-Jamás lo hemos
averiguado -declaró el registrador, dejando su escopeta arrimada al árbol y
disponiéndose a sentarse en las raíces salientes, a fin de despachar
cómodamente los fiambres contenidos en su zurrón de caza. Hay en la vida cosas
así, que nadie logra nunca poner en claro, aunque las vea muy de cerca y tenga,
al parecer, a su disposición los medios para enterarse.
Salieron de las
alforjas molletes de pan, dos pollos asados, una ristra de chorizos rojos, y la
bota nos presentó su grata redondez pletórica, ahíta de sangre sabrosa y
alegre. Nos disputamos el gusto de besarla y dejarla chupada y floja, bajo
nuestras afanosas caricias de galanes sedientos. Los perros, con la lengua
fuera y la mirada ansiosa, sentados en rueda, esperaban el momento de los
huesos y mendrugos.
Cuando todos
estuvieron saciados, amos y canes, y encendidos los cigarros para fumar
deleitosamente a la sombra, insistí:
-¡Conjeturas!
Claro es que nunca faltan. Cuando se notó que el pobre muchacho estaba muerto y
no dormido; cuando, al descubrirle el cuerpo, se vio que tenía una herida
triangular, como de estilete, en la región del corazón -la autopsia comprobó
después que esa herida causó la muerte, figúrese usted si los compañeros de
hospedaje nos echamos a discurrir. Entre otras cosas, porque, al fin y al cabo,
podíamos vernos envueltos en una cuestión muy seria. Como que, al pronto, se
trató de prendernos. Por fortuna, la tan conocida como vulgar coartada era de
esas que no admiten discusión. En la casa de huéspedes estábamos cinco,
incluyendo a Clemente Morales, el asesinado. Los cuatro restantes pasamos la
noche de autos en una tertulia cursi, donde bailamos, comimos pasteles y nos
reímos con las muchachas hasta cerca del amanecer. Todo el mundo pudo vernos
allí, sin que ninguno saliese ni un momento. Cien testigos afirmaban nuestra
inculpabilidad y, así y todo, nos quedó de aquel lance yo no sé qué: una sombra
moral en el espíritu, que ha pesado, creo yo, sobre nuestra vida...
-¡Ah!, una
impresión atroz. Era ya de día, y la patrona nos abrió la puerta en un estado
de alteración que daba lástima. Nos rogó que entrásemos en la habitación de
nuestro amigo, porque al ir a despertarle, por orden suya, a las seis de la
mañana, vio que no respondía, y estaba pálido, pálido, y no se le oía
respirar... ¡O desmayado, o...! Fue entonces cuando, alzando la sábana,
observamos la herida.
-Ninguna.
¡Cuando le digo a usted que ni la patrona, ni la Justicia , ni nadie ha
encontrado jamás el hilo para desenredar la maraña de ese asunto! La patrona,
eso sí, fue presa, incomunicada, procesada, acusada...; pero ni la menor prueba
se encontró de su culpabilidad. ¡Qué digo prueba! Ni indicio. La patrona era
una buena mujer, viuda, fea, de irreprochables antecedentes, incapaz de matar
una mosca. La noche fatal se acostó a las diez y nada oyó. La sirvienta dormía
en la buhardilla: se retiró desde la misma hora, y a las ocho de la mañana
siguiente roncaba como un piporro. El sereno a nadie había visto entrar. ¡El
misterio más denso, más impenetrable!
-Que supiésemos,
ni un céntimo; es decir, unos duros..., que es igual a no tener nada, para el
caso... Y esos allí estaban, en el cajón de la cómoda, por señas, abierto.
-Vamos,
rehacemos el interrogatorio... No tenía lo que se dice relaciones seguidas, ni
querida, ni novia; no sería un santo, pero casi lo parecía; por celos o por
venganza de amor, no se explica tan trágico suceso.
-Pero ¿cuáles
eran sus costumbres? -insistí, con afán de polizonte psicólogo, a quien irrita
y engolosina el misterio, y que sabe que no hay efecto sin causa. Ese muchacho
-¿no era un hombre joven?- tendría sus hábitos, sus caprichos, sus peculiares
aficiones...
