El pueblecillo
parecía difumado en sombría bruma y en el aire flotaba dolor. La escasa gente
que se atrevía a salir a la calle iba a tiro hecho: a buscar remedios, que
escaseaban en la botica, o a pedir en el huerto del conventillo de San Pascual
rama de eucalipto, para quemarla en braseros y cocinas y aprovechar así el más
barato y humilde de los desinfectantes. A la puerta de don Saturio, el médico,
había siempre un grupo que se comunicaba sus cuitas en voz lastimosa y apagada.
-Este negro mal
les da a los mozos, a los sanos, y nos deja por acá a los que ya más valiera
que nos llevara... ¡Nuestra Señora del Corpiño nos valga, Asús!
El trote cansado
de un rocín interrumpió la plática. El médico, enfundado en recio gabán, calado
un sombrerón ya desteñido por las lluvias, regresaba de Lebreira, y en su
rostro, que la mal afeitada barba rodeaba hoscamente, se leían la inquietud y
el disgusto. A las preguntas de las comadres contestó con un gesto de adustez.
Rabioso, se apeó
el médico, gritó a su criado la orden de recoger el caballejo a la cuadra, y
después de vacilar unos segundos -hubiese preferido descansar y una taza de
café muy caliente- siguió a la que acababa de alegar la gravedad del marido y
del hijo.
Por callejas
sucias y pedregosas se dirigieron a una casa algo más cuidada, de mejor
apariencia que las restantes. Las maderas de esta casa, puertas y ventanas,
eran nuevas, y tenían el aspecto de solidez de lo bien construido. Como que el
moribundo era el mejor carpintero del pueblo, y le sobraba trabajo, sobre todo
desde que se había declarado la fatal epidemia... Sí: desde que caían
diariamente diez o doce personas, aterradora proporción para tal vecindario, Mateo
Piorno no descansaba de día ni de noche, serrando y ajustando tablas destinadas
a ese luengo estuche, más ancho y alto por la cabecera, en que ha de contenerse
todo el orgullo, toda la maldad, toda la miseria y toda la ilusión humana. Los
ataúdes producían más que otro trabajo cualquiera, porque aún los muy pobres no
suelen regatear tratándose de estos artículos, y llovían los pesos duros en la
hucha de Mateo Piorno, hasta el día en que le acometió también a él -a fuerza
de cerrar cajas acercándose a los muertos y manejándolos- el mal, aquel mal que
de los muertos venía, que era seguramente la emanación deletérea de tanta carne
de hombre hacinada en los campos de batalla, mal cubierta por la tierra madre,
horrorizada de ver sus entrañas profanadas así. Y mientras el carpintero,
todavía joven y vigoroso, luchaba con el morbo, al principio hipócritamente
benigno, de repente avasallador, el hijo, de dieciséis años, se rendía a su
vez, y la queja sorda de los dos enfermos era un ruido quizá doblemente fatídico
que el de los martillazos clavando las cajas...
Cuando el médico
entró, Mateo, desde hacía media hora, había cesado de quejarse. Don Saturio
alzó el embozo y miró el rostro, que empezaba a adquirir tintas plomizas.
La mujer exhaló
un chillido desesperado. Comprendería de súbito. Y cuando empezaba a lamentarse
una voz familiar la llamó desde la puerta:
Era un fraile
mendicante, alto, seco, que venía cargado de un brazado enorme de rama de
eucalipto; y con él entró una ráfaga de esencia pura, fuerte; un aire de salud.
El médico le hizo una seña.
-Me encontré
esta novedad... Y no será la única... Falté del pueblo unas horas, porque fui a
Lebreira, donde el abad ya falleció. Esto es el fin del mundo. La mitad más uno
de los vecinos con la tal peste. Aquí, el muchacho me parece que salvará; haga
usted la desinfección con el formol, y déle otro sello de aspirina. Yo me voy,
que me esperan quince o veinte. Aún no he comido. Me duele la cabeza. Y lo peor
es que no sirve de nada tanto fatigarse. ¡Caen como moscas!
El fraile entró.
Empezó por rezar brevemente ante la cama de Mateo. Se volvió luego hacia la
mujer, y poniéndole la palma de la mano en el hombro, no sugirió: ordenó la
conformidad.
-Lo manda
Aquel... No somos nadie para rebelarnos contra lo que manda. Y tú, Cándida,
¿puede saberse por qué no me avisaste antes? No debiste dejar que tu marido se
fuese así... A más, yo estaba bien cerca: en casa de Manuel el albéitar, que la
madre también... ¡Ea, mujer, ánimo! Reza conmigo, y después, no te falta
quehacer con el muchacho. Dale a beber agua con una cucharada de ron. Yo le
administraré las medicinas. Va a sudar; ponle otra manta.
-Hay que
perdonarte porque no sabes lo que haces. Coge una de las que tienes de reserva,
para el enfermo. Después, ve a avisar que vengan a llevarse a tu esposo: ya
sabes que no permiten que estén en casa ni una hora.
Mientras la
mujer cumplía los menesteres, el franciscano entró en la pieza que servía de
taller a Mateo. Había en ellas olas de virutas, hacinamiento de astillas y
tablones, el banco reluciente por el uso, con esos curiosos esgrafiados que son
la vanidad de los carpinteros. Y en el centro del taller, un féretro nuevo,
oliendo gratamente a resina, al cual sólo faltaba una tabla en la tapa. El
carpintero no pudo acabar su labor...
El fraile tomó el
martillo y, torpemente, clavó la tabla, pegándose más de una vez en los dedos.
Luego arrastró tapa y caja al dormitorio, donde yacía Mateo, y donde su hijo
empezaba a amodorrarse, en el bienestar del sudor resolutivo. Tapó al enfermo,
desinfectó rápidamente. Cándida no tardó en presentarse gritando de un modo
histérico:
-Que el
enterrador está en la cama, y los otros dicen que no es cosa suya, que no es
obligación. ¡Tienen miedo! ¡Malvados!
-Motivo hay...
-declaró el franciscano, moviendo la cabeza. No los insultes. Bastante
infelices sois todos.
Mientras la
mujer realizaba esta tarea, el fraile corrió de nuevo al taller, y con dos
astillas y una tachuela hizo una cruz.
Lo depositaron
cuidadosamente en el féretro, y el fraile depositó sobre el pecho la tosca
cruz, sujetando lo mejor que supo la tapa de la caja.
Había que poder.
El carpintero pesaba. Gruesas gotas de sudor corrían por la frente del fraile.
Cándida no penaba tanto, hecha a más rudas labores, sin duda, pero la sacudía
el zopillar angustioso.
A nadie
encontraron en su fúnebre paseo. El cementerio estaba próximo, por fortuna. No
tardaron en hallar las herramientas. Los brazos les dolían, la respiración les
faltaba al cavar en el suelo endurecido la ancha fosa. El fraile, cuando ya vio
el ataúd depuesto, pensó en orar. Dijo las preces, bendijo la sepultura
cristiana. Luego cubrió el ataúd con los removidos terrones. Y enjugándose el
sudor, ya frío en sus sienes, iba a retirarse, a tiempo que divisó a dos
hombres, portadores de otra fúnebre carga. Sólo que esta vez faltaba el
féretro. ¿No faltaba también el carpintero? Venían los despojos envueltos en
una manta. Y el fraile, sencillamente, suspirando de fatiga, tomó otra vez el
azadón...
«Raza Española», núm. 1, 1919.
Cuento de la tierra
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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