Al
desembarcar en Cádiz, ya el novio venía malhumorado, Encontraba que la novia,
en todo el tiempo que había durado la travesía, por otra parte muy feliz, no
pensaba tanto en él como en España, tierra expresamente elegida, por la
antojadiza criatura para comerse el panalito de miel. Y la novia, que harto
sacrificio había realizado al prescindirr de su libertad de mujer independiente
casándose con un hombre prosaico y opulento, andaba un poco distraída, y en
el puente del buque, de noche, gustaba de aislarse, de contemplar a solas las
estrellas sobre el cielo turquí del Mediodía, y rechazaba el brazo conyugal,
afanoso de ceñirse a su talle.
No
obstante, cuando sentaron el pie en el muelle, iban reconciliados, y además
hacían lo que se dice una arrogante pareja. La ex señorita Gladys Stilton,
doctora en Leyes, acuarelista de afición y gran jugadora de tenis, llevaba con
gentil desembarazo su sombrero de fieltro gris que cimeraba una gaviota
enorme, y se envolvía airosamente en la larga manta de viaje, de cuadros
amarillos. y marrón. A pesar de las fatigas de la iniciación amorosa, su cutis
parecía de rosa muy fresca, como parecía de seda lasa fina su cabello,
recogido en moño griego, saliente y firme. Si mistress Gladys tenía las ideas
largas, no podía decirse que tuviese el pelo corto. Sus ojos azul marino, cándidos,
expresaban a veces una especie de infantil asombro; per,o sus manos eran
fuertes y huesudas cual las de un muchacho, y sus esbeltas y robustas formas
denotaban el cultivo de la energía física y la excelente asimilación de las
amplias lonjas de buey asado. Bien podía míster A. H. Sadler Bigpag, fabricante
de conservas comprimidas por un sistema nuevo del cual había sacado patente,
apoyarse a gusto, según la moda, en el brazo de su consorte, sin miedo a
resbalar; y debe añadirse que tampoco maldito el báculo que necesitaba míster
Sadler, pues era un sanguíneo mocetón de dientes deslumbradores (algo tocados
de oro por el mejor dentista de Chicago, criadero de dentistas prestigiosos),
de cachetes colorados, mandíbula fuerte, cogote ancho y pelo blanquecino de
puro rubio, cortado al cero y que dejaba ver el cráneo blanco y redondo.
Los
primeros días de estancia en la «tacita de plata» aumentó el mal temple del
conservero. Ni aquello era hotel, ni aquélla era comida, ni aquello se podía
llamar bañarse, ni había quien sufriese el olor a aceite frito y los continuos
pregones de las vendedoras, los organillos callejeros y las murgas. Sólo era
tolerable el jerez; pero no ciertamente el de la fonda, sino el «Tío Pepe»,
expresamente encargado. Por el contrario, la novia demostraba extraordinaria
satisfacción y estaba lo que se dice embobada con las costumbres gaditanas,
tobre todo las populares. En un viaje a Méjico había aprendido la señorita
Gladys a chapurrear el español, y ahora se soltaba intrépidamente, riendo a
carcajadas a cada errata, y celebrando con gozo cada acierto y cada adelanto.
Hablaba con todo bicho viviente; con el dueño del hotel, con los vecinos de
mesa, que la piropeaban; con los golfos de la calle, con los pordioseros, con
los guardias de Orden Público. Sin excepción eran para ella simpáticos y
poéticos. La norteamericana había olvidado su sangrienta ración de carne semicruda
y no comía más que buñuelos, naranjas, churros, bocas y boquerones. ¡Ah. las
bocas! ¡Qué delicia! Y el marido protestaba:
-Gladys,
sois estúpida... Gladys, vais a enfermar...
¡No
enfermaba, no! Lo que hacía era espiritualizarse; perder su aire amar¡machado;
vestirse de un modo más femenino y prenderse en el pico del escote una de
esas rosas encendidas que en Andalucía parecen brotar donde pisa una mujer. No
sin asombro del esposo, tenía antojos sentimen-tales: «Requebradme a la
española», suplicaba, sin prescindir del «vos» británico. Y el esposo no
acertaba sino a cometer torpezas y caer en soserías patosas que desesperaban a
Gladys: «¡Sois un pedazo de corcho!» En cambio, ¡sí que la jaleaban en la
calle! No siempre partían de señoritos los floreos. A veces procedían de gente
del pueblo, majos patilludos, tíos de avinagrada jeta y remendado calzón,
gitanos astrosos, que la oleaban en la misma cara del marido, sin cuidarse de
que le pareciese bien ni mal. Gladys defendía aquello, encontrándolo tan
original, tan pintoresco, tan hidalgo... Y de aquí, discusiones
significativas entre los novios, largos monos, vueltas de espaldas en el lecho
conyugal, altercados, frases ásperas.
-No
tenéis sentido común...
-Sois un
hombre sin el menor gusto artístico...
-Os falta
discreción.
-Y a vos
os falta estética.
-No me
comprendéis.
-¡Oh, vos
sí que no sois capaz de comprender cosa alguna! No sé para qué os tomáis el
trabajo de viajar.
