La doncella entró de puntillas en la alcoba. Extrañaba que su ama no
hubiese llamado ya, y sabiendo lo puntual de sus horas, aquella su exactitud de
cronómetro, estaba inquieta desde las ocho de la mañana. Era tan raro caso que
la baronesa de Stick durmiese a las diez, que la sirviente sufría esa aprensión
vaga que a veces anuncia las catástrofes. ¿Estaría la amazona gravemente
enferma? ¡Bah, ella tan saludable, tan fuerte, tan viril! ¿La habrían
quizás...? Y tragedias leídas en los periódicos, historias de asesinatos
cometidos por criminales que se desvanecen como el humo, sin dejar huella
alguna, ocurrían a la imaginación de la doncella leal, que compartía con la
atrevida amazona, desde hacía cinco años, las emociones del riesgo, el
engreimiento de los aplausos.
A pasos tácitos avanzaba, entre la semiobscuridad de la habita-ción,
cuando la voz de la baronesa se alzó, apacible.
-Fanchonette, hija mía... ¿Cómo vienes antes que haya amanecido?
La muchacha, tranquilizada y atónita, se detuvo.
-¡Dios mío, madame! Son
las diez, si es que no son las diez y cuarto.
-¿Qué dices? ¡Si no se ve claridad!
Fanchon notaba perfectamente que se filtraba una raya de luz, flechada y
juguetona, del alegre sol meridional, el sol de Niza, que cría mimosas y
violetas a carros. Asombrada, entreabrió suavemente las maderas, y al notar que
su ama nada decía, las abrió del todo, de golpe. Por los cristales se metía el
riente panorama: a lo lejos, el golfo, y, en primer término, los jardines de
varios coquetones hoteles, poblados de vegetación rica -palmeras, rosales en
flor, abetos de hoja picada-. El día era primaveral, dulce, lleno de
elasticidad y de regocijo. Un automóvil, de un rojo de laca, cruzó ante la
ventana; el conductor miró en un relámpago hacia ella. Era sin duda de los
elegantes apasionados de la baronesa, de los que diariamente aplaudían sus
ejercicios y también su extraña hermosura, su cuerpo estatuario, su cabeza de
líneas como cinceladas por un artista florentino en bronce pálido con ráfagas
de oro. La doncella se volvió, animada.
-Acaba de pasar el señor Kirileff, en su auto...
-¿A ver, Fanchon? Pero ¿es de día?
Al exclamar así con angustia -la angustia que hace opaca la voz y
entrecorta la respiración- la amazona se había incorporado. Sobre los morenos
hombros, emergiendo de los encajes de la ropa de noche, se alzaba la cabeza
juvenil, de facciones impecables, selladas con sello de energía, y aureolada
por cabellera rizosa y corta, color Ticiano, que la tijera despuntaba
incesantemente.
-¡Señora! ¡No ha de ser de día!
El chillido de Fanchon petrificó a la amazona... ¡De día! ¡Y ella no
veía nada! ¡Nada, nada! A lo sumo, una especie de vislumbre sangrienta, como el
resplandor lejano de un incendio, algo rojo y sombrío que más que en las
pupilas parecía reflejarse en el alma.
-¡Fanchon! -insistió enloquecida-. ¡Fanchon! ¡O es de noche o me he
quedado ciega!
No cabía dudarlo... La amazona había perdido la vista... ¡Pero si no
podía ser! ¡Si era preciso un maleficio, algo inexplicable, algo transitorio!
¡No se queda la gente ciega así, sin precedentes, sin enfermedad alguna! Y la
amazona, sollozando sobre el hombro de la fiel sirviente, murmuró:
-Sí, puede uno quedarse ciego de este modo... En mi familia hubo
casos... Tengo un medio hermano, por el lado materno, al cual le ha sucedido lo
mismo...
La doncella miraba los grandes ojos, lucientes y verdes, de reflejo
líquido, en la cara ligeramente tostada de la écuyère, y no acababa de persuadirse...
-¡Pero si no se ve nube alguna! ¡Si están tan claros, tan hermosos como
siempre!
No estaban tan claros ya en aquel mismo instante... Dos lágrimas los
mojaban y los enrojecían...
