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miércoles, 7 de mayo de 2014

Ofrecido

No sabía el señorito que lo estaba hasta que le informó la vieja carcomida aquella, según volvían de la feria del primero y subían el áspero repecho que conduce al mesón, donde es costumbre inveterada pararse a refrescar.
Detuviéronse, pues, al pie del secular castaño que sombrea las dos mesas paticojas, prevenidas de jarros colmos y rosquillas duras, y el señorito brindó a la bruja un ancho vaso del alegre vinillo de la tierra, bromeando sobre lo del ofrecimiento.
-¿Puede saberse quién te mete a ti, Natolia la Cohetera, a ofrecer lo que no es tuyo?
-¡Mi joya! -contestó la mujeruca después de trasegar lentamente el claro y agromosto, que huele como los amorotes bravos y las moras maduras.
-Mi palomo, señorito de Valdeorás...,y luego, si Natolia no le ofreciese, ¿estaría usía en este mundo?
El señorito se echó a reír de buena gana.
-Según eso, estoy en el mundo porque a ti se te antojó.
-¡Asús! No, señor, mi joya; sería porque lo dispuso Santa Comba, la del Montiño, que para eso le ofrecí yo cosa viva.
-¿Cosa viva? -repitió el señorito, echando atrás de un capirotazo su sombrero gris, flexible de anchas alas, y sacando del bolsillo su petaca de plata martillada, donde brillaba un trebolico de rubíes.
-Sí, señor querido... Cosa viva, como quien dice, un animal, una gallina o un cerdo...
-¿Y qué significan ese cerdo o esa gallina, vamos a ver?
-Significan..., ¡demasiado lo sabe! Significan el alma de usía, con perdón.
Nolasco de Valdeorás soltó la risa a borbotones. La vieja, de pie ante él, le miraba con cierta fisga maliciosa. Su cara era una rugosa nuez, avivada por los dos toques de azabache de los ojuelos; su boca, una sima; en los pómulos, la rosa del vino, recién bebido, florecía con abermellonado rancio.
-Ríase a gusto, palomiña... Ríase, que es bueno para la hiel. ¡Santa Comba le deje reír muchos años! No quita, señorito, que si yo no le ofrezco... Usía no puede acordarse, que aún no pensaba en nacer; pero aquí no se le hablaba de otro cuento, sino del disgusto que había en Valdeorás, motivado a que la señora, en gloria esté, después de ocho años de maridada, era estérea... Un día la vi yo, con estos ojos, que lloraba muy triste; ya no esperaba familia..., y cata, ¡ofrecí lo que viniese, al Montiño, llevando criatura viva, por supuesto..., y a los nueve meses, santa gloriosa!
Nolasco, deseoso de continuar su camino, pegó cariñosa palmada en el hombro de la bruja; sacó su bolsa de malla, extrajo unas monedas de plata y se las presentó:
-Ahí va, para ayuda de la «cosa viva...», y se estima el favor, Natolia, mujer, si es favor lo que me hiciste.
La mano, hecha de raíces, de Natolia, se extendió, rechazando la dádiva.
-Dios nos aparte, señorito, de andar dinero en ese caso. ¡Santa Comba nos valga! Dinero, no.
-Pero tú, Natolia habrás gastado cuartos en comprar esa gallina o ese puerco que me representaron dignamente.
-¿Yo qué tenía de gastar, señorito? -articuló ella asombrada. ¿Yo qué tenía de gastar, si es usía en persona el que ha de ir a la Santa? Quien está ofrecido es usía, y créase de mí y vaya cuanto más antes, que han pasado muchos años y la Santa espera y la paciencia se te podrá rematar.
-¿De modo que soy yo...? -Y Nolasco volvió a reír estrepitosamente. ¡Pues me gusta! ¿Yo qué ofrecimiento hice?
-No lo hizo, pero ofrecido está; cumpla, señorito. Ahora que lo sabe, cumpla; por el alma de su madre, que está en el cielo. Quítese el estorbo de la concencia; Santa Comba le trajo al mundo; no vaya el enemigo, ¡Asús!, a sacarle de él. Mire que he visto volar un cuervo de un pino para otro, y este no es tiempo de cuervos, que sólo se ven allá, en octubre. Mire que ahora, cuando venía andando delante de mí por la carretera, el cuerpo de usía no hacía sombra ninguna.
