No sabía el
señorito que lo estaba hasta que le informó la vieja carcomida aquella, según
volvían de la feria del primero y subían el áspero repecho que conduce al
mesón, donde es costumbre inveterada pararse a refrescar.
Detuviéronse,
pues, al pie del secular castaño que sombrea las dos mesas paticojas,
prevenidas de jarros colmos y rosquillas duras, y el señorito brindó a la bruja
un ancho vaso del alegre vinillo de la tierra, bromeando sobre lo del ofrecimiento.
-¡Mi joya!
-contestó la mujeruca después de trasegar lentamente el claro y agromosto, que
huele como los amorotes bravos y las moras maduras.
-Mi palomo, señorito
de Valdeorás...,y luego, si Natolia no le ofreciese, ¿estaría usía en este
mundo?
-¡Asús! No,
señor, mi joya; sería porque lo dispuso Santa Comba, la del Montiño, que para
eso le ofrecí yo cosa viva.
-¿Cosa viva?
-repitió el señorito, echando atrás de un capirotazo su sombrero gris, flexible
de anchas alas, y sacando del bolsillo su petaca de plata martillada, donde
brillaba un trebolico de rubíes.
Nolasco de
Valdeorás soltó la risa a borbotones. La vieja, de pie ante él, le miraba con
cierta fisga maliciosa. Su cara era una rugosa nuez, avivada por los dos toques
de azabache de los ojuelos; su boca, una sima; en los pómulos, la rosa del
vino, recién bebido, florecía con abermellonado rancio.
-Ríase a gusto,
palomiña... Ríase, que es bueno para la hiel. ¡Santa Comba le deje reír muchos
años! No quita, señorito, que si yo no le ofrezco... Usía no puede acordarse,
que aún no pensaba en nacer; pero aquí no se le hablaba de otro cuento, sino
del disgusto que había en Valdeorás, motivado a que la señora, en gloria esté,
después de ocho años de maridada, era estérea... Un día la vi yo, con estos
ojos, que lloraba muy triste; ya no esperaba familia..., y cata, ¡ofrecí lo que
viniese, al Montiño, llevando criatura viva, por supuesto..., y a los nueve
meses, santa gloriosa!
Nolasco, deseoso
de continuar su camino, pegó cariñosa palmada en el hombro de la bruja; sacó su
bolsa de malla, extrajo unas monedas de plata y se las presentó:
-Ahí va, para
ayuda de la «cosa viva...», y se estima el favor, Natolia, mujer, si es favor
lo que me hiciste.
-Pero tú,
Natolia habrás gastado cuartos en comprar esa gallina o ese puerco que me
representaron dignamente.
-¿Yo qué tenía
de gastar, señorito? -articuló ella asombrada. ¿Yo qué tenía de gastar, si es
usía en persona el que ha de ir a la
Santa ? Quien está ofrecido es usía, y créase de mí y vaya
cuanto más antes, que han pasado muchos años y la Santa espera y la paciencia
se te podrá rematar.
-¿De modo que
soy yo...? -Y Nolasco volvió a reír estrepitosamente. ¡Pues me gusta! ¿Yo qué
ofrecimiento hice?
-No lo hizo,
pero ofrecido está; cumpla, señorito. Ahora que lo sabe, cumpla; por el alma de
su madre, que está en el cielo. Quítese el estorbo de la concencia; Santa Comba
le trajo al mundo; no vaya el enemigo, ¡Asús!, a sacarle de él. Mire que he
visto volar un cuervo de un pino para otro, y este no es tiempo de cuervos, que
sólo se ven allá, en octubre. Mire que ahora, cuando venía andando delante de
mí por la carretera, el cuerpo de usía no hacía sombra ninguna.
Nolasco, esta
vez, se rió, enojándose. ¡Qué agorerías, qué supersticiones! Sólo por eso no
iría a Santa Comba en su vida. Así quedaría demostrado que son ridículos
cuentos de viejas semenjantes historias de ofrecimientos y de peligros.
-¡No diga
pecados! -suplicaba la Cohetera ,
afligida. ¡No se ponga contra la
Santa ! ¡Cumpla, cumpla! Si no va en vida tendrá que ir
después...
Ya iba lejos
Nolasco, al trote de su yegua alazana, y aún se oía la voz cascada, implorante,
temblorosa:
El señorito, sin
que acertase a explicarse la causa, sentía una inquietud dolorosa, mezcla de
enfado, terquedad y remordimiento. Avanzaba, y de vez en cuando arrojaba a la
carretera una mirada oblicua, a fin de cerciorarse de que la sombra del jinete
y del caballo se proyectaba sobre la blancura de la carretera. Creía escuchar
la voz rota, sumida, de la vieja sin dientes, repitiendo, fatídicamente:
«¡Cumpla! ¡Cumpla!...» Abajo, a sus pies, la cuenca del río extendía el verdor
de los juncales y el gris plateado del agua. Y enfrente, roja como el orín de
las armas antiguas, la eminencia rogosa del Montiño, donde el templo primitivo
de Santa Comba se asienta, surgía recogiendo el oro de los últimos rayos de la
tarde... La luna asomaba ya en el firmamento, enverdecido cual las turquesas
enfermas y pálidas; el olor del samo en flor y de la boñiga fresca, dejada por
tanto ganado como durante el día había cruzado el camino, flotaba en el aire.
El chirrido
estridente, quejoso, de un carro, a lo lejos, parecía pronunciar esas dos
sílabas del encargo de la carcomida e ignorante Natolia. El ofrecido se detuvo
un instante. ¿Seguiría por la vuelta hasta Cornelle o atajaría para llegar a
Valdeorás mucho más pronto? Malo era el atajo, entre pinares y pedregales resbaladizos;
pero representaba una hora menos de aquella soledad penosa, consigo mismo, en
angustioso y pueril recelo, mirando al soslayo si su sombra le acompañaba y
maltratándose a sí mismo interior-mente cada vez que lograba persuadirse de
cómo, en efecto, la sombra trotaba en su compañía...
«¿Por qué no he
de ir al santuario con mi ofrenda?», murmuró para sí. Y, como minutos después,
había resuelto no ir jamás, no cumplir el rito de la superstición aldeana. ¡Eso
no! Porque luego tendría que mofarse de sí mismo la vida entera...
Entró en el
atajo bien decidido a no acordarse más de que su rescate, su precio, su
equivalencia, eran algo viviente, llevado por él mismo al santuario. Siguió la
estrecha vereda, salvó de un salto de su yegua un valladito y se internó en el
pinar. Por instinto miró de lado, y se estremeció al percibir que no tenía
sombra.
-¡Qué desatino!
-murmuró. ¿Cómo la he de tener si la luna se ha oscurecido y estoy en lo más
espeso del pinar?... Cargue el diablo con la vieja y maldito sea el
ofrecimiento...
Había que salvar
otro vallado más alto. La yegua, acostumbrada a tal ejercicio, tembló, hizo un
extraño e indicó defensa. Nolasco le clavó los espolines, cruzó el anca con el
látigo. El animal resopló, obedeciendo de mala gana. Fue más que salto,
corcoveo. Cayó mal al otro lado; rota la cincha, el jinete fue lanzado con el
estrecho galápago; el tronco rudo de un roble añoso recibió la masa del cuerpo;
en primer término, la cabeza, que al terrible golpe se abrió y rajó como una
sandía madura. La yegua, loca de terror, salió galopando hacia Valdeorás.
Nolasco yacía en la vereda, con los brazos abiertos y los ojos vidriados; tal
vez su espíritu trepaba por el Montiño a cumplir el sagrado ofrecimiento.
Cuento de la tierra
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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