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miércoles, 7 de mayo de 2014

Obra de misericordia

El pueblecillo parecía difumado en sombría bruma y en el aire flotaba dolor. La escasa gente que se atrevía a salir a la calle iba a tiro hecho: a buscar remedios, que escaseaban en la botica, o a pedir en el huerto del conventillo de San Pascual rama de eucalipto, para quemarla en braseros y cocinas y aprovechar así el más barato y humilde de los desinfectantes. A la puerta de don Saturio, el médico, había siempre un grupo que se comunicaba sus cuitas en voz lastimosa y apagada.
-No está... Salió esta mañana cedo, para Lebreira, que muérese el cura...
-Y cuando torne, somos más de cincoenta a lo llamar...
-Yo tengo el padre en las últimas. No sé qué le dar, ni qué le hacer.
-Las dos fillas mías echan la sangre a golpadas.
-Este negro mal les da a los mozos, a los sanos, y nos deja por acá a los que ya más valiera que nos llevara... ¡Nuestra Señora del Corpiño nos valga, Asús!
El trote cansado de un rocín interrumpió la plática. El médico, enfundado en recio gabán, calado un sombrerón ya desteñido por las lluvias, regresaba de Lebreira, y en su rostro, que la mal afeitada barba rodeaba hoscamente, se leían la inquietud y el disgusto. A las preguntas de las comadres contestó con un gesto de adustez.
-¿El señor cura? Con Dios, ya desde antes de yo llegar...
Un coro de súplicas se alzó:
-Señor, por el alma de quien más quiera, venga a mi casa.
-Venga antes a la mía, señor, que el marido y el hijo están acabando y no sé cómo valerles...
-A la mía, que mayor desdicha no la haberá...
Rabioso, se apeó el médico, gritó a su criado la orden de recoger el caballejo a la cuadra, y después de vacilar unos segundos -hubiese preferido descansar y una taza de café muy caliente- siguió a la que acababa de alegar la gravedad del marido y del hijo.
Por callejas sucias y pedregosas se dirigieron a una casa algo más cuidada, de mejor apariencia que las restantes. Las maderas de esta casa, puertas y ventanas, eran nuevas, y tenían el aspecto de solidez de lo bien construido. Como que el moribundo era el mejor carpintero del pueblo, y le sobraba trabajo, sobre todo desde que se había declarado la fatal epidemia... Sí: desde que caían diariamente diez o doce personas, aterradora proporción para tal vecindario, Mateo Piorno no descansaba de día ni de noche, serrando y ajustando tablas destinadas a ese luengo estuche, más ancho y alto por la cabecera, en que ha de contenerse todo el orgullo, toda la maldad, toda la miseria y toda la ilusión humana. Los ataúdes producían más que otro trabajo cualquiera, porque aún los muy pobres no suelen regatear tratándose de estos artículos, y llovían los pesos duros en la hucha de Mateo Piorno, hasta el día en que le acometió también a él -a fuerza de cerrar cajas acercándose a los muertos y manejándolos- el mal, aquel mal que de los muertos venía, que era seguramente la emanación deletérea de tanta carne de hombre hacinada en los campos de batalla, mal cubierta por la tierra madre, horrorizada de ver sus entrañas profanadas así. Y mientras el carpintero, todavía joven y vigoroso, luchaba con el morbo, al principio hipócritamente benigno, de repente avasallador, el hijo, de dieciséis años, se rendía a su vez, y la queja sorda de los dos enfermos era un ruido quizá doblemente fatídico que el de los martillazos clavando las cajas...
Cuando el médico entró, Mateo, desde hacía media hora, había cesado de quejarse. Don Saturio alzó el embozo y miró el rostro, que empezaba a adquirir tintas plomizas.
-¡Para este -gruñó- no hago falta!...
La mujer exhaló un chillido desesperado. Comprendería de súbito. Y cuando empezaba a lamentarse una voz familiar la llamó desde la puerta:
-¿Qué es eso, Cándida? ¿Qué ha pasado?
Era un fraile mendicante, alto, seco, que venía cargado de un brazado enorme de rama de eucalipto; y con él entró una ráfaga de esencia pura, fuerte; un aire de salud. El médico le hizo una seña.