-He
viajado por cumplir vuestros antojos; pero muy seguro de que, fuera de mi
patria, no hay un país donde pudiésemos vivir como personas civilizadas.
-Al contrario...
Allí vivimos como cerdos, pendientes sólo de la materia.
Ante la
actitud de Gladys, míster Sadler dió en ponerse melancólico y esplenético,
aunque el esplín sea zarandaja más de ingleses que de americanos. Pero hay
pasiones que determinan iguales estados de alma en todas las razas, míster
Sadler tenía celos. ¡No celos de un español! Celos de España entera. En este
maldito país todos los hombres parecen dispuestos a marear a todas las mujeres,
y se diría que la que no les importa, les importa, y a la que no han visto
jamás, la conocen de toda la vida. ¡No se puede sufrir! La dignidad, al cabo,
se resiente.
Arreció
la tormenta cuando de Cádiz se trasladaron a Sevilla.
Sevilla
traía loca a Gladys ya desde antes de pisarla. ¡Sevilla, la amante del Sol, la
ciudad cuyo nombre suena como repiqueteo argentino de sonajas de pandereta! La
estancia en Sevilla la embriagó al modo que embriaga el añejo moscatel:
borrachera sin bascas ni modorra, estado que consiste en no sentir el peso de
la razón, en romper las grises, telarañas de la cordura y elevarse al espacio
para bañarse en la luz de la fantasía y del ensueño. Nunca hubiera creído
Gladys, a no experimentarla, que se pudiese sentir así; que lo que llaman
realidad los espíritus groseros y burdamente positivos, valiese tan poco,
fuese cosa tan necia y desabrida, tan sin donaire y hasta sin utilidad
práctica, como le parecía entonces.
Una
tarde, de esas de celaje de cobalto con franjas de rubí que tiene la primavera
en Sevilla, regresaban los esposos a pie de una excursión al barrio de Triana.
El Guadalquivir, ancho y caudaloso, enviaba al aire límpido vahos de frescura,
regalados vapores que se impregnaban del azahar de los jardines y del jazmín
de las rejas. Olía a amor. La atmósfera elástica y serena convidaba a efusiones
de melancolía voluptuosa. A lo lejos se oía puntear una guitarra, y una copla
andaluza expiraba gimiendo, en el silencio de la puesta del sol. Gladys,
abrumada por tanta poesía, miró de soslayo a su novio, a su marido, al único
ser con quien le era lícito desahogar la plenitud de su corazón, a quien tenía
el derecho de pedir que se «hiciese cargo» de sus nuevas necesidades, de
anhelos, después de todo, bien explicables en una mujer joven que no había
conocido hasta entonces el sentimiento, que se había educado virilmente,
mejor dicho, cual se educa un muchacho, que no es mujer y todavía no es hombre.
La
norteamericana notó, cosa desusada y hasta humillante para una doctora en
Leyes, que se le venían lágrimas a los ojos, y estrechando tímidamente el brazo
de su compañero, quiso balbucir algo de lo que le bullía en la mente y el alma.
Fué aquél
ese momento en que un cariño de mujer a hombre se puede consolidar,
remachándose el roto eslabón de su cadena de oro; en que un alma se entrega, y
no pide sino un poco de dulce engaño, la parte de ilusión necesaria para
respirar, la complicídad de amor que exige hasta el matrimonio... Si el marido
entendiese en tal ocasión, solemne y sagrada, a su esposa..., ¿quién calculará
la suma de ventura que entre azahares y claveles les brindaba el indulgente
Destino? Y el marido no comprendió. Creyó que Gladys reclamaba algo
concreto..., y concretó la respuesta. Gladys dió un grito de ninfa sorprendida
por un sátiro en la fronda de un bosque. Con su agilidad gallarda de jugadora
de tenis se desasió y corrió sin rumbo, hasta perderse de vista. Sadler,
humillado, furioso, regresó a la fonda. Aquella noche no volvió Gladys. Sadler
siempre ha creído qué su mujer cometió algún enorme desafuero. Nosotros, mejor
informados, sabemos que pasó horas de nostalgia bajo los árboles, en las Delicias,
expuesta sin duda a desazones y percances; pero sola, respirando perfumes,
amando a su manera, de un modo muy ideal, no a un hombre, sino a un país
divino...
Al
amanecer, en el comedor de la fonda, Gladys escribió a su marido una carta, que
decía al pie de la letra:
«Prosigo
mi camino sin «vos». He comprendido que no nos entendemos. También he
comprendido que «soy española». El dinero que me llevo es el que traje de mi
casa. Feliz viaje.
Gladys.»
Sadler ha
vuelto a sus conservas comprimidas, mohino, pero resuelto a no sufrir más
extravagantes caprichos de mujeres. Cuando le hablan de España, se desata su
lengua. ¡Nación de fanáticos, donde salen todavía procesiones con encapuzados
inquisitoriales! ¡Donde los mendigos os acosan y la barbarie trasuda! Y al
mismo: tiempo qué formula estas invectivas, el fabricante siente en su interior
un reconcomio oscuro, quizá la pena de no haber sabido, durante unos minutos,
ser tan bárbaro, tan novelesco como España, para retener a su mujercita.
¿Dónde andará la insensata? ¿Dónde?
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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