Saturnino Armero; pero iba al paraíso por no mudarse camisa
después de embaular el garbanzo.
Quien más
alborotaba el corro era Gonzalo de la
Cerda , teniente de Estado Mayor, con puntas y collares de
artista. Éste no venía siempre a las altas regiones; muchas noches le veíamos
en las butacas luciendo su linda y afeminada figura y su blanquísima pechera, y
no dando punto de reposo a los gemelos. Cuando subía a compartir nuestra
oscuridad, se armaba un alboroto, una Babel de discusiones, que no nos
entendíamos. Porque La Cerda ,
de puro quintaesenciado y sabihondo que era en asuntos de música, nos traía
mareados a todos, diciendo cosas muy raras. Aseguraba formalmente que el peor
modo de entender y apreciar una ópera era oírla cantar. Eso se queda para el
profano vulgo; los verdaderos inteligentes no gozan con que les interpreten
otros las grandes páginas; han de traducirlas ellos, sin interme-diario, en
silencio absoluto, leyéndolas con el cerebro y el pensamiento, lo mismo que se
lee un libro, el cual no hay duda que se entiende mucho mejor leyéndolo para sí
que si nos lo lee otra persona.
-Según eso -le
replicábamos- el verdadero placer de la música, ¿lo saborean principalmente los
sordos?
Contábanos,
además, La Cerda
que él se pasaba horas larguísimas, desde la una hasta las cuatro de la
madrugada, acostado, con la luz encendida, la partitura, sinfonía o sonata
sobre el estómago, interpreta que te interpre-tarás, tan absorto, que se creía
en el quinto cielo.
-Para que no me lo
cuenten. Y tampoco se viene siempre al teatro por la función, contestaba
sonriendo, mientras las vecinitas (teníamos por allí dos o tres de recibo)
hacían que se ruborizaban, dándose aire muy aprisa con al abanico japonés.
Aún chillábamos y
aturdíamos más a La Cerda
por su inexorable modo de maltratar nuestras óperas preferidas. Aida le
parecía una rapsodia, una cosa que «no le había resultado» a Verdi; Rigoletto,
un mal melodrama; Somnámbula, arrope manchego; Fausto, una
zarzuela. Esto fue lo que acabó de sulfurarnos. ¡Una zarzuela, Fausto, el
Fausto de Gounod! ¡La ópera que siempre llenaba el paraíso; la que sabíamos
todos de memoria y tarareábamos enterita desde la sinfonía hasta la apoteosis
final! Y nada, él firme en que era una zarzuela -«una mala zarzuela», añadía
con descaro-, falta de inspiración, de seriedad y de frescura. En prueba de
este aserto, canturreaba algunos motivos de Fausto, que, efectivamente,
se encuentran en zarzuelas antiguas: a lo cual replicábamos nosotros entonando
motivos también zarzueleros y hasta callejeros y flamencos, que, sobre poco más
o menos, pueden encontrarse en el Don Juan, de Mozart; con lo cual
imaginábamos aplastarle, porque el Don Juan era para nosotros la
autoridad suprema, la ópera indiscutible; lo demás podía ponerse en tela de
juicio; pero al nombrar Don Juan, boca abajo todo el mundo. Vimos, sin
embargo, con indignación profunda, que ni ese sagrado respetaba el iconoclasta
de La Cerda. Para
él, Don Juan era una ópera riquísima en temas y asuntos, pero mal
trabada y defectuosa en su composición; algo parecido a esos libros gruesos,
tesoro de noticias eruditas, y que nadie lee enteros; únicamente se archivan en
las bibliotecas, como obras de consulta, para hojearlos si ocurre.
Cuando le
preguntábamos a La Cerda
si había alguna ópera que él considerase perfecta, digna de proponerse hoy por
modelo, solía citarnos las de Wagner y también otras de compositores franceses,
como Massenet, Bizet, etc. -que para mí ni son carne ni pescado-. Ello es que
entre la feroz intransigencia del iconoclasta, la crítica parcial de Dóriga,
las observaciones de Magrujo y las escasas, pero contundentes advertencias de
don Saturnino, yo iba ilustrando mi criterio, y ya casi me juzgaba doctor en
estética musical. En el dichoso rincón llovían maestros. Cada cual tenía su especialidad:
el uno se sabía de memoria las óperas, y en el entreacto nos cantaba todo el
acto pasado y el futuro; el otro estaba fuerte en argumentos: sabía al dedillo
la letra de los recitados, y por él nos enterábamos de lo que decía el coro, y
del motivo por qué andaba tan furioso el tenor, o la tiple tan melancólica; el
de más allá despuntaba en la crónica de entre bastidores, y nos revelaba
secretos psicofísicos, que son clave de muchas ronqueras, de varios catarros y
de ciertos «gallos» intempestivos. Insensiblemente, con los «elementos que cada
cual aportaba», tomando de aquí y de acullá, a todos se nos formaba el gusto y
se nos desarrollaba de un modo portentoso el chichón de la filarmonía. Añádase
a esto el grato calor de intimidad que en el paraíso une a gentes que, acabada
la temporada de ópera, no vuelven a verse en todo el año; el gusto de estar en
contacto perpetuo con hermosas cursis, tan amables que, mientras llegaba, me
guardaban el sitio, colocando en él sus abrigos para señal; la sección de chismografía
y despellejamiento de las damas de alto coturno que, a vista de pájaro,
distinguíamos tan orondas, y a veces tan aburridas, en sus palcos forrados de
carmesí, entre un mar de caliente luz y un vago centelleo de pedrerías; el
placer de sudar mientras fuera nevaba; otras mil ventajas y atractivos que el
paraíso reúne, y diga cualquiera si no había yo de pasarlo bien en mi
rinconcito.
Por desgracia, el
amigo de un diputado poderoso codició mi puesto en la oficina y en la corte, y
como favor especial se me dio a escoger entre la traslación o la cesantía.
Claro que me agarré a lo primero con dientes y uñas; pero se me partía el
corazón al despedirme de mi paradisíaca banqueta. Pude lograr ir a Marineda de
Cantabria, capital de provincia afamada por su buen clima y su próspero
comercio, y donde con mi sueldecillo y mis metódicas aficiones, que ya iban
siendo de solterón empedernido e incurable, esperaba llevar una existencia
apacible y pálida, sin alegrías ni disgustos de marca mayor, cumpliendo mi obligación
y procurando no meterme con nadie; en suma, vegetar, que es mi humilde
aspiración de hombre oscuro, resignado a no dejar huella grande ni chica en la
memoria de sus semejantes.
Instaléme en una
casita de huéspedes de las de poco trapío, aunque céntrica y regida por patrona
agasajadora y afable, y arreglé como un cronómetro mis quehaceres y mis horas.
