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miércoles, 7 de mayo de 2014

Por españa

Al desembarcar en Cádiz, ya el novio venía malhumorado, Encontraba que la novia, en todo el tiempo que había durado la travesía, por otra parte muy feliz, no pensaba tanto en él como en España, tierra expresamente elegida, por la antojadiza criatura para comer­se el panalito de miel. Y la novia, que harto sacrificio había realizado al pres­cindirr de su libertad de mujer indepen­diente casándose con un hombre pro­saico y opulento, andaba un poco dis­traída, y en el puente del buque, de noche, gustaba de aislarse, de contem­plar a solas las estrellas sobre el cielo turquí del Mediodía, y rechazaba el brazo conyugal, afanoso de ceñirse a su talle.
No obstante, cuando sentaron el pie en el muelle, iban reconciliados, y ade­más hacían lo que se dice una arrogan­te pareja. La ex señorita Gladys Stil­ton, doctora en Leyes, acuarelista de afición y gran jugadora de tenis, lle­vaba con gentil desembarazo su som­brero de fieltro gris que cimeraba una gaviota enorme, y se envolvía airosa­mente en la larga manta de viaje, de cuadros amarillos. y marrón. A pesar de las fatigas de la iniciación amorosa, su cutis parecía de rosa muy fresca, co­mo parecía de seda lasa fina su cabello, recogido en moño griego, saliente y fir­me. Si mistress Gladys tenía las ideas largas, no podía decirse que tuviese el pelo corto. Sus ojos azul marino, cán­didos, expresaban a veces una especie de infantil asombro; per,o sus manos eran fuertes y huesudas cual las de un muchacho, y sus esbeltas y robustas formas denotaban el cultivo de la ener­gía física y la excelente asimilación de las amplias lonjas de buey asado. Bien podía míster A. H. Sadler Bigpag, fa­bricante de conservas comprimidas por un sistema nuevo del cual había saca­do patente, apoyarse a gusto, según la moda, en el brazo de su consorte, sin miedo a resbalar; y debe añadirse que tampoco maldito el báculo que necesi­taba míster Sadler, pues era un san­guíneo mocetón de dientes deslumbra­dores (algo tocados de oro por el me­jor dentista de Chicago, criadero de dentistas prestigiosos), de cachetes co­lorados, mandíbula fuerte, cogote an­cho y pelo blanquecino de puro rubio, cortado al cero y que dejaba ver el cráneo blanco y redondo.
Los primeros días de estancia en la «tacita de plata» aumentó el mal tem­ple del conservero. Ni aquello era ho­tel, ni aquélla era comida, ni aquello se podía llamar bañarse, ni había quien sufriese el olor a aceite frito y los con­tinuos pregones de las vendedoras, los organillos callejeros y las murgas. Sólo era tolerable el jerez; pero no cierta­mente el de la fonda, sino el «Tío Pe­pe», expresamente encargado. Por el contrario, la novia demostraba extraor­dinaria satisfacción y estaba lo que se dice embobada con las costumbres ga­ditanas, tobre todo las populares. En un viaje a Méjico había aprendido la señorita Gladys a chapurrear el espa­ñol, y ahora se soltaba intrépidamente, riendo a carcajadas a cada errata, y ce­lebrando con gozo cada acierto y cada adelanto. Hablaba con todo bicho vi­viente; con el dueño del hotel, con los vecinos de mesa, que la piropeaban; con los golfos de la calle, con los por­dioseros, con los guardias de Orden Pú­blico. Sin excepción eran para ella sim­páticos y poéticos. La norteamericana había olvidado su sangrienta ración de carne semicruda y no comía más que buñuelos, naranjas, churros, bocas y boquerones. ¡Ah. las bocas! ¡Qué deli­cia! Y el marido protestaba:
-Gladys, sois estúpida... Gladys, vais a enfermar...
¡No enfermaba, no! Lo que hacía era espiritualizarse; perder su aire amar¡­machado; vestirse de un modo más fe­menino y prenderse en el pico del esco­te una de esas rosas encendidas que en Andalucía parecen brotar donde pisa una mujer. No sin asombro del esposo, tenía antojos sentimen-tales: «Reque­bradme a la española», suplicaba, sin prescindir del «vos» británico. Y el es­poso no acertaba sino a cometer torpe­zas y caer en soserías patosas que desesperaban a Gladys: «¡Sois un pe­dazo de corcho!» En cambio, ¡sí que la jaleaban en la calle! No siempre par­tían de señoritos los floreos. A veces procedían de gente del pueblo, majos patilludos, tíos de avinagrada jeta y remendado calzón, gitanos astrosos, que la oleaban en la misma cara del marido, sin cuidarse de que le parecie­se bien ni mal. Gladys defendía aque­llo, encontrándolo tan original, tan pin­toresco, tan hidalgo... Y de aquí, discu­siones significativas entre los novios, largos monos, vueltas de espaldas en el lecho conyugal, altercados, frases ás­peras.
-No tenéis sentido común...
-Sois un hombre sin el menor gusto artístico...
-Os falta discreción.
-Y a vos os falta estética.
-No me comprendéis.
-¡Oh, vos sí que no sois capaz de comprender cosa alguna! No sé para qué os tomáis el trabajo de viajar.
