¡Es tan vulgar
el caso! Al tratarse de infortunios, asaz comunes, corrientes y usuales,
ocurre, naturalmente, desenlaces previstos también: el disgusto momentáneo en
la familia, un período de rencillas y desazones, y, al cabo, la reconciliación,
que cicatriza más o menos en falso la herida, pero siquiera ataja la sangre del
escándalo...
No obstante,
algunas veces la realidad presenta inesperadas complica-ciones, y no son los
finales tan pacíficos y burgueses.
Hay siempre, en
las grandes penas de la vida, un momento especialmente amargo. En apariencia,
se agranda el abismo del destino, y los que a él se asoman sienten que es
insondable ya. Para Celina fue este momento aquel en que participó a su madre
la resolución adoptada, y vio su propia desesperación reflejada en las
mejillas, ya consumidas por la edad, y en los ojos amortiguados -había llorado
mucho- de la infeliz señora.
Todo padre está
sentenciado a sufrir no los dolores que normalmente corresponden a una vida humana,
sino los de muchas vidas. Eso es, principalmente, la maternidad: solidaridad
con unos cuantos seres para sufrir doblemente lo que ellos sufran.
La madre de
Celina, aquella modesta y resignada señora de Marialva, tenía el corazón, según
la hermosa imagen mítica, coronado de espinas, pero espinas maternales.
De seis hijos le
quedaban tres. Los otros, una niña preciosa, una flor, y dos mocetones, con su
carrera terminada, habían muerto en lo mejor de la edad, del mismo mal que su
padre, aunque ahora dicen los médicos que la tisis no se hereda.
Los dos
muchachos que vivían, habían salido haraganes, viciosos, derrochadores, y en
meses no aparecían por su casa, a menos que viniesen a pedir dinero. Uno de
ellos, el más joven, acababa de ser descalificado y expulsado de un Círculo por
graves indelicadezas en el juego. El único oasis donde podía reposar la señora
de Marialva era el hogar de Celina, esposa de Tomás Espaldares, cosechero y
exportador de vinos. El matrimonio Espaldares parecía enteramente feliz. Rico y
generoso, Tomás era pródigo en obsequios a su mujer, a la cual seguía tratando
con galantería de novio, y a su vez Celina, casada por inclinación, no por
codicia de los millones del cosechero, estaba cada día más prendada, con la
vehemencia de su sangre, tal vez mora, pues los Marialvas venían de Granada, de
familia serrana y vieja. La única nube era la falta de sucesión; pero ¡había
tiempo!, y la madre de Celina decía siempre: «No los desees, o pide a Dios no
tenerles demasiado cariño.»
Al enterarse de
la desgracia de Celina y del extraño propósito que venía a anunciar, la señora
de Marialva sintió la herida en el único punto sano, en lo intacto de su
vitalidad, y una palpitación violenta denunció el estado cardiaco, la
sofocación cruel. Celina, tiernamente, la cuidó, prodigándole cariños,
besándola, entre llanto y palabras bruscas, afectuosas.
-¡Mamá, no te
aflijas; todo tiene remedio en el mundo! Dentro de dos años estaré acostumbrada
a mi nueva condición, y es fácil que contenta y divertidísima. Y si no estoy
contenta, por lo menos estaré vengada. ¡Vengarme! Debe ser muy bueno. Que sepa,
que sepa cómo duele...
-Celina
-aconsejó la madre, ya un poco respuesta y dominando su mal, tú estás loca en
este momento, y cuando estamos locos, hay que suspender toda determinación,
porque no somos nosotros quienes determinamos, sino nuestra locura. ¡Hija de mi
vida, pobre es el consuelo; pero tu caso es tan corriente: Todas, o casi todas
las mujeres, hemos..., hemos...!
