Translate

miércoles, 7 de mayo de 2014

Por dentro

Vistiendo  el  negro  hábito  de  los  Dolores, en el humilde ataúd -de los más baratos, según  expresa  voluntad  de  la  difunta,  yacían los restos de la que tan hermosa fue en sus juventudes.  La  luz  de  los  cuatro  cirios  caía amarillenta sobre el rostro de mármol, decorado con esa majestad peculiar de la muerte.
Aquella  calma  de  la  envoltura  corporal  era signo cierto de la bienaven-turanza del espíritu: así lo supuso María del Deseo, sobrina de la que descansaba con tan augusto reposo al asomarse a la puerta para contemplar por última vez el semblante de la Dolorosa.
Desde su niñez, oía repetir María del Deseo que la tía Rafaela era una santa. No de esas santas bobas, de brazos péndulos y cerebro adormido,  sino  activa,  fuerte,  luchadora.  No se pasaba las mañanas acurrucada en la iglesia, sino que, oída su misa, emprendía las ascensiones a bohardillas malolientes, las correrías por barrios de miseria, las exploraciones por las comarcas salvajes del vicio y las suciedades suburbanas. Llevaba dinero, consejos, resoluciones para casos extremos y desesperados. Se sentaba a la cabecera de los enfermos, y mejor si el mal era infeccioso, repugnante y muy pegadizo. Y si encontraba a un enfermo de la voluntad, a un candidato al crimen...,  entonces  establecía  cordial  intimidad con  el  miserable,  buscándole  trabajo  adecuado a su gusto y a su aptitud, distrayéndole, mimándole,  hasta  salvar  y  redimir  su  pobre alma ulcerada y doliente. Así la voz del pueblo, unísona con la de la familia, repetía esta afirmación: "¡Doña Rafaela Quirós, la Dolorosa, era una santa!"
La  sobrina,  recluida  en  el  convento  del Sagrado Corazón, donde se educaba con arreglo a su clase social, creía de un modo tierno y poético en la santidad de la hermana de su  madre.  Por  charlas  oídas  a  las  doncellas primero, a las monjas después, sabía que doña Rafaela usaba, pegado a la carne, un rallo de hojalata, un cinturón de martirio; que se pasaba días enteros sin más alimento que un reseco  mendrugo  y  un  sorbo  de  agua  pura.
La imaginación de la niña se enfervorizaba, y al recordar la siempre arrogante figura de la Dolorosa,  la  veía  despidiendo  vaga  claridad, luz  que  emitía  el  puro  cuerpo  mortificado  y ennoblecido por la penitencia. ¡Ella sería como  doña  Rafaela,  cuando  pudiese,  cuando mandase en sus acciones! Ella continuaría la hermosa leyenda... Y he aquí que, a los pocos días de haber vuelto María del Deseo a su casa, cumplidos los diecisiete años, doña Rafaela  sucumbía  a  una  enfermedad  cardíaca, contraída de tanto subir y bajar escaleras de pobres, afirmaba el médico... Como el soldado que se desploma al pie de la bandera, al oscurecer de una jornada de combate, la santa caía vencida por su tarea sublime de consoladora -envidiable tránsito. Por eso su cara tenía aquella expresión de paz, tan diferente de la angustia indefinible que la nublaba en vida...
¡Así  quisiera  estar,  a  la  hora  inevitable, María del Deseo! Ella seguiría las huellas de su buena tía doña Rafaela Quirós; pisaría el mismo  camino  de  abrojos,  que  conduce  al prado de bienandanza; sería otra Dolorosa. Y para confirmar su vocación, venía, a las altas horas,  aprovechando  el  descuido  de  las  criadas encargadas de velar, a recoger a hurto una reliquia, algo muy íntimo, muy personal, sobre  el  santo  cuerpo.  Para  el  latrocinio  piadoso, María del Deseo había escondido unas tijeras de bordar en el bolsillo.