-He viajado por cumplir vuestros antojos; pero muy seguro de que, fuera de mi patria, no hay un país donde pudiésemos vivir como personas civili­zadas.
-Al contrario... Allí vivimos como cerdos, pendientes sólo de la materia.
Ante la actitud de Gladys, míster Sadler dió en ponerse melancólico y esplenético, aunque el esplín sea zarandaja más de ingleses que de ameri­canos. Pero hay pasiones que determi­nan iguales estados de alma en todas las razas, míster Sadler tenía celos. ¡No celos de un español! Celos de España entera. En este maldito país todos los hombres parecen dispuestos a marear a todas las mujeres, y se diría que la que no les importa, les importa, y a la que no han visto jamás, la conocen de toda la vida. ¡No se puede sufrir! La dignidad, al cabo, se resiente.
Arreció la tormenta cuando de Cádiz se trasladaron a Sevilla.
Sevilla traía loca a Gladys ya desde antes de pisarla. ¡Sevilla, la amante del Sol, la ciudad cuyo nombre suena como repiqueteo argentino de sonajas de pandereta! La estancia en Sevilla la embriagó al modo que embriaga el añe­jo moscatel: borrachera sin bascas ni modorra, estado que consiste en no sen­tir el peso de la razón, en romper las grises, telarañas de la cordura y elevar­se al espacio para bañarse en la luz de la fantasía y del ensueño. Nunca hu­biera creído Gladys, a no experimen­tarla, que se pudiese sentir así; que lo que llaman realidad los espíritus gro­seros y burdamente positivos, valiese tan poco, fuese cosa tan necia y desa­brida, tan sin donaire y hasta sin utili­dad práctica, como le parecía entonces.
Una tarde, de esas de celaje de cobal­to con franjas de rubí que tiene la pri­mavera en Sevilla, regresaban los espo­sos a pie de una excursión al barrio de Triana. El Guadalquivir, ancho y cauda­loso, enviaba al aire límpido vahos de frescura, regalados vapores que se im­pregnaban del azahar de los jardines y del jazmín de las rejas. Olía a amor. La atmósfera elástica y serena convida­ba a efusiones de melancolía voluptuo­sa. A lo lejos se oía puntear una guita­rra, y una copla andaluza expiraba gimiendo, en el silencio de la puesta del sol. Gladys, abrumada por tanta poesía, miró de soslayo a su novio, a su mari­do, al único ser con quien le era lícito desahogar la plenitud de su corazón, a quien tenía el derecho de pedir que se «hiciese cargo» de sus nuevas necesi­dades, de anhelos, después de todo, bien explicables en una mujer joven que no había conocido hasta entonces el sen­timiento, que se había educado viril­mente, mejor dicho, cual se educa un muchacho, que no es mujer y todavía no es hombre.
La norteamericana notó, cosa desusa­da y hasta humillante para una doctora en Leyes, que se le venían lágrimas a los ojos, y estrechando tímidamente el brazo de su compañero, quiso balbucir algo de lo que le bullía en la mente y el alma.
Fué aquél ese momento en que un cariño de mujer a hombre se puede consolidar, remachándose el roto esla­bón de su cadena de oro; en que un alma se entrega, y no pide sino un poco de dulce engaño, la parte de ilusión ne­cesaria para respirar, la complicídad de amor que exige hasta el matrimonio... Si el marido entendiese en tal oca­sión, solemne y sagrada, a su esposa..., ¿quién calculará la suma de ventura que entre azahares y claveles les brin­daba el indulgente Destino? Y el ma­rido no comprendió. Creyó que Gladys reclamaba algo concreto..., y concretó la respuesta. Gladys dió un grito de ninfa sorprendida por un sátiro en la fronda de un bosque. Con su agilidad gallarda de jugadora de tenis se desasió y corrió sin rumbo, hasta per­derse de vista. Sadler, humillado, fu­rioso, regresó a la fonda. Aquella noche no volvió Gladys. Sadler siempre ha creído qué su mujer cometió algún enorme desafuero. Nosotros, mejor informados, sabemos que pasó horas de nostalgia bajo los árboles, en las De­licias, expuesta sin duda a desazones y percances; pero sola, respirando perfu­mes, amando a su manera, de un modo muy ideal, no a un hombre, sino a un país divino...
Al amanecer, en el comedor de la fonda, Gladys escribió a su marido una carta, que decía al pie de la letra:

«Prosigo mi camino sin «vos». He comprendido que no nos entendemos. También he comprendido que «soy es­pañola». El dinero que me llevo es el que traje de mi casa. Feliz viaje.

Gladys.»

Sadler ha vuelto a sus conservas com­primidas, mohino, pero resuelto a no sufrir más extravagantes caprichos de mujeres. Cuando le hablan de España, se desata su lengua. ¡Nación de fanáti­cos, donde salen todavía procesiones con encapuzados inquisitoriales! ¡Don­de los mendigos os acosan y la barba­rie trasuda! Y al mismo: tiempo qué formula estas invectivas, el fabricante siente en su interior un reconcomio os­curo, quizá la pena de no haber sabido, durante unos minutos, ser tan bárbaro, tan novelesco como España, para rete­ner a su mujercita. ¿Dónde andará la insensata? ¿Dónde?

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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