El fraile
dominico encargado de exhortar a la mujer poseída del demonio, para que no
subiese a la hoguera en estado de impenitencia final, sintió, aunque tan
acostumbrado a espectáculos dolorosos, una impresión de lástima cuando al
entrar en el calabozo divisó, a la escasa luz que penetraba por un ventanillo
enrejado y lleno de telarañas, a la rea.
Escuálida y
vestida de sucios harapos, reclinada sobre el miserable jergón que le servía de
cama, y con el codo apoyado en un banquillo de madera, la endemoniada, que se
había llamado en el siglo Dorotea de Guzmán, que había sido orgullo de una
hidalga familia, alegría de una casa, gala y ornato de las fiestas, parecía un
espectro, una de esas mendigas que a la puerta de los conventos presentaban la
escudilla de barro para recibir la bazofia de limosna. Su estado de demacración
era tal, que a pesar de verse por los desgarrones del mísero jubón las formas
de su seno, el dominico, que era un asceta y solía luchar con tentaciones
crueles, no sintió turbación ni rubor, y sólo la piedad, la dulce y santa
piedad, le impulsó a ofrecer a Dorotea amplio pañuelo de hierbas, y a decir
benignamente:
De tanta miseria
y abyección tomó pie el fraile para empezar a convencer a Dorotea de que
sacudiese el yugo de un amo que así paga a sus fieles servidores. Y mientras la
posesa clavaba en el religioso sus grandes pupilas color de humo, donde, de
cuando en cuando brillaba fosfórica chispa, él habló copiosamente, con unción y
ternura, encareciendo la amorosa efusión de Cristo, que siempre tiene abiertos
los brazos para recibir al pecador, la continua intercesión de su Santa Madre,
la infinita misericordia del Criador, que sólo nos pide un instante de
contrición para borrar todos nuestros delitos. Mas no tardó en advertir el
dominico que la sentenciada le oía con salvaje insensibilidad, bajo la cual
trepidaba una cólera sorda; y entonces pensó que convendría, para abrir brecha
en un alma contaminada por la presencia de Satanás, hablar un lenguaje humano,
casi egoísta, buscar palabras que irritasen a la pecadora y la forzasen a una
discusión, en que saldría vencedor el dominico.
-Dorotea -dijo,
tuteándola con violencia y enojo, mira que ya pronto comparecerás ante ese Dios
que va a pedirte cuenta de tus actos, y que a una vida de sufrimientos
pasajeros seguirá otra de suplicios perdurables. Un paso, un segundo, es el
tránsito a la eternidad, y esa eternidad es fuego, no como el de aquí, que
causa la muerte, y con la muerte trae el descanso, sino interminable, horrendo,
continuo, que renueva las carnes para volverlas a tostar y recuaja los huesos
para calcinarlos otra vez. Pobre oveja que has seguido al hediondo macho
cabrío, ahí tienes lo que te espera. ¿No te avergüenzas de ser esclava del
demonio? ¿No lloras al menos tu esclavitud?
La endemoniada
seguía guardando el mismo hosco silencio; pero, de pronto, se estremeció. Era
que el dominico, enternecido por sus propias palabras, había dejado asomar a
sus ojos humedad de llanto; y la mujer, conmovida, tal vez a su pesar por aquel
indicio inequívoco de conmiseración, dijo sombríamente:
-Yo no puedo
llorar. Lo primero que hizo mi dueño y señor Satanás fue quitarme las lágrimas
de las pupilas y el calor de los miembros. Toca y verás.
Y alargando una
mano, rozó la del dominico, que retrocedió espantado de la glacial, de la
mortuoria frigidez de aquella piel que creía abrasada por la fiebre.
-No me
compadezcas -añadió orgullosamente. La sensibilidad y el ardor que faltan por
fuera se han refugiado en mi corazón, que es un brasero de llama rabiosa.
-Eso mismo les
sucede a los santos -murmuró el dominico con angustioso afán. Que ese fuego no
se apague; pero purifícalo ofreciéndoselo a Jesús.
-No -respondió
con energía la endemoniada, cuyo rostro se contrajo y cuyos ojos, donde
boqueaba el horno de la escondida hoguera, bizcaron repentina-mente con
frenético estrabismo.
-Pero ¿por qué,
desdichada hermana? Dame una razón, una siquiera. De cuantas sentenciadas me ha
tocado exhortar, sólo tú has callado, en vez de blasfemar y maldecir. Maldice,
que lo prefiero. Ya sé que han sido inútiles los exorcismos, los conjuros, el
hisopo, las oraciones, las santas reliquias; ya sé que el demonio no ha salido
de ti, porque no quisiste tú que saliese, y como Dios, que ha podido criarte
sin tu voluntad, no puedo contra tu voluntad salvarte, el espíritu impuro se
alberga aún en tu seno. No he pensado en emplear contra ti la fuerza; te pido y
te ruego, si es menester de rodillas, que me des una explicación de tu
ceguedad. Eras hermosa y eres horrible; eras dama principal y pudiente, y eres
menos que las mujerzuelas de la calle; eras buena y honrada, y eres ludibrio y
vergüenza de tu sexo... ¿En qué moneda te paga el maldito? ¿Qué felicidad ignominiosa
te da a cambio de todo lo que sacrificas por él?