Mañana y tarde, a la oficina; un paseo antes de anochecer, por las Filas y
calle Mayor; al café y al Casino de la Amistad un rato, así que se encendía luz, para
leer los periódicos y echar un párrafo con los conocidos; y a las once, a casa,
donde me esperaba mi camita de hierro, a cada paso más solitaria y
melancólica...
Es infalible que
al poco tiempo de residir en provincia, todo hombre de bien se siente inclinado
al matrimonio y echa de menos los «purísimos goces del hogar». La situación del
soltero, considerado «partido», «proporción» o «colocación» para las niñas, se
pasa de comprometida y difícil en pueblos semejantes a Marineda. Por todas
partes se le tienden lazos, se le asestan flecheras miradas y tiernas sonrisas;
los amigos casados -supongo que con la intención de un miura- le asaetean a
bromas incitándole a entrar en el gremio; las mamás y papás le dedican
peligrosas amabilidades o, si la niña es rica, le obsequian con inesperados
sofiones; pero, sobre todo, el tedio, la insufrible pesadez de la vida angosta
le producen eso que ahora llaman «sugestión», y le incitan a acurrucarse en un
caliente nido familiar que se supone asilo de la dicha, sin que para esta
ilusión, como para las demás humanas, haya escarmiento posible en cabeza ajena.
En mí influía especialmente el aburrimiento de las noches. Porque ni el Casino
de la Amistad ,
con sus mesas de tresillo y su gabinete de lectura, ni otros pequeños centros
de reunión que se formaban en cafés, boticas y tiendas, equivalían, desde que
empezaron las largas y lluviosas veladas de otoño, a mi querido paraíso.
Faltábanme
aquellas graciosas escaramuzas artísticas a que yo estaba acostumbrado. En
Marineda se habla eternamente de cuestiones locales mezquinas, que me
importaban un bledo, que ya me desesperaba oír comentar, si algunas veces con
ingenuo y sandunga, por lo regular con machaconería insufrible. La misma
murmuración (de la cual yo no reniego, al contrario, pues la cuento entre las
cosas más divertidas e instructivas que hay en el mundo) no tiene en provincia
aquella ligereza cortesana, que parece que les pone alas a los chistes; en
provincia se gruñe quince días por lo que en Madrid entretiene y provoca
chistes dos minutos, y más que latigazo, semeja la censura cruel carrera de
baquetas, en que ya ningún corazón generoso puede dejar de interesarse por la
víctima y detestar a los verdugos. Como además no soy muy aficionado al juego,
faltábame el recurso de fundar una partida de tresillo. Malhumorado, me
acostaba a las diez y conciliaba el sueño leyendo y releyendo La Correspondencia ,
El liberal, los periódicos de la corte, sobre todo cuando hablaban de la
temporada lírica y traían alguna crónica de Magrujo, quien, desde El Harpa,
había logrado ascender a la
Prensa de fuste y, sin duda, a la suspirada butaca de favor.
Pero, gradualmente, se me hacía más árida y más triste la soledad de mi alcoba
de posada, con sus cortinillas de muselina de dudosa limpieza, el feo lavabo de
hierro, la desvencijada mesa de noche y la desolación de las ropas colgadas en
la percha, que parecían siluetas fláccidas de ahorcados.
A principios de
noviembre se abrió el Teatro principal, llamado Coliseo por la Prensa marinedina. Una
compañía de zarzuela, ni mejor ni peor que las que actúan en la corte, se
dedicó a refrescar los secos laureles del repertorio clásico: Magiares,
Diamantes de la corona, Dominó azul, alternando con las zarzuelas nuevas, Molinero
de Subiza, Tempestad, Anillo de hierro, y no sin intercalar de cuando en
cuando La Gran Vía ,
Niña Pancha y otras humoradas de las que hoy gozan el favor del público.
Como buen aficionado a la música, yo detesto la zarzuela; pero concurrí
asiduamente al teatro por lo consabido «¿Adónde vas, Vicente? A donde va la
gente.» Los días en que se representaban ciertas obras de pretensiones, como La
tempestad, me las echaba de entendido, despreciando aquella «ridícula
parodia de la música formal» y alzando desdeñosamente los hombros cuando
algunos profanos de las butacas la ensalzaban mucho. Así fui ganando fama de
competente y filarmónico, y empezaron a respetarme los grupos que se formaban
en los pasadizos. Mis once años de paraíso eran un diploma de suficiencia que
imponía a los más lenguaraces. Cuando me veían, repantigado en mi butaca,
fruncir el ceño a ciertos descuidos de la tiple y subrayar las desafinaciones y
los berridos del barítono, me decían con acento respetuoso:
-¡Bah! Lo que
menos le importa a Estévez es lo que pasa en la escena- replicaban otros
dándome en el hombro palmadicas.
Y era verdad.
Generalmente, mis ojos tomaban la dirección de la platea cuarta, donde lucían
sus encantos dos niñas de las más bonitas que honran a Marineda -y cuenta que
allí las hay bonitísimas y a granel; una de las razones por que en aquel pueblo
pesa tanto la soltería-. Las dos niñas sabían perfectamente que yo miraba hacia
su palco; pero lo gracioso fue que al principio las miraba a ambas, pues me
gustaban lo mismo; eran muy parecidas, como dos gotas, solo que una tenía la
cara más cándida y la otra el respingo de la nariz le daba un aire de picardía
saladísimo. Por lo cual llegué a preferirla; más ellas, no sabiendo de fijo a
cuál se dirigía el homenaje de mi «oseo», determinaron que era a la
inocentilla, y, en efecto, ésta fue la que, con disimulo y por el rabo del ojo,
empezó a corresponder a mis amorosas finezas. A los pocos días me avine y
acostumbré de tal modo al cambio, que hasta llegué a dudar si en efecto sería a
Celinita y no a Natividad a quien desde el primer momento había
dedicado mis tiernas ansias.
En este
entretenimiento inofensivo se pasó la primera temporada teatral, que duró hasta
fines de enero -setenta o setenta y cinco mortales zarzuelas que nos encajaron,
entre el doble abono y las extraordinarias y beneficios-. Ya todo Marineda
sabía de memoria los aires y letra de La Gran Vía y de Los lobos marinos;
los pianos caseros nos martilleaban los oídos con música de las mismas obras, y
las bandas militares las ejecutaban por las tardes en el paseo y en misa de
tropa por las mañanas. A los artistas de la compañía los considerábamos como de
la familia, por decirlo así, y el barítono y el gracioso se habían creado -lo
afirmaban los periódicos- verdaderas simpatías en la población.