-¡Mamá -suspiró
Celina con ternura respetuosa, si mi caso es corriente..., mi alma no lo es! Y
como los casos son según las almas, ahí tienes por qué no cambia mi modo de
sentir el que sea corriente el caso. No creas, a Tomás se le previene: el día
en que se cansase de mí, debía decírmelo, decírmelo claro, sin ambages; nunca
exponerme al ridículo, a la afrenta, a la sorpresa de la traición; a
encontrarme sustituida y, ¡por quién! No, mamá; ¡si ya no lloro!; se me han
secado las lágrimas. Si volviese a llorar, sería de vergüenza. ¿Sabes tú lo que
es confiar absolutamente, incondicionalmente, en una persona; creer que en ella
no cabe la vileza ni la mentira... y descubrir de pronto, por casualidad...?
-Sé de todas las
penas -respondió la señora. Las mujeres nacemos para eso: para ser burladas...
y perdonar.
-¡Según! Yo no
soy tan buena, ¡no! Cada uno, te lo he dicho, siente y quiere con su propia
alma. No he salido a ti; saldré a algún abuelo vengativo. ¡Quiero vengarme!
¡Única dicha que ya me queda!
-Pero ¡si vas a
empeorar tu situación!... ¡Si te haces daño a ti misma!... ¡Si te vengas
suicidándote!...
-¡Y quién no te
dice que eso es lo que busco! -exclamó Celina con tan desconsolada expresión,
que la madre se echó a llorar de nuevo. ¡Vamos, no llores, mamita, no
llores!... ¡Creí que había agotado el sufrir, y me faltaba eso!..., ¡el peor
rato! A bien que, desde mañana, ¡viva la alegría! ¡Cuánto voy a reírme! Adopto
una profesión festiva. Tomás no tendrá nada que decir. ¿No me vendió por una
actriz de teatrillo? Pues cupletista me hago. Dicen que sirvo admirablemente
para el oficio. Parece que tengo la figura, la voz, los movimientos..., todo.
-Visto que no
hay fe, ni ley, ni palabra, que todo, todo es mentira..., ¡todo, todo!, vamos a
divertirnos, a reírnos, madre... Me aplaudirán muchísimo; recibiré regalos a
montones; ramos de flores a cestas, como los que Tomás le manda a esa mujer;
los he visto... Y también he visto las cuentas de las alhajas... Catorce mil
duros, ¿eh?... No se trata de un capricho pasajero. Y tampoco en mí se trata de
una pasajera manía. Cada mañana, en los periódicos, encontrará detalles de mis
triunfos, de mis piruetas, de mis gorgoritos... ¡Oh! ¡Que tenga paciencia; era
cosa convenida entre nosotros que el engaño da derecho al desquite!
-¡Se guardará!
-replicó Celina, sombríamente. Sí, usando de facultades que la ley no debiera
darle (ya que la ley no le vedó partirme el corazón); ¡entonces me acordaré de
que hay tantas cosas que la ley no puede prohibir!...
-¡Mamá, no te
pongas enferma, no te mueras! Si la maldad de ese hombre me cuesta, además de
mi felicidad, tu vida, entonces...
-Ya sabes que
soy mujer que cumple lo que dice. Te advierto que en el primer momento pensé en
esa solución, y era la más justa. Habíamos convenido también en que si yo le
engañase con falsedades y mentiras, era natural que me matase. Es él quien
engaña; luego es él quien debe morir. Si te molesta mucho que yo cante en
escenario, dilo..., ¡y se cumplirá de otro modo la justicia! Porque,
cumplirse..., eso, ¡no hay remedio!
La madre miró a
su hija y comprendió. Sobre aquel cerebro, envuelto en una nube roja, no
actuaban, no podían actuar, ni el consejo, ni la escéptica y resignada
filosofía de «mal de muchas...» Quizá más tarde se pudiese influir sobre
aquella alma infernada. En aquel momento, no.
-Te doy palabra
-murmuró la señora, con heroico esfuerzo- de no enfermar, de no morir... Tú
sigue tu impulso... Pero, como no has de andar por el mundo sola, iré
contigo... ¿Me lo permites, Celina? ¿Me lo permites?
«La
Ilustración Española y Americana», núm. 3, 1910
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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