-Me encontré esta novedad... Y no será la única... Falté del pueblo unas horas, porque fui a Lebreira, donde el abad ya falleció. Esto es el fin del mundo. La mitad más uno de los vecinos con la tal peste. Aquí, el muchacho me parece que salvará; haga usted la desinfección con el formol, y déle otro sello de aspirina. Yo me voy, que me esperan quince o veinte. Aún no he comido. Me duele la cabeza. Y lo peor es que no sirve de nada tanto fatigarse. ¡Caen como moscas!
El fraile entró. Empezó por rezar brevemente ante la cama de Mateo. Se volvió luego hacia la mujer, y poniéndole la palma de la mano en el hombro, no sugirió: ordenó la conformidad.
-Lo manda Aquel... No somos nadie para rebelarnos contra lo que manda. Y tú, Cándida, ¿puede saberse por qué no me avisaste antes? No debiste dejar que tu marido se fuese así... A más, yo estaba bien cerca: en casa de Manuel el albéitar, que la madre también... ¡Ea, mujer, ánimo! Reza conmigo, y después, no te falta quehacer con el muchacho. Dale a beber agua con una cucharada de ron. Yo le administraré las medicinas. Va a sudar; ponle otra manta.
La mujer iba a coger la de la cama de Mateo; un respingo del fraile la contuvo.
-Pero, señor, si ya mi marido, malpocado, no necesita la manta...
-Hay que perdonarte porque no sabes lo que haces. Coge una de las que tienes de reserva, para el enfermo. Después, ve a avisar que vengan a llevarse a tu esposo: ya sabes que no permiten que estén en casa ni una hora.
Mientras la mujer cumplía los menesteres, el franciscano entró en la pieza que servía de taller a Mateo. Había en ellas olas de virutas, hacinamiento de astillas y tablones, el banco reluciente por el uso, con esos curiosos esgrafiados que son la vanidad de los carpinteros. Y en el centro del taller, un féretro nuevo, oliendo gratamente a resina, al cual sólo faltaba una tabla en la tapa. El carpintero no pudo acabar su labor...
El fraile tomó el martillo y, torpemente, clavó la tabla, pegándose más de una vez en los dedos. Luego arrastró tapa y caja al dormitorio, donde yacía Mateo, y donde su hijo empezaba a amodorrarse, en el bienestar del sudor resolutivo. Tapó al enfermo, desinfectó rápidamente. Cándida no tardó en presentarse gritando de un modo histérico:
-¡Ay señor! ¡Ay santo! ¡Ay padre! ¡Infames, perdidos! No querían darle sepultura.
-¿Qué dices, mujer?
-Que el enterrador está en la cama, y los otros dicen que no es cosa suya, que no es obligación. ¡Tienen miedo! ¡Malvados!
-Motivo hay... -declaró el franciscano, moviendo la cabeza. No los insultes. Bastante infelices sois todos.
Y como Cándida sollozase amargamente, compadeciéndose a sí misma, el fraile añadió con imperio:
-Ayúdame, hermana. Aquí tenemos el ataúd; tú envuelve en la sábana el cuerpo.
Mientras la mujer realizaba esta tarea, el fraile corrió de nuevo al taller, y con dos astillas y una tachuela hizo una cruz.
-¡Ahora, ánimo! Agárralo por los pies, yo por los hombros...
Lo depositaron cuidadosamente en el féretro, y el fraile depositó sobre el pecho la tosca cruz, sujetando lo mejor que supo la tapa de la caja.
-¿Y ahora, señor? -murmuró la mujer.
-¡Ahora, arriba! ¡A los hombros! ¿Puedes?
Había que poder. El carpintero pesaba. Gruesas gotas de sudor corrían por la frente del fraile. Cándida no penaba tanto, hecha a más rudas labores, sin duda, pero la sacudía el zopillar angustioso.
-Calla, mujer, calla; ya hiparás después...
A nadie encontraron en su fúnebre paseo. El cementerio estaba próximo, por fortuna. No tardaron en hallar las herramientas. Los brazos les dolían, la respiración les faltaba al cavar en el suelo endurecido la ancha fosa. El fraile, cuando ya vio el ataúd depuesto, pensó en orar. Dijo las preces, bendijo la sepultura cristiana. Luego cubrió el ataúd con los removidos terrones. Y enjugándose el sudor, ya frío en sus sienes, iba a retirarse, a tiempo que divisó a dos hombres, portadores de otra fúnebre carga. Sólo que esta vez faltaba el féretro. ¿No faltaba también el carpintero? Venían los despojos envueltos en una manta. Y el fraile, sencillamente, suspirando de fatiga, tomó otra vez el azadón...
-Yo los ayudo, hermanos.

«Raza Española», núm. 1, 1919.

Cuento de la tierra

1.005. Pardo Bazan (Emilia)




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