Sólo yo les ponía
la proa, asegurando que los zarzueleros no merecen consideración de artistas,
ni ese es el camino. En suma, ellos, el día que se marcharon, mostrábanse
tristes, sintiendo dejar aquel pueblo donde tan afectuosamente se les trataba,
donde alternaban con lo más granado del sexo masculino. La contralto, a quien
le había salido un protector (según malas lenguas), iba hecha un mar de
lágrimas. No me conmovió la partida de la compañía, lo confieso; sin embargo,
al día siguiente de la marcha noté un vacío: las noches volvían a ser eternas,
otra vez al Casino de la
Amistad , en medio de un aguacero desatado, a oír las mismas
murmuraciones, a discutir horas enteras si la plaza de médico del hospital se
le debió dar a Barboso o a Terreiros; y si fueron intrigas de Mengano o
imposiciones de Perengano; y Celinita metida en su casa o refugiada en ciertas
tertulias caseras, pero graves, donde yo no me atrevía ni a poner el pie,
porque era tanto como ponerlo en la antesala de la iglesia, y al pensar en eso,
con toda mi nostalgia de la familia, me entraban escalofríos.
Yo veía a
Celinita en la platea, y me encantaba contemplarla, recreándome en el precioso
conjunto que hacía su cara juvenil, muy espolvoreada de polvos de arroz como un
dulce fino de azúcar; su artístico peinado, con un caprichoso lazo rosa
prendido a la izquierda; su corpiño de «velo» crema, alto de cuello, según se
estila, que dibujaba con pudor y atrevimiento la doble redondez del seno casto;
pero cuando saltaba con la imaginación un lustro y me figuraba a la misma
Celinita ajada por el matrimonio y la maternidad, con aquel pecho, tan curvo
ahora, flojo y caído; malhumorada y soñolienta por la noche feroz que nos había
dado nuestro tercer canario de alcoba..., entonces, a pesar de mis soledades
nocturnas y mis ansias de vida íntima, me felicitaba de que Celinita se
aburriese sola en alguna de esas tertulias de provincia donde las muchachas se
ven obligadas a bailar el rigodón unas con otras mientras los hombres
disponibles y casaderos entran furtivamente y embozados hasta los ojos, en la
casa de tal o cual modistilla o cigarrera alegre, allá por los barrios
extraviados y sospechosos.
A mediados de
febrero comenzó a fermentar en Marineda una noticia. Venía, venía, venía y
venía muy pronto, ¡nada menos que compañía de ópera!, ¡un cuarteto de primer
orden, con cantantes aplaudidos y admirados en los mejores teatros de Portugal,
de Italia y hasta de Rusia! La nueva circuló rápidamente y alborotó los
corrillos y originó interminables polémicas. La mayoría de los marinedinos
estaban a favor de la Empresa ,
aunque les escamaba un tanto lo de los precios, pues entre la compañía de
zarzuela y los bailes de Carnaval andaban muy exprimidos los bolsillos, y, una
butaca en dieciocho reales, ¡era un ladronicio escandaloso! Pero, en cambio, se
llenaban la boca con decir que en su coliseo tendrían un espectáculo no
inferior a los que se disfrutan en Barcelona y Madrid. Gustábales leer en la
lista del cuadro de compañía renglones sonoros, como: Prima donna, signora
Eva Duchesini. Soprano, signora Lucrezia Fioravalle. Primo basso, signor
Filiberto Cavaglione. Y más abajo de estos nombres melodiosos y
rimbombantes, que suenan como gorgoritos, una tentadora lista de óperas, de las
cuales, desde hacía bastantes años, no se oía en Marineda sino algún trozo
ejecutado por las charangas o hecho picadillo por los pianos: Lucía,
Barbero, Fausto, ¡y hasta Roberto el Diablo y Hugonotes!
Desde el primer
momento voté en contra de la compañía: oposición a rajatabla, con un furor que
a veces me asombraba a mí mismo. En primer lugar, me fastidiaba soltar
dieciocho reales por ver mamarrachos, yo, que tanto tiempo había estado oyendo
por seis reales o una peseta lo mejorcito que hay en Europa en materia de arte
lírico. En segundo, mi conciencia de aficionado antiguo se sublevaba: ¿Qué Hugonotes
ni qué alforjas en el teatro de Marineda? ¿Qué Roberto? ¿Quién era la Duchesini , muy señora
mía, que jamás la había oído nombrar? ¿Qué becerro sería ese Cavaglione,
conocidísimo en su casa a las horas de comer?
Sin embargo, como
en provincia no hay originalidad posible en el vivir y es fuerza que todos
vayan unos tras otros como mulos de reata, la perspectiva de encontrarme sólo
en el salón del Casino de la
Amistad , en aquel salón lúgubre cuando no lo puebla el ruido
de las disputas; el terror de pasarme la velada en compañía de tres o cuatro
catarros crónicos (el senado machucho que no suelta por nada su rincón); el
recelo de que me llamasen tacaño, y dijesen que había querido ahorrar el dinero
del abono; el fastidio de que viniesen a contarme novecientas grillas sobre la
hermosura de la contralto y la voz del tenor, y acaso una comezón secreta de
volver a cruzar mis ojos con los de Celina y fantasear amores sin riesgo ni
compromiso, todo me impulsó a abonarme, escogiendo mucho la butaca, como se
escoge la casa donde se piensa habitar largo tiempo.
Otras razones
había para que aquel abono fuese un acontecimiento, un estímulo y un interés en
mi monótona existencia. La oposición sañuda que yo había hecho por espacio de
quince días a la ópera, me había dado ocasión de desplegar en corrillos,
casinos, cafés y tiendas mis variados conocimientos en arte musical, y de lucir
aquel mosaico de teorías, análisis, juicios y doctrinas que debía a la
enseñanza de mis compañeros de paraíso. Asombrábame, cual se asombraría el
fonógrafo si fuese consciente, de notar cómo me subían a la boca y se me salían
por ella a borbotones las mismas palabras de mis doctores y maestros. Yo había
absorbido, a modo de esponja, la sabiduría de todos ellos juntos. Unas veces
charlaba con la verbosidad y petulancia de Magrujo; otras juntaba el pulgar y
el índice, alzando los demás dedos y estirando el hocico para alabar un pizzicatto
o un crescendo, igual que Dóriga; ya imitaba la campanuda gravedad del
venerable Armero, dando exactísimos detalles biográficos, que todo el mundo
ignoraba, acerca de Gayarre, Antón, Stagno, la Patti y la Theodorini ; ya, como Gonzalo de la Cerda , desarrollaba aquellas
profundas teorías de que el peor modo de entender una ópera es oírla cantar, y
el más inefable placer artístico se cifra en tenerla sobre el estómago a las
altas horas de la noche, entre el silencio, y leerla para sí. Hasta juré que
esto último lo había yo ejecutado varias veces; y como el afirmar mucho que se
sabe una cosa equivale a saberla, y ya desde la temporada de zarzuela alardeaba
de entendido, mi reputación creció bastante, y me sentí temido, influyente y
poderoso, lo cual halagó mi amor propio.
