Vistiendo el negro
hábito de los
Dolores, en el humilde ataúd -de los más baratos, según expresa
voluntad de la
difunta, yacían los restos de la
que tan hermosa fue en sus juventudes.
La luz de los cuatro
cirios caía amarillenta sobre el
rostro de mármol, decorado con esa majestad peculiar de la muerte.
Aquella calma de
la envoltura corporal
era signo cierto de la bienaven-turanza del espíritu: así lo supuso María
del Deseo, sobrina de la que descansaba con tan augusto reposo al asomarse a la
puerta para contemplar por última vez el semblante de la Dolorosa.
Desde su niñez, oía repetir María del Deseo que la tía Rafaela era una
santa. No de esas santas bobas, de brazos péndulos y cerebro adormido, sino
activa, fuerte, luchadora.
No se pasaba las mañanas acurrucada en la iglesia, sino que, oída su
misa, emprendía las ascensiones a bohardillas malolientes, las correrías por
barrios de miseria, las exploraciones por las comarcas salvajes del vicio y las
suciedades suburbanas. Llevaba dinero, consejos, resoluciones para casos
extremos y desesperados. Se sentaba a la cabecera de los enfermos, y mejor si
el mal era infeccioso, repugnante y muy pegadizo. Y si encontraba a un enfermo
de la voluntad, a un candidato al crimen...,
entonces establecía cordial
intimidad con el miserable,
buscándole trabajo adecuado a su gusto y a su aptitud,
distrayéndole, mimándole, hasta salvar
y redimir su
pobre alma ulcerada y doliente. Así la voz del pueblo, unísona con la de
la familia, repetía esta afirmación: "¡Doña Rafaela Quirós, la Dolorosa , era una
santa!"
La sobrina, recluida
en el convento
del Sagrado Corazón, donde se educaba con arreglo a su clase social,
creía de un modo tierno y poético en la santidad de la hermana de su madre.
Por charlas oídas
a las doncellas primero, a las monjas después,
sabía que doña Rafaela usaba, pegado a la carne, un rallo de hojalata, un
cinturón de martirio; que se pasaba días enteros sin más alimento que un
reseco mendrugo y
un sorbo de
agua pura.
La imaginación de la niña se enfervorizaba, y al recordar la siempre
arrogante figura de la
Dolorosa , la veía
despidiendo vaga claridad, luz
que emitía el
puro cuerpo mortificado
y ennoblecido por la penitencia. ¡Ella sería como doña
Rafaela, cuando pudiese,
cuando mandase en sus acciones! Ella continuaría la hermosa leyenda... Y
he aquí que, a los pocos días de haber vuelto María del Deseo a su casa,
cumplidos los diecisiete años, doña Rafaela
sucumbía a una
enfermedad cardíaca, contraída de
tanto subir y bajar escaleras de pobres, afirmaba el médico... Como el soldado
que se desploma al pie de la bandera, al oscurecer de una jornada de combate,
la santa caía vencida por su tarea sublime de consoladora -envidiable
tránsito. Por eso su cara tenía aquella expresión de paz, tan diferente de la
angustia indefinible que la nublaba en vida...
¡Así quisiera estar,
a la hora
inevitable, María del Deseo! Ella seguiría las huellas de su buena tía
doña Rafaela Quirós; pisaría el mismo
camino de abrojos,
que conduce al prado de bienandanza; sería otra Dolorosa.
Y para confirmar su vocación, venía, a las altas horas, aprovechando
el descuido de
las criadas encargadas de velar,
a recoger a hurto una reliquia, algo muy íntimo, muy personal, sobre el
santo cuerpo. Para
el latrocinio piadoso, María del Deseo había escondido unas
tijeras de bordar en el bolsillo.
Trémula, fría, resuelta, se acercó al cadáver. El aroma funerario,
semicorrompido, de las rosas que
lo cubrían -nadie
ignora qué olor peculiar
contraen las flores
colocadas sobre los muertos- sobrecogió a la niña. Sus tirantes nervios
la sostuvieron, y fue derecha hacia la cabecera del ataúd. Como si tratase de
cometer un crimen, atisbó alrededor para convencerse de que no la veía nadie.
Dilatados los ojos, entrecortado el aliento, se decidió al fin a mirar
atentamente la cara color de cera de la Dolorosa. En los labios cárdenos se había fijado
una especie de sonrisa extraña.
María apartó la vista del semblante en que el enigma de la muerte
parecía amenazar y atraer a un
tiempo, y valerosa
y horrorizada, deslizó la
mano por la
abertura del hábito, buscando el escapulario que allí estaría,
impregnado de la vitalidad y del sufrimiento de la santa. Su mano crispada
tropezó con un objeto, metálico y
redondo, pendiente de una
cinta. La cortó con sus tijeras, se apoderó del objeto y lo miró a la luz de
los cirios. No era medalla devota, sino medallón de oro: contenía una
miniatura, rodeada de un aro de pelo negrísimo. El grito que iba a exhalar
María del Deseo lo reprimió un instinto, una prudencia maquinal; su
cuerpo se tambaleó;
tuvo que reclinarse en el ataúd,
porque un vértigo nublaba sus pupilas. La miniatura representaba a su padre, en
el esplendor de la juventud, hermoso
y arrogante, con
cierto aire de
reto, que había conservado hasta la madurez.
Sin embargo, nada concreto y positivo decía a la inocencia de María del
Deseo hallazgo tan singular. Fue sorpresa, no espanto, lo que sintió. No buscó,
al pronto, la explicación; algo recobrada del sobresalto, se bajó, recogió el
medallón que se le había escapado de las manos, lo besó, lo guardó en el seno
piadosamente, y arreglando las ropas de la difunta, se dispuso a arrodillarse y
orar, cuando, en el umbral de la puerta, vio a su madre, de riguroso luto,
llorosa, que venía, rosario al puño, a
rezar y velar
ella también, mientras
no amanecía. Una idea cruzó por la imaginación de María del Deseo. ¡Qué
idea! ¡Qué sugestión del demonio! ¡Qué relámpago! ¡Qué abismo! Un temblor de
frío intenso la acompañaba... Se encaró la niña con la señora.
-¿Has perdido algo, mamá?
-¿Perder? ¿Por qué lo preguntas?
-¿No tenías tú un medallón..., el retrato de mi padre?
Precipitadamente, la señora se registró el pecho.
-Aquí está... ¡Qué susto me diste!
María del Deseo se acercó a los cirios otra vez, y
consideró el medallón,
tirando de la cadena de oro que lo sujetaba al cuello de
su madre. Luego lo dejó caer, y sus dedos tocaron, en el propio seno, el bulto
del otro idéntico medallón.
-Ese medallón tuyo..., ¿no tenía pelo? -articuló, balbuceando.
-No... Tu pobre padre nunca quiso... Decía que entre
marido y mujer
era ridículo... Y, además, como le habían salido canas...
Pero ¿qué tienes? -exclamó, viendo vacilar a su hija. ¿Te pones mala? Ve y
acuéstate, criatura... Yo velaré... No te aflijas así. ¡Tu tía está en el
cielo! ¡Era una santa! ¡Quién como ella!
María del Deseo no contestó. Cayó de rodillas y, escondiendo la cara
entre las manos, rompió a llorar en silencio, a hilo, apretando los labios para
que el pasado no saliese por allí -el siniestro pasado, y sintiendo que en su
corazón se derrumbaba algo inmenso, cuyas ruinas la envolvían y la aplastaban
contra la tierra por una eternidad.
"El Imparcial", 21 de enero de
1907.
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