Esteban llevaba,
no con buen ánimo, sino con regocijo, el peso de sus votos. Era de los que
ingresan en el seminario por pura vocación y de éstos no hay muchos, pues si
hogaño el clero en general tiene quizá mejores costumbres que antaño, no cabe
duda que el gran impulso religioso va extinguiéndose y escaseando las
vocaciones decididas y entusiastas.
La de Esteban
debe contarse entre las más resueltas. Así que se vio investido del privilegio
de sostener entre sus manos el cuerpo de Cristo, que por la fuerza de las
palabras de la
Consagración descendía desde las alturas del cielo, Esteban
quiso ser digno de tal honor, y entregándose a la mortificación y a la piedad,
gozó la fruición del sacrificio, el deleite de renunciar a todo con abnegación
suprema y pisotear bienes, mundanas alegrías, efímeras felicidades, mentiras de
la carne y de la imaginación, por una verdad, pero tan grande, que sólo puede
llenar nuestro vacío.
Al ordenarse no
había pensado Esteban ni un momento en pingües curatos, en prebendas
descansadas, en capellanías aparatosas. La mitra no brillaba en sus sueños, ni
vio refulgir sobre su dedo, cual mística violeta, la amatista pastoral.
Lo que ansiaba
era, por el contrario, una función útil y oscura. Sus propósitos consistían en
fundar, con sus bienes y con lo que juntase implorando aquí y allí (en la
humillación estaría el mérito precisamente) alguna institución de beneficencia:
un hospital, un asilo, un sanatorio, un refugio para el dolor. Esteban que era
valiente y, sin querer, cifraba su orgullo en cultivar esta virtud varonil,
tenía determinado que los infelices recogidos en su instituto fuesen enfermos
de mal horrible, repugnante y contagioso, como lepra y cáncer. Y al consultarse
y medir sus fuerzas, sólo recelaba que le hiciesen traición cuando más las
necesitase; que al llamar por el heroísmo, el heroísmo desapareciese como
manantial sorbido por la arena.
Para ensayar y
probar sus bríos, Esteban buscaba ocasiones de instalarse a la cabecera de los
que padecían enfermedades repulsivas, y los asistía con ternura y celo
incansables, cerciorándose de que la voluntad se impone a los sentidos, y las
leyendas donde se refiere que las úlceras pueden convertirse en rosas y
despedir fragancia celestial, no son más que bello símbolo de la misteriosa
transformación que la caridad realiza extrayendo aromas de la fetidez, como
extrae perlas de lágrimas...
Una tarde
avisaron a Esteban de que un enfermo grave -un mendigo- reclamaba su asistencia
espiritual. Vivía el enfermo en calle asaz extraviada. Esteban le encontró ya
en trance tan angustioso y con tales bascas y agonías, que vio cercano su fin.
En efecto, a la
una de la madrugada, el moribundo, volviéndose hacia la pared, exhalaba el
último aliento. Cerrado que hubo los ojos al cadáver, Esteban salió para
descansar algo y regresar, así que amaneciese, con mortaja, velas, dinero para
la caja: lo indispensable que faltaba allí, por ser la miseria mucha.
La una de la
madrugada es hora intempestiva para un sacerdote, y Esteban, al encontrarse en
la calle silenciosa, experimentó una impresión desagradable, una crispación de
nervios. Un gato negro, famélico, que sin duda merodeaba buscando piltrafas y
mendrugos entre los montones de basura, pasó rozándole los manteos, y Esteban
se estremeció al entrever la silueta embrujada del animal.
Casi al mismo
tiempo, al revolver de la esquina, destacóse un bulto de la penumbra de una
puerta entreabierta sobre un portal angosto y sombrío. Era una mujer que vestía
el uniforme del vicio callejero: el pañolito de seda echado a la frente, medio
encubriendo los caracoles de los ricillos, y el pañolón de lana color café,
estrechamente ceñido al cuerpo y subido a la altura de la boca con flexión
característica de la mano. Innoble tufarada de polvos de arroz baratos y
esencias de violento almizcle se exhalaban de aquella criatura, y a la luz
amarilla del farol relucía el colorete de sus labios, el albayalde de sus
mejillas, y sus ojos, torpemente agrandados con tiznones.
Rápida y procaz,
la moza se acercó al sacerdote y le cogió de la manga, articulando descarado
requiebro. Sintió Esteban la misma impresión que si le tocase un reptil. Echóse
atrás, y con ojos que abofeteaban, lanzó a la mujer una mirada llena de inmenso
desprecio, de asco invencible, mientras sus labios, en voz que escupía,
pronunciaba una frase durísima, contundente. La mujer soltó la manga y el
sacerdote siguió su camino.
Apenas hubo
andado cien pasos, notó extraño desasosiego, pero en el corazón, algo que
pudiera llamarse remordimiento de conciencia. Advertía un