Cuando fui a
recoger mi butaca, el encargado de la cobranza me dijo con suma deferencia y en
voz conciliadora:
-Señor de
Estévez, ya sabemos que entiende usted muchísimo de música... Verá usted que el
cuadro de compañía es digno de figurar en cualquier parte... Creo que ha de
quedar usted contento del bajo... es una notabilidad: también la tiple... Ya me
dirá usted ciertas faltitas. ¿Usted me entiende?; por supuesto, que en teatros
que no son el Real, hay que perdonarlas; y más les temo yo a los ignorantes,
que nunca olfatearon una buena ópera, que a las personas ilustradas y
competentísimas, como usted. Aquí (bajando la voz) no hay criterio propio; no,
señor. En fin, le voy a decir a usted, en reserva, una cosa: ya tres o cuatro
personas me han pedido que les guarde butaca cerca de la que usted tome para
oír su parecer y enterarse. Conque imagínese usted... Nada de lo que usted diga
se les pasará por alto. Su fallo se espera con impaciencia.
Comprendí que el bueno
del recaudador me estaba camelando para que no les hiciese mala obra, y esto
lisonjeó infinito mi vanidad y me sobornó; seamos francos. Después de todo,
¿qué eran los cantantes sino pobres diablos que venían a ganar su pan? Casi
experimenté un sentimiento de conmiseración y cariño hacia aquellas gentes
desconocidas, que ya me proporcionaban dejos de emoción artística, arrancándome
a las empalagosas chismografías del Casino.
Marineda, que es
una ciudad comercial y bastante culta, a quien quitan el sueño los laureles de
Barcelona, se precia ante todo de entender de música; y no hay duda, sus hijos
revelan disposición para lo que los periódicos locales llaman «el divino arte»;
mas la falta de comunicación, la imposibilidad de oír a menudo verdaderas eminencias,
de asistir a conciertos y de tomar el gusto, hacen que la inteligencia no
iguale a las aptitudes y, sobre todo, que les falte la noción exacta del mérito
relativo y se alabe lo mismo a un gran compositor, por ejemplo, que a un
aficionado que toca medianamente el cornetín. Sin embargo, como en todo pueblo
que se despierta al entusiasmo artístico, hay en Marineda efervescencia y
ardor, y el estreno de la compañía de ópera, desde una semana antes, era el
acontecimiento capital del invierno. Se había resuelto que empezaría con
Hernani.
Ya supondrán
ustedes que la primera noche que se cantaba ópera en Marineda no era cosa de
sacar el cuarteto «bueno», ni menos de exhibir a la «estrella», al clou,
a la Duchesini ,
con la cual nos traían mareados antes de haberla visto. No; la Duchesini se reservaba,
y de Hernani saldríamos... como pudiésemos.
De los dos
tenores, también fue el más averiado el que se calzó las botas de papel
imitando cuero, se ciñó el coleto seudoante y salió, rodeado de tagarotes, a
echarla de «bandito». Conocíasele a aquel deshecho o zurrapa del arte que allá
en sus treinta o treinta y cinco habría recorrido, si no gloriosa, cuando menos
honrosa carrera; pisado escenarios de renombre, tenido sus horas de ovación,
sus triunfos de toda índole... y aun la esbeltez del cuerpo, la estudiada
colocación del cabello, la bien tajada y picuda barba, protestaban contra los
estragos prematuros de la edad o de la vida desastrada y azarosa, revelada no
solo en los desperfectos físicos, sino muy principalmente en la voz, tan
extinguida, que desde las butacas apenas la podíamos apreciar; tan empañada y
blanca, que parecía voz de hombre que canta con residuos de una cucharada de
gachas atravesadas en el gaznate. Como Hernani es «ópera de tenor», los
abonados se manifestaron descontentos, viendo tan mal principio y notando las
escandalosas desafinaciones del coro, y en pasillos y palcos principió a
fermentar sorda inquina contra la
Empresa y el «cuadro»; los periodistas, desde sus butacas de
primera y segunda fila, cuchichearon cabeceando y trocando en voz baja
fatídicas impresiones; el telón cayó en medio de un silencio glacial, y antes
de concluirse la ópera ya corría por el teatro el rumor -mañosamente esparcido-
de que se iba a rescindir la contrata de «aquel hueso». «Buen principio de
semana cuando el lunes ahorcan», decía con detestable humor y satírico énfasis
el almacenista de pianos Ardiosa, a matar con la Empresa y la compañía por
ciertas quisquillas relacionadas con la organización de la orquesta...; y los
defensores del empresario protestaban: «Hombre, bien; ya sabemos que hoy toca
este cuarteto... ¿Querría usted que echasen el resto el primer día? Pero ¡ya
verán ustedes la Duchesini !
¡La Duchesini !».
Y hacían el gesto del que prueba un dulce muy rico.
¿Lo confesaré?
Lejos de compartir el espíritu de hostilidad que hervía en el callejón de las
butacas y en todos los puntos del teatro, donde se aglomeraban espectadores
contra el cuartero malo, yo, desde que se alzó el telón pausadamente sentí
compasión, muy luego trocada en simpatía, no solo hacía el ruinoso tenor (que
respondía por signor Ettore Franceschi), sino hacia toda la troupe.
La propia ridiculez de los coros reforzó este sentimiento súbito e
inexplicable, que sólo puedo comparar al deseo de protección que nos inspira un
perro viejo y cochambroso que recogemos en la calle y a quien, por su mismo
pelaje sucio y espinazo saliente, nos empeñamos en salvar de la estricnina. No
sabré expresar toda la piedad que los infelices coristas me despertaban. Verlos
allí, de coleto, de chambergo, con el aparato romántico de bandidos del siglo
XVI, que cantan los novelescos amoríos de su jefe; verlos después en el
subterráneo donde reposan las cenizas del sommo Carlo, embozados
en sus viejas capas y con sus birretes de lacia pluma, echándola de tremendos
conspiradores... y leer, bajo la torpe e inhábil mascarada, la realidad de unos
hambrones infelices, que ni dinero tenían para adquirir zapatos de época, por
lo cual sacaban, con indiferente impudor, botas de elásticos para tramar el
asesinato de Carlos Quinto..., ¿No es cosa que hace llorar? ¿Hay espectáculo
más lastimoso que éste?
Tan poderosa fue
en mí la compasión, que, comprometiendo mi prestigio, en todos los corrillos
defendí a «aquella parte» de compañía, declarando que las faltas que se notaban
eran culpa de la ópera, y de la ópera no más. «Hernani es capaz de reventar a
un buey, señores... Si estas óperas de "bravura" no hay cantante que
las resista... Por eso van desterrándose... Ese Franceschi no merece el
desprecio con que ustedes le tratan... Tiene muy buen método de canto... Es lo
que se llama "un artista de temporada"... De fijo que la tan
cacareada Duchesini no sabe su obligación como él... Me huele a que será una
cursi, de esas que ponen flecos a las cavatinas...» Muchos se enojaban por
estas afirmaciones prematuras; pero yo, a fuerza de retórica a lo Magrujo,
conseguía que parte del auditorio, la inconsciente, se pusiese a mi lado.