Trémula, fría, resuelta, se acercó al cadáver. El aroma funerario, semicorrompido, de las  rosas  que  lo  cubrían  -nadie  ignora  qué olor  peculiar  contraen  las  flores  colocadas sobre los muertos- sobrecogió a la niña. Sus tirantes nervios la sostuvieron, y fue derecha hacia la cabecera del ataúd. Como si tratase de cometer un crimen, atisbó alrededor para convencerse de que no la veía nadie. Dilatados los ojos, entrecortado el aliento, se decidió al fin a mirar atentamente la cara color de cera de la Dolorosa. En los labios cárdenos se había fijado una especie de sonrisa extraña.
María apartó la vista del semblante en que el enigma de la muerte parecía amenazar y atraer  a  un  tiempo,  y  valerosa  y  horrorizada, deslizó  la  mano  por  la  abertura  del  hábito, buscando el escapulario que allí estaría, impregnado de la vitalidad y del sufrimiento de la santa. Su mano crispada tropezó con un objeto,  metálico  y  redondo,  pendiente  de  una cinta. La cortó con sus tijeras, se apoderó del objeto y lo miró a la luz de los cirios. No era medalla devota, sino medallón de oro: contenía una miniatura, rodeada de un aro de pelo negrísimo. El grito que iba a exhalar María del Deseo lo reprimió un instinto, una prudencia maquinal;  su  cuerpo  se  tambaleó;  tuvo  que reclinarse en el ataúd, porque un vértigo nublaba sus pupilas. La miniatura representaba a su padre, en el esplendor de la juventud, hermoso  y  arrogante,  con  cierto  aire  de  reto, que había conservado hasta la madurez.
Sin embargo, nada concreto y positivo decía a la inocencia de María del Deseo hallazgo tan singular. Fue sorpresa, no espanto, lo que sintió. No buscó, al pronto, la explicación; algo recobrada del sobresalto, se bajó, recogió el medallón que se le había escapado de las manos, lo besó, lo guardó en el seno piadosamente, y arreglando las ropas de la difunta, se dispuso a arrodillarse y orar, cuando, en el umbral de la puerta, vio a su madre, de riguroso luto, llorosa, que venía, rosario al puño, a  rezar  y  velar  ella  también,  mientras  no amanecía. Una idea cruzó por la imaginación de María del Deseo. ¡Qué idea! ¡Qué sugestión del demonio! ¡Qué relámpago! ¡Qué abismo! Un temblor de frío intenso la acompañaba... Se encaró la niña con la señora.
-¿Has perdido algo, mamá?
-¿Perder? ¿Por qué lo preguntas?
-¿No tenías tú un medallón..., el retrato de mi padre?
Precipitadamente, la señora se registró el pecho.
-Aquí está... ¡Qué susto me diste!
María del Deseo se acercó a los cirios otra vez,  y  consideró  el  medallón,  tirando  de  la cadena de oro que lo sujetaba al cuello de su madre. Luego lo dejó caer, y sus dedos tocaron, en el propio seno, el bulto del otro idéntico medallón.
-Ese medallón tuyo..., ¿no tenía pelo? -articuló, balbuceando.
-No... Tu pobre padre nunca quiso... Decía que  entre  marido  y  mujer  era  ridículo...  Y, además, como le habían salido canas... Pero ¿qué tienes? -exclamó, viendo vacilar a su hija. ¿Te pones mala? Ve y acuéstate, criatura... Yo velaré... No te aflijas así. ¡Tu tía está en el cielo! ¡Era una santa! ¡Quién como ella!
María del Deseo no contestó. Cayó de rodillas y, escondiendo la cara entre las manos, rompió a llorar en silencio, a hilo, apretando los labios para que el pasado no saliese por allí -el siniestro pasado, y sintiendo que en su corazón se derrumbaba algo inmenso, cuyas ruinas la envolvían y la aplastaban contra la tierra por una eternidad.

"El Imparcial", 21 de enero de 1907.

Interiores

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

No hay comentarios:

Publicar un comentario