Nolasco, esta vez, se rió, enojándose. ¡Qué agorerías, qué supersticiones! Sólo por eso no iría a Santa Comba en su vida. Así quedaría demostrado que son ridículos cuentos de viejas semenjantes historias de ofrecimientos y de peligros.
-¡No diga pecados! -suplicaba la Cohetera, afligida. ¡No se ponga contra la Santa! ¡Cumpla, cumpla! Si no va en vida tendrá que ir después...
Ya iba lejos Nolasco, al trote de su yegua alazana, y aún se oía la voz cascada, implorante, temblorosa:
-¡Cumpla! ¡Cumpla! Mire que...
El señorito, sin que acertase a explicarse la causa, sentía una inquietud dolorosa, mezcla de enfado, terquedad y remordimiento. Avanzaba, y de vez en cuando arrojaba a la carretera una mirada oblicua, a fin de cerciorarse de que la sombra del jinete y del caballo se proyectaba sobre la blancura de la carretera. Creía escuchar la voz rota, sumida, de la vieja sin dientes, repitiendo, fatídicamente: «¡Cumpla! ¡Cumpla!...» Abajo, a sus pies, la cuenca del río extendía el verdor de los juncales y el gris plateado del agua. Y enfrente, roja como el orín de las armas antiguas, la eminencia rogosa del Montiño, donde el templo primitivo de Santa Comba se asienta, surgía recogiendo el oro de los últimos rayos de la tarde... La luna asomaba ya en el firmamento, enverdecido cual las turquesas enfermas y pálidas; el olor del samo en flor y de la boñiga fresca, dejada por tanto ganado como durante el día había cruzado el camino, flotaba en el aire.
«¡Cumpla!... ¡Cumpla!...»
El chirrido estridente, quejoso, de un carro, a lo lejos, parecía pronunciar esas dos sílabas del encargo de la carcomida e ignorante Natolia. El ofrecido se detuvo un instante. ¿Seguiría por la vuelta hasta Cornelle o atajaría para llegar a Valdeorás mucho más pronto? Malo era el atajo, entre pinares y pedregales resbaladizos; pero representaba una hora menos de aquella soledad penosa, consigo mismo, en angustioso y pueril recelo, mirando al soslayo si su sombra le acompañaba y maltratándose a sí mismo interior-mente cada vez que lograba persuadirse de cómo, en efecto, la sombra trotaba en su compañía...
«¿Por qué no he de ir al santuario con mi ofrenda?», murmuró para sí. Y, como minutos después, había resuelto no ir jamás, no cumplir el rito de la superstición aldeana. ¡Eso no! Porque luego tendría que mofarse de sí mismo la vida entera...
Entró en el atajo bien decidido a no acordarse más de que su rescate, su precio, su equivalencia, eran algo viviente, llevado por él mismo al santuario. Siguió la estrecha vereda, salvó de un salto de su yegua un valladito y se internó en el pinar. Por instinto miró de lado, y se estremeció al percibir que no tenía sombra.
-¡Qué desatino! -murmuró. ¿Cómo la he de tener si la luna se ha oscurecido y estoy en lo más espeso del pinar?... Cargue el diablo con la vieja y maldito sea el ofrecimiento...
Había que salvar otro vallado más alto. La yegua, acostumbrada a tal ejercicio, tembló, hizo un extraño e indicó defensa. Nolasco le clavó los espolines, cruzó el anca con el látigo. El animal resopló, obedeciendo de mala gana. Fue más que salto, corcoveo. Cayó mal al otro lado; rota la cincha, el jinete fue lanzado con el estrecho galápago; el tronco rudo de un roble añoso recibió la masa del cuerpo; en primer término, la cabeza, que al terrible golpe se abrió y rajó como una sandía madura. La yegua, loca de terror, salió galopando hacia Valdeorás. Nolasco yacía en la vereda, con los brazos abiertos y los ojos vidriados; tal vez su espíritu trepaba por el Montiño a cumplir el sagrado ofrecimiento.

Cuento de la tierra

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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