-¡Hombre
-objetaba Ardiosa, me llama la atención! ¿Pues usted no se las echaba de tan
severo ocho días hace?
-Por lo mismo
-replicaba yo. Mi opinión es que en Marineda ni puede ni debe haber ópera;
pero ya que se ha traído, «contra todo mi parecer», no vienen al caso aquí las
exigencias que tendríamos en el Real.
-Pues la Duchesini -me
contestaban- en el Real «haría furor»... Ya lo verá usted... Nada, a la prueba.
En medio de estas
discusiones no crean ustedes que me olvidé de Celinita ni de mi inocente flirteo
con aquella gentil criatura. Entre otras virtudes, tiene la música, para
temperamentos como el mío, la de producir cierta embriaguez poética que anula
las nociones de lo real. El brío y estrépito de Hernani me ha infundido
siempre inconsiderada intrepidez, suprimiendo la consideración de los pequeños
obstáculos y dificultades que en la vida estorban adoptar grandes resoluciones.
Interpretando las sonoridades de los metales de la orquesta como explosiones de
la furiosa pasión de Hernani, claro está que habían de parecerme grano
de anís los inconvenientes que me impedían formalizar mi trueque de ojeadas con
la linda niña de la platea. ¡Indigno sería de mí, en los instantes en que me
sentía arrebatado al quinto cielo del romanticismo, pensar en nada práctico!
¿Acaso Hernani veía a su dama como yo solía ver a Celinita para huir de
tentaciones: ajada, en zapatillas, madre ya de varios retoños? Las heroínas de
ópera no tienen chiquillos ni envejecen nunca. Así es que mis ardientes guiños,
mis denodados gemelos dijeron claramente aquella noche a Celinita (que por cierto
estrenaba una original casaquilla azul y una corona de miosotis muy
graciosa) que en mí había la madera de un «Hernani»... capaz de todo...
¡Vicaría inclusive!...
Era miércoles el
día siguiente, y el estreno del otro cuarteto ¡y de la Duchesini !, con el Barbero,
llenó de bote en bote el teatro. Cantó el nuevo tenor, Martinetti, la deliciosa
serenata, con voz que hacía temblar las arracadas y colgantes de la lucerna;
pero lo que aguardábamos, unos ansiosos y otros hostiles, era la salida de la Duchesini. Cuando
se presentó hubo en el auditorio ese movimiento especial, eléctrico, que se
llama «sensación», y después reventó un trueno de aplausos. Yo pensaba sisear;
pero me pareció que una mano firme, gigantesca, me agarraba de los pelos y con
blandura me suspendía, elevándome sobre el asiento de la butaca.
A los primeros
gorgoritos de la Duchesini ,
modulados con agilidad y coquetería, ya mis ojos no acertaban a separarse de la
«diva donna». Me olvidé instantáneamente -prefiero declararlo desde
luego, aunque destruya el interés dramático de esta narración- no solo de mis
prevenciones, sino de Celinita, cuyos ojos, medio adormecidos y como
descuidados, preguntaban cada cinco minutos al respaldo de mi butaca la causa
de mi súbita indiferencia..., ¡cuando con mirar a la escena y despojarse de la
vanidad natural a las Evas y también a los Adanes pudiera comprender tan
fácilmente!...
Iba y venía la
diva por las tablas, zarandeando ese traje de Rosina que parece imponer la
viveza de los movimientos, el donaire en el andar y toda la desenfadada y
clásica gracia española. Su monillo de terciopelo verde me hacía compararla,
allá en mis adentros, con una culebra de serpenteo airoso. El zapatito de raso
negro realzaba un piececillo como un piñón de redondo y chico; de esos pies
sucintos y arqueados, que hoy no están de moda, pero que son para los sentidos
lo que el fósforo para la bujía. La cabeza de la diva... Ahora caigo en que, si
mi descripción tuviese cierta formalidad jerárquica, por ahí debí principiar y
no por el pie, y, sin embargo, espero que mis lectores me perdonen y aun me
justifiquen, porque la pupila del doctor Bartolo no necesita tener la cabeza
hermosa; su encanto se cifra en el piececillo español: menudo, embriagador como
el jerez, que hiere el pavimento y pisa triunfante los corazones... Iba yo
comprendiendo, con suma claridad, por qué El barbero de Sevilla me
parecía distinto en Marineda que en Madrid: «otra cosa», una impresión
totalmente diversa. Es que en el Real yo atendía a la música, a la orquesta, a
las voces, mientras aquí la peligrosa proximidad sólo me consentía escuchar el
ritmo de dos pies, cubiertos con una telaraña de seda rosa pálido, y presos en
cárcel de raso negro, salpicadito de azabache...
Exige el buen
orden de mi narración que diga quiénes eran los sujetos que ocupaban las dos
butacas contiguas a la mía. Arrellenábase a mi derecha, silencioso, atento e
impasible, como si estuviese en su caja, el banquero Nicolás Darío, hombre de
unos cincuenta años de edad, de mezquina estatura, cabeza nevada a trechos,
sonrisa y ojos más jóvenes que el resto del cuerpo, y rostro que, por lo escaso
de la barba, lo carnoso de los labios, lo abultado de los pómulos, recordaba la
fisonomía que prestan a los faunos los escultores. Darío no era desagradable en
figura ni en trato, antes muy atildado y cortés; procuraba siempre que no me
estorbasen ni su abrigo, ni su sombrero, ni sus codos; jamás tarareaba
anticipadamente los motivos de la ópera; no interrumpía ni estorbaba el placer
de escuchar; prestaba con oportunidad unos magníficos gemelos acromatizados y
oía con deferencia mis observaciones técnicas. Aunque juraba delirar por la
música, yo no sorprendía nunca en él expresión de entusiasmo ni de
arrobamiento. Estaba en la ópera como está en misa un incrédulo bien educado.
Miraba de continuo hacia la escena y respondía a mis observaciones con la mitad
de una sonrisa llena de indiferencia y urbanidad.