-Ya que te
empeñas en saberlo, lo sabrás. No creas que en este momento habita en mí el que
llamas espíritu maligno. Sufría con los exorcismos y las reliquias y se apartó
de mí. Pero sé que volverá, y sé que cuando me achicharren nos vamos a reunir
para siempre.
-Escucha
-prosiguió la endemoniada-. No ignoras que en el mundo fui mujer de calidad,
ensalzada por linda, respetada por noble, codiciada por rica, aplaudida por
discreta. Estas prendas me atrajeron rondadores y galanes; pero ninguno supo
hacer que yo pagase sus finezas. Pasaron por delante de mis rejas o de mi
estrado y los desdeñé, porque mi alma, que se remontaba muy alto, aspiraba,
secretamente, a algo más grande, a un príncipe, a un monarca, a un ser
extraordinario, desconocido y superior. Sucedió que una prima hermana mía, que
acababa de vestir el sayal de las carmelitas y a quien yo solía visitar en su
reja, comenzó a hablarme exaltadamente de sus nupcias con Jesús, de los éxtasis
y deliquios que gozaba en brazos de su celestial Esposo y de lo despreciables
que parecen, en cotejo de tan divinos regalos, los amoríos y las aventuras de
la tierra. Estos coloquios me trastornaron y emprendí una vida de devoción y de
mortificaciones que hizo creer a todos, y a mí la primera, que sentía una
vocación monástica firme e irresistible. Mientras tanto, en mi interior yo me
despedazaba de congoja, de inquietud y de tedio, y un día, en un arranque de
sinceridad, dije a mi prima la monja: «Ya no te envidio. Soy demasiado altanera
para envidiar un Esposo que con infinitas esposas habrás de repartir. Ahora
mismo, en centenares de claustros y en miles de celdas, tu desposado visita a
otras mujeres. Desprecio lo que no es sólo mío.»
-Aquella noche
-prosiguió Dorotea, estando yo a punto de recogerme y habiendo soltado ya de
la redecilla la mata de pelo, he aquí que se me aparece...
-Así llamamos al
demonio cuando toma bella forma de varón para manchar y escarnecer a una mujer
desdichada como tú.
-No se trata de
escarnecer ni de manchar, pues el aparecido y yo entretuvimos la noche
conversando castamente. Refirióme su historia punto por punto, y supe que era
un gran príncipe, arrojado de los reinos de su padre por un instante de
rebeldía, y que mientras a su padre todos le ensalzan y pronuncian su nombre
con adoración, del hijo rebelde abominan y maldicen. Cuando supe que nadie le
quería, cuando comprendí su desventura inmensa empecé a sentir que le quería yo
y a soñar que mi amor le compensase todo cuanto había perdido, hasta los reinos
de la gloria. Al amanecer se fue, pero volvió a la noche siguiente, trayendo un
botecillo de un ungüento, con el cual me frotó las plantas de los pies y las
palmas de las manos, y salí volando por el ventanillo. Cruzamos espacios inmensos,
y abatiéndonos a tierra entramos en unas cuevas muy profundas, abiertas en el
seno de altas montañas, y cuyo techo parecía de diamantes. Allí se apiñaba una
muchedumbre inmensa, que reconocía la autoridad de mi señor, y bullía al pie de
su trono una hueste de mujeres hermosísimas, cortesanas, reinas o diosas, desde
la rubia Venus y la morena Cleopatra hasta la insaciable Mesalina y la suicida
Lucrecia. Y como yo sintiese en el corazón la mordedura de los celos vi que las
apartaba indiferente, sin mirarlas, y oí que decía: «No temas; yo no soy como
el «Otro», yo no me reparto... Te pertenezco, Dorotea, pero tu también me
perteneces a mí en vida y muerte». Cada noche, al dar las doce, le esperé y le
acompañé, y fui venturosa.
-¡No llames
ventura a las infames torpezas en que te encenegaba el enemigo de Dios!
-protestó el dominico.
-¡Si no he
cometido torpeza alguna! -respondió altivamente Dorotea. Lo primero en que
convinimos él y yo fue en que nuestro cariño sería el de dos espíritus, y
mantuvimos el pacto. Mi señor tuvo a menos sujetarme con las cadenas de la
materia, y cifró su orgullo en poseer mi alma, y nada más que mi alma, por
voluntad mía. Mil veces me ha repetido que gracias a mí, puede alabarse de un
triunfo que sólo a Dios parecía reservado: el de ser querido espiritualmente,
sin mancha de concupiscencia. En cambio, yo sé que no tengo rivales, y que soy
el único bien de mi señor. Nada me importa el vilipendio ni el tormento que me
han dado. La muerte, la deseo. Cuanto antes enciendan el brasero para mí, más
pronto me reuniré con «él».
Y volviendo la
espalda al fraile, la posesa ocultó el rostro en la esquina de la pared
resuelta a no decir otra palabra.
Cuando salió el
dominico de la prisión de la relapsa empedernida, sollozó, besando el Crucifijo
pendiente de su grueso rosario:
«El Imparcial», 13 mayo de 1895.
Cuento sacroprofano
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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