-Era -contestó
el registrador, en el tono del que reflexiona en algo que hasta entonces no se
había presentado a su pensamiento- el chico más formal, más exento de vicios,
más libre de malas compañías que he conocido nunca. Retraído hasta lo sumo, muy
estudioso; nosotros, por efecto de esta misma condición suya, le tuvimos en
concepto de un poco chiflado. Ya ve usted: todos fuimos aquella noche a
divertirnos y a correrla, menos él, y si hubiese ido, no le matan... Para dar a
usted idea de lo que era el pobre, se acostaba muy temprano, y encargaba que le
despertasen así que amanecía, sólo por el prurito de estudiar.
-¡Ah! Eso, en
todas partes. A veces se traía a casa libros; otras se pasaba el día en
bibliotecas on sabe Dios en qué rincones.
-Amigo
registrador -interrumpí, que me maten si no empiezo a rastrear algo de luz en
el sombrío enigma.
-¡Permítame que
lo dude!... ¡Tanto como se indagó entonces!... ¡Tantos pasos como dieron la
justicia y la policía, y hasta nosotros mismos, sin que se haya llegado a saber
nada!
Callé unos
instantes. El celaje de la tarde se encendía con sangrientas franjas de fuego,
incesantemente contraídas, dilatadas, inflamadas o extinguidas, sin que ni un
momento permaneciese fija su terrible forma. Pensé en que la sospecha, la
verdad, la culpa, el destino se disuelven e integran, como las nubes, en la
cambiante fantasía y en la versátil conciencia. Pensé que si nada es
inverosímil en la forma de las nubes, nada tampoco debe parecérnoslo en lo
humano. Lo único increíble sería que un hombre fuese asesinado en su lecho y el
crimen no tuviese ni autor ni móvil.
-Registrador
-dije al cabo, todos mueren de lo que han vivido. El muchacho estudiaba sin
cesar: en sus estudios está la razón de su muerte violenta. No diga usted que
no sabe por qué le mataron: lo sabe usted, pero no se ha dado cuenta de lo que
sabe.
-Lo sabe usted.
En cuanto me conteste a otras pocas preguntas se convencerá de que lo sabía
perfectamente: lo sabía la parte mejor de su ser de usted: su instinto.
-A ver, Donato,
haz memoria -murmuró el registrador, rascándose la sien. Ello era cosa de
muchas matemáticas y mucha física... ¡Ya, ya recuerdo! ¡Pues si el muchacho
aseguraba que, cuando consiguiese lo que buscaba, sería riquísimo, y su nombre,
glorioso en toda Europa! Creo que se trataba de algo relacionado con la
navegación acrea. Advierto a usted que murió como vivía, porque fue el hombre
más reconcentrado y enemigo de enterar a nadie de sus proyectos.
-Se me figura
que sí. Pero confirmaron lo que creíamos: que el pobre no estaba en sus
cabales. Eran apuntes sin ilación, y algunos, borradores que nadie entendía.
La cara del
registrador sufrió un cambio análogo al de las nubes. Primero se enrojeció;
palideció después; los ojos se abrieron, atónitos; la boca también adquirió la
forma de un cero.
-¡Rediós! -gritó
al cabo. ¡Y tenía usted razón! Y yo sabía, es decir, yo tenía que saber...
¡Tonto de mí! ¿Cómo pude ofuscarme?... ¡Qué cosas! Había, había un amigo, un
ingeniero belga, que le daba dinero para experiencias... ¡Un barbirrojo, más
antipático que los judíos de la
Pasión ! ¡Y hasta judío creo que era! ¡Seré yo estúpido! ¡No
haber comprendido! ¡No haber sospechado! ¡El bandido del extranjero fue, y para
robarle el fruto de sus vigilias! ¡Dejó los papeles inútiles y cargó con los
que valían, y sabe Dios, a estas horas, quién se está dando por ahí tono y
ganando millones con el descubrimiento del infeliz! ¡Y a mí la cosa me pasó por
las mientes; pero... no me detuve ni a meditarla, porque... no se veía por
dónde hubiese podido entrar el asesino!
-¡Bah! Esa es la
infancia del arte -contesté. Entró con una llave falsa, que había preparado, o
con el propio llavín de su víctima; estuvo en el cuarto de ésta hasta tarde,
hizo su asunto, se escondió y de madrugada se marchó.
-Déjelo usted
por cosa perdida... Aun en fresco no se averigua nada... Conténtese con el goce
del filósofo: saber... y callar.
«La
Ilustración Española y Americana», núm. 22, 1911.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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