Vivo contraste
con el banquero lo formaba, a mi izquierda, el joven teniente de Artillería
Mario Quiñones. Este manojo de desatados nervios no paraba un minuto desde que
subía el telón. Alto, enjuto, bien proporcionado, morenísimo, guapo en suma,
Mario Quiñones perdía, en mi concepto, todas estas ventajas por su inquietud
mareante y su vertiginosa exaltación. Agitábase en el asiento sin cesar; sus
brazos parecían aspas de molino; su cabeza, la de un muñeco de resorte. Hasta
sus cejas, ojos y labios participaban de tan extraordinaria movilidad. Cuando a
fuerza de pellizcos lograba yo que nos dejase saborear las fioriture de
una cavatina o detallar los compases de un dúo, Mario se crispaba, retemblaba,
movía convulsivamente el sobrecejo o se comía las guías del bigote, llegándolas
a los dientes con auxilio del pulgar. Por supuesto, era imposible impedir que
en voz cavernosa y trémula nos adelantase las frases musicales que iban
sucediéndose, por lo cual, una noche, no pude menos de decirle, impaciente de
verdad:
A las dos
funciones estaba yo muy harto de semejante vecindad. Quiñones me trastornaba,
me volvía loco. Aquella emoción delicada y honda que me causaban los
gorgoritos... no... los piececitos de la Duchesini , y que yo hubiese querido archivar y
gozar pacíficamente, me la estropeaba el nervioso mancebo, que desde el
aparecer de la diva se sentía atacado de una especie de epilepsia entusiasta.
Tan hondos eran sus «¡bravos!», que me recordaban los arrullos de un encelado
palomo, sonando así: «¡Broovoo!». Y no era sólo con la voz, ni con las manos, despellejadas
ya de aplaudir, con lo que Mario jaleaba a la Duchesini : era con el
bastón, con los tacones, con el cuerpo en incesante vértigo, y hasta con el
alma, que, por decirlo así, se le salía boca afuera para aplaudir, requebrar y
tortolear a la cantante.
En provincias,
las actrices se hacen cargo bien pronto de dónde están sus admiradores y
partidarios; y la verdad es que con Quiñones no era difícil tal perspicacia. A
la segunda ópera que cantó (y fue, si no me equivoco, Sonámbula), ya la Duchesini se fijaba en
nuestra peña y nos sonreía dulce y picarescamente. También nos miraba con
simpatía y aprecio el bajo Cavaglioni, especie de elefante de muchos
pies de alzada...
Yo creo que de
nuestra peña fue de donde salió el vuelo de la fama de la Duchesini , extendida por
las cuatro provincias, por España y no sé si por la América española. ¡Cómo
supimos improvisarle la gloria! ¡Cómo alborotamos, cómo batimos las claras para
que alzase el merengue! Aquella mujer con su voz..., ¿con su voz?..., salvó a
la compañía. Entre tanto, al tenor Ettore Franceschi le habían rescindido la
contrata, y fue preciso dar una función caritativa para costearle el regreso a
Madrid. Lo que no se hizo fue contratar otro para el sitio del expulsado, y el
pobre becerro Martinetti cargó con las treinta óperas que había que despachar
en el primer abono. «Yo canterò hasta que rivente», decía
resignado, en su jerga semiitaliana y semiespañola. En cuanto a la signora
Fioravalle, padecía una ronquera crónica, de resultas de no sé qué percance; y
las demás partes de la compañía, la que no tenía una mácula tenía otra. ¡Sólo la Duchesini era al par
ruiseñor, hurí, hada, artista y, en particular..., sus pies, sus pies en El
barbero!
Claro que esto de
los pies (verdadero móvil de mi entusiasmo) me guardé de decirlo al público.
Era mi secreto. Tenía esperanzas de que nadie más que yo hubiese reparado en
aquella perfección divina... Y de fijo que no habrían reparado. Era indudable
que los demás sólo admiraban en la
Duchesini la primorosa garganta, los ágiles revoloteos, que
movieron a un cronista local a llamarla «la pequeña Patti...», nombre que yo
hubiese reformado así: «La pequeña patita.»
Algunas veces me
argüía mi conciencia de antiguo abonado al paraíso. ¡Era posible que hubiese
dado al olvido tan presto las sabias doctrinas y lecciones prácticas de
Magrujo, los minuciosos análisis del flaco Dóriga, las trascendentales teorías
de La Cerda ,
todo lo aprendido, lo sentido, lo gozado en aquel purísimo santuario el arte!
¡Era posible que, en vez de estudiar a la Duchesini desde el punto de vista desinteresado y
noble de su voz, de sus facultades, de su estilo, de sus méritos de artista, en
fin, sólo viese en ella y sólo la juzgase por la parte más íntima de su
individuo!
Era una
vergüenza, sí..., una vergüenza terrible, que me había prometido que no saliese
a la superficie... Una llaga, una ignominia que debía cubrir cuidadosa y
esmeradamente...
Y, además...
¡Además, también me había prometido, me había jurado, me había dado la mano
para afirmarme a mí propio que nunca, jamás, amén, en ninguna circunstancia y
por ningún pretexto, atravesaría el lóbrego pasillo que conduce a la mortífera
región de entre bastidores!...
¡Ah! No; eso sí
que no... De algo nos han de servir los años, la experien-cia, toda una vida de
cautela y moderación, consagrada a defenderse del huracán de las pasiones y del
hálito letal del vicio... para algo te han de valer, amigo Estévez, tus
esfuerzos, tus principios, tus precauciones, tu gimnasia moral. ¡Antes se hunda
el techo y se desplome la lucerna! En cualquier parte una intriga de teatro
comprometería tu formalidad de funcionario público y tu modesto bolsillo de
empleado de Hacienda; pero ¿aquí, en Marineda, donde no es posible dar un paso
sin que se enteren hasta los gatos de la calle, donde se toma nota de que hemos
regateado un par de guantes en «El Ramo de Jazmín», a las doce y media en
punto? No; yo no traspasaré esos cuatro tablones del piso del Coliseo, que son,
hoy por hoy, único dique puesto a mis desenfrenados apetitos y única valla que
me separa del abismo profundo. ¡Porque yo conozco que si me aproximo a la
sirena; si veo de cerca los piececitos eléctricos y dominadores..., seré hombre
perdido, y no tendré fuerzas para no acercarme todavía más a ellos, cayendo de
rodillas ante la Duchesini !
Hombres que no
estimáis el mérito de la resistencia a la tentación insidiosa, yo os ruego que
fijéis la consideración en este punto; a veces se requiere tanta fuerza de
voluntad para no salvar cuatro tablones como para poner en fuego vivo ambas
manos y no retirarlas. Reflexionad que, mientras desde mi «luneta» (todavía hay
en Marineda quien las llama así), me sepultaba en la contemplación de las bases
del lindo edificio, ya cautivas en el chapín de Rosina, ya encerradas en el
botincillo de raso blanco de Amina (la Sonámbula ), mis dos vecinos me decían a cada
momento:
-Estévez, no sea
usted raro... venga usted entre bastidores. La Duchesini tiene ganas de
conocerle... ¡Dice que le parece usted tan inteligente en música...! ¡Que sigue
usted con una atención tan discreta el canto...! Que le quiere dar a usted
gracias por los buenos oficios que le hace... Que vaya usted a saludarla en su
cuarto, aunque sólo sea un minuto...
-Denle ustedes
mil expresiones... Díganle que soy su más apasionado admirador, y que ya iré...
cualquier día...
Y los veía
filtrarse por el lóbrego pasillo, y quedaba envidiándolos..., no solo por
aproximarse a «ella», sino porque tenían la fortuna de no ver en «ella» más que
a la cantante, a la artista... Iban impulsados del móvil más noble; ¡iban
rebosando desinterés! Yo era el que no podía acercarme a la deidad de mis
sueños... ¡y no me acercaría, no!... Conocía muy bien toda la fuerza de mis
resoluciones y sabía que, aunque tascase el freno, podría contenerme... hasta
morir. Mi voluntad era omnipotente, mi voluntad triunfaba.
En lo que no me
contuve ni me reprimí, ni había para qué, fue en la manifestación externa de mi
entusiasmo fingidamente artístico. Por lo mismo que me imponía el doloroso
sacrificio, la cruel privación, creíame autorizado para ofrecer... a los pies,
realmente a los pies de la
Duchesini , mi prestigio de inteligente, mis influencias
sociales y hasta el superávit de mi limitado presupuesto. Yo fui el faraute, yo
el coribante de la conspiración duchesinista, que ha dejado en las faustos
musicales de Marineda eterna memoria. A mí puede decirse que se debe la serie
de ovaciones que espero nunca podrá olvidar la seductora «diva». No; nunca,
olvidará ella -aunque viva cien años- la noche de su beneficio en Marineda.
Como que otra igual no la pesca, señores.
Desde un mes
antes la veníamos preparando. Sueltos y artículos en la prensa local,
conversaciones en los corrillos, frenéticas salvas de aplausos apenas aparecía
en escena la Duchesini ,
envíos de ramos de flores, con que sabía yo que estaba embalsamado su cuarto
-aquel Edén cuya entrada me había vedado a mi propio, todo iba formando en
torno de la «diva» esa atmósfera candente y electrizada que precede a las
apoteosis. Y un día tras otro se susurraba que el beneficio sería un
acontecimiento sin igual; que ni la
Nilson , ni la
Sembrich , ni la
Patti , con quien comparábamos a nuestra heroína, podrían
jactarse de haber recogido, en su larga carrera de triunfos, homenaje más
brillante y fastuoso...
Estos augurios
traían soliviantada a la misma Duchesini. A simple vista notábase en ella el
soplo vivo y dulce del aura próspera. Estaba coquetona y alegre; se vestía
mucho mejor; brillaban más sus ojos, mariposeaban como nunca sus funestos e
incomparables pies... La dicha la transformaba; el empresario tuvo que subirle
el sueldo para el abono supletorio; no se hablaba sino de ella, y hubo noche en
que se la hizo salir a la escena «diecisiete» veces después del «rondó» de
Lucía...
Y en medio de
este frenesí, de este halago, de esta idolatría de todo un pueblo, llegó la
noche memorable del beneficio. Los palcos se habían disputado como si fuesen
asientos en el cielo, a la diestra de Nuestro Señor. En cada uno se reunían dos
familias, de modo que parecían retablos de ánimas. Las señoras habían sacado
del ropero lo mejorcito, y muchas se habían encargado trajes para el caso.
Predominaban los escotes, y veíase, como en el Real en días solemnes, mucho
hombro blanco, algunos brillantes, guantes largos, abanicos de nácar, que
agitaban un ambiente de perfumes. También se habían extralimitado los señores:
en el palco de la Pecera
y en las butacas, los admiradores locos de la beneficiada obedecían a la
consigna de presentarse de frac, cosa que reprobaban con expresivo movimiento
de cabeza los formales, entre ellos Nicolás Darío, firme en su acostumbrada y
correcta levita. Por hallarse tan atestado el teatro, en los huecos que quedan
entre butacas y palcos se habían colocado sillas, y no se desperdiciaba ni una.
En fin, estaba aquello que, como suele decirse, si cae un alfiler no encuentra
donde caer. No hablemos de la cazuela, confuso hervidero de cabezas humanas;
abajo se murmuraba misteriosamente que arriba se ocultaban «personas
decentísimas, gente de lo mejor del pueblo».
Pero lo que sobre
todo realzaba el aspecto del teatro era la magnífica decoración discurrida por
nosotros. Las delanteras de los palcos habíamos ideado empavesarlas con
banderas italianas y españolas, cruzadas en forma de pabellón o trofeo; encima
destacábanse coronas de laurel natural y grupos de rosas blancas. Hubo, por
cierto, dos o tres de esos eternos descontentos y gruñones que encuentran
defectos a lo más loable, y agriamente censuraron que para obsequiar a una
tiple se sacase a relucir la bandera española... Calculen ustedes lo que les
contesté... Yo, ¡que hubiese tendido a los pies de la «diva» el mismísimo
palio!...
La ópera elegida
para el beneficio era la del estreno de la diva, o sea, El Barbero.
Conveníamos los inteligentes en que el papel de Rossina constituía el triunfo
de la Duchesini.
Cuando se presentó la diva en escena, fue aquello un espasmo,
un delirio, un desbordamiento. Los de los fracs nos levantamos, gritando:
«¡Viva!», y haciendo mil extremos insensatos. Calmado al fin nuestro ímpetu,
nos arrellanamos en la butaca, suspendiendo hasta la respiración para mejor
escuchar y no perder...
Iba a decir ni
una nota; pero esto de la «nota» aplíquenlo ustedes a los que me rodeaban, al
resto del honrado público, no a mí, prevaricador del arte y desertor de la
moral, que, en vez de atender a las melodías de Rossini, sólo tenía ojos y
oídos y sentidos corporales para el moverse de dos piececillos traviesos,
afiligranados, cucos, que estrenaban aquella noche solemne una funda de seda
lacre; lacre era también el gracioso monillo y la falda ceñida e indiscreta que
lucía la Duchesini ,
velada con volantes de rica blonda española...
Hay en el segundo
acto de El barbero una situación que suele elegir la tiple para lucirse
y el público para manifestar toda su benevolencia. Es la de la «lección de
música», donde la pupila del gruñón vejete ejercita el derecho de cantar lo que
más le agrade o acomode, la pieza con que mejor luzca sus facultades. La Duchesini tenía señalada
de antemano para tal circunstancia, una de esas arias de gorgoritos sin fin,
que remedan cantos de pájaros trinadores. No bien comenzó a dejar salir de su
boca sartitas de perlas, estalló la ovación preparada.
Principiaron a
caer de la lucerna, de las galerías, de los proscenios altos, de las
bambalinas, de los palcos terceros, papelicos rosas, verdes, azules, amarillos,
blancos, grises, que como lluvia de pétalos de flores, inundaron el aire,
tapizaron el escenario, alegraron los respaldos de las butacas y se quedaron
colgados en los mecheros de gas. Las señoras alargaban la enguantada mano y
atrapaban al vuelo los tales papeles; los chicos se entregaban a una verdadera
caza para «reunir» toda la colección, que se componía nada menos que de diez
hojas volantes, o sea de otras tantas poesías, obra de ingenios de la
localidad, entre los cuales se llevaba la palma el acreditado Ciriaco de la Luna , vate oficial en inauguraciones,
festejos, entierros, beneficios y días señalados, como, por ejemplo, el Jueves
Santo o el de Difuntos.
De los papelitos
resultaba que, al aparecer en el mundo la Duchesini , ruiseñores, cisnes moribundos,
malvises y bulbules habían pegado un reventón de envidia; que la llama del
genio cercaba su frente (la de la
Duchesini ); que era «divina»; que había nacido del apasionado
contacto de un trovador y una hurí, y que al partir ella, Marineda, por algún
tiempo transportada a la mansión de los ángeles, iba a caer en las tinieblas
más profundas, en el limbo del dolor. ¿Quién nos consolaría, cielos? ¿Quién nos
devolvería, aquellas horas edénicas, mágicas, de inefable felicidad? Ella era
una estrella, un cisne, que ya volaba a otro lago; ella iba a donde la
aclamarían multitudes delirantes y donde reyes y príncipes arrojarían a sus
pies cetro y corona...; pero nosotros..., ¡ay!, nosotros, ¡cuál nos quedábamos!
Probablemente nos moriríamos de nostalgia... Sí; Ciriaco de la Luna vaticinaba su propio
fallecimiento...
A la lluvia de
papelitos y de ripios, siguió otra de pétalos de rosa y de rosas enteras, que
alfombraron el escenario; luego, gruesos ramos fueron a rebotar contra las
tablas, a los pies de la «diva». Con este motivo se rompieron dos o tres
candilejas de reverbero, y la concha del apuntador fue literalmente
bombardeada. El director de orquesta, vuelto hacia el público, sonreía,
empuñando la batuta; los músicos, interrumpida su tarea, sonreían y aclamaban
también... Y entonces principiaron a entrar los ramos «formales» y las coronas.
Comparsas,
acomodadores, mozos de los casinos y Sociedades y hasta algún criado de casa
particular -el de Nicolás Darío, verbigracia-, desfilaron, dejando a los pies
de la Duchesini ,
ya unos ramilletes colosales, como ruedas de molino, con luengas cintas de seda
y rótulos en letras de oro, ya coronas de follaje artificial. Iba formándose un
ingente montón; la «diva» quiso conservar en sus manos el primer ramo, después
de llevarlo a la boca, pero se lo impidió el peso, y pálida, sonriendo, cortada
de emoción, tuvo que ir soltando bouquets por todas partes, sobre las
mesas, sobre las sillas, sobre el clavicordio, ante el cual el tenor, vestido
con el eclesiástico disfraz de Don Alonso, presenciaba la ovación sin saber qué
cara poner...
Mas esto de las
flores era sólo el prólogo. Faltaba lo mejor, lo gordo, lo inaudito en
Marineda. Empezaron a entrar estuches en bandejas de plata; venían abiertos,
uno contenía una corona de hojas de laurel de oro; otro, un brazalete; otro -el
último, el más importante sin duda-, una cajita minúscula de terciopelo, donde
brillaban dos hermosos solitarios...
Al mismo tiempo
se repartía y vendía por los pasillos del teatro un periodiquín tirado en una
imprenta microscópica y enriquecido con una larga e insulsa biografía de la Duchesini , versos a la Duchesini , agudezas y
anécdotas, en, con, por, sobre la
Duchesini , pronósticos de que la Duchesini eclipsaría a
las más refulgentes estrellas del arte musical..., y un fotograbado que
representaba a la
Duchesini.. .; pero, ¡ay!, a la Duchesini... de
cintura arriba. ¡No había tenido en cuenta el artista que aquellos pies
sublimes eran los que merecían los honores del fotograbado!
En semejante noche me quedé afónico
de gritar, ronco de bravear, desollado de aplaudir; así es que bien puedo
afirmar que tenía fiebre cuando, a la siguiente mañana, despedimos a la Duchesini , que se
embarcaba prosaicamente para Gijón. Sí, la vi de cerca... Como ya no había
peligro, me atreví a estrecharle... ¡ay de mí!, la mano, sólo la mano, a bordo
del esquife que la conducía al vapor. Ella iba muy llorosa, envuelta en velos y
abrigos, quebrantada, al parecer, por la pena, la gratitud, el placer, la
impresión honda que de Marineda se llevaba. Yo, sin respirar, tembloroso,
silencioso, la ayudé a subir por la escalerilla del vapor..., y como estas
escalerillas son tan indiscretas, aún pude divisar el pie enemigo de mi calma,
metido en elegante botita de viaje; el pie, que resonaba sobre la madera de la
cubierta, y al romper el buque las olas con hirviente estela, se alejaba y se
perdía para siempre.
No hice caso
nunca de Celinita. Estuve malo, tristón; fui a las aguas para curar mi estómago
y mi espíritu.
Dos años después
volvió a verse en Marineda compañía de ópera: barata, mediana, bastante igual.
Darío y Quiñones eran nuevamente mis vecinos de butaca; y, ¡claro!, a las
primeras de cambio, recayó la conversación en la para mi inolvidable Duchesini.
-¿Sabe usted
-dijo con su calma algo irónica y siempre cortés el banquero- que se me figura
que hemos levantado de cascos a aquella infeliz, y la hemos hecho desgraciada
para toda su vida?... Porque ya sabrá usted que en Madrid le atizaron una silba
horrible... y en Barcelona por poco le arrojan las butacas.
-Es que la Duchesini no valía gran
cosa, si hemos de ser francos y justos -respondió febrilmente Quiñones, que
atendía extático a las notas de la contralto-. La que es una notabilidad es
esta Napoliani.
-Lo que tenía la Duchesini -murmuré yo,
como quien desahoga el corazón de un pesado secreto- eran unos pies...
¡inimitables, sin igual! Yo no he visto pies así... nunca, más que en ella.
-¡Ah! -confirmó
Quiñones, arrastrado por un vértigo de sinceridad-. ¡Pues si los admirase usted
en babuchas turcas..., las que traía por casa!
Darío hizo una
mueca que parecía contracción galvánica; pero dominóse al punto, sonrió y,
clavando los ojos en Quiñones, articuló lentamente:
-Hay que confesar
que la... la... continuación de los pies no desmerecía del principio. ¿Verdad,
amigo Quiñones? Pero nuestro Estévez nunca quiso ir al cuarto de la...
Me sentí
palidecer de vergüenza y de celos retrospectivos; noté en el corazón angustia y
en el estómago mareo..., pero me rehice me encuaderné y, serio y enérgico,
respondí:
-¡Bah! ¿Qué
importa, después de todo, que una cantante tenga los pies feos o bonitos? Aquí
se viene... por el arte.
«Nuevo Teatro Crítico», núms. 7, 8,
9 y 10, 1891.
Cuento de marineda
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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