El acceso de debilidad feminil poco duró. La valerosa mujer, digna de
ser esculpida en un relieve helénico -donde luchan centauros y amazonas, se
rehizo y dio órdenes concretas, firmes.
-Que nadie lo sepa en el hotel... Que nadie entre aquí sino tú... Mi
baño, mi almuerzo acostumbrado...
Fanchon, llorosa también, obedeció. No se atrevía a preguntar lo que se
le ocurría, lo más importante. ¿Se llevaba o no se llevaba aviso al director?
¿Cómo no avisar, cuando la señora trabajaba en la función de aquella noche,
llenaba su número, estaba en el programa? Y la señora no pensaba en eso, no
decía palabra respecto al asunto... ¿Si ella, Fanchon, se lo recordase? Porque
era de seguro un olvido; era el aturdimiento, la embriaguez de la pena, lo que
impedía a la amazona preocuparse de una cosa tan seria... Al fin, hacia la
tarde, Fanchon se decidió:
-¿Señora? ¿No se acuerda la señora? ¿El Circo? ¿La función de esta
noche?
-¿Qué, la función?
-No podrá la señora ir...
-¡Ya lo creo que iré!
-Pero ¿cómo va la señora a trabajar?
Un silencio firme, obstinado, fue la única respuesta... Grave, ceñuda,
determinada ya, la baronesa había adoptado su resolución...
A la hora de todos los días pidió su coche para trasladarse al Circo...
Los del hotel notaron que, por las escaleras, intentaba darle el brazo Fanchon;
pero la artista bajaba derecha, con la gallardía de su exagerada silueta, casi
demasiado apuesta, casi demasiado acentuada de líneas, y con la ligereza
habitual en sus raudos y veloces pies...
Fanchon cumplía la orden. Callar, obedecer, prepararlo todo, como
siempre, para el número sensacional, el salto de la triple barrera en el
caballo favorito, soberbio y finísimo árabe, aquel Sun, el más ardiente cariño de la amazona. ¡Qué ser tan
admirable era Sun! ¡Con qué
inteligencia atendía, no a la rienda, al mismo pensamiento de su ama! ¡Con qué
dulzura afectuosa olvidaba su fiereza, el hervor de su sangre morisca, el sol
derretido que corría por sus venas bajo la sedeña piel, para amansarse al
contacto del cuerpo ágil, con el cual parecía formar uno solo al realizar las
empresas de la destreza y del valor! En eso fiaba la baronesa al intentar la
suprema prueba de aquella noche. Ciega y todo, Sun la entendería, el corcel vería por ella, y la sublime locura
de aquel trabajo, horriblemente peligroso, sería un nuevo lauro en su carrera
heroica. Cuando supiesen sus admiradores que se había quedado ciega, sabrían
también que ciega hacía lo mismo que con ojos. Porque no son los ojos, es el
intrépido corazón el que no teme a la muerte, el que se embriaga con el riesgo
y la victoria...
Salió a la pista la centauresa. Su elegante torso, cautivo en la
sencilla casaca de negro paño, masculinamente desdeñosa de todo adorno, jamás
se había erguido tan airosamente sobre el diminuto sillín. Nunca su cabeza
había parecido tan bella, con belleza de arcángel de miniatura, como en aquel momento
espantoso. Nunca el magnífico caballo y la briosa mujer se habían identificado
de tal suerte, al correr a la misma demencia.
El público enmudecía, emocionado. Y cuenta que la baronesa desplegaba en
su ejercicio una distinción tan natural y graciosa, tan caballeresca, que se
diría que era un juego, y que sólo jugando -sin el menor alarde de riesgo- se
verificaba el tremendo sport...
Avanzó la baronesa. Las patas delicadas y nerviosas de Sun parecen acariciar la arena de la
pista... Una inquietud misteriosa altera la marcha del noble bruto. Un
instinto, obscuramente, le prohíbe que avance...
Cerca ya de la triple barrera, un ligero toque, aviso más bien, del
látigo, le estremece profundamente. ¿Qué necesidad había?... ¿No estaba él allí
para adelantarse?... ¿Látigo a él, a él?...
Y, recogiendo su fuerza, se lanzó al salto...
La amazona dio un grito, antes de ser arrojada, despedida contra la
barrera desnucada, con el cráneo roto.
La ilustración española y americana, núm. 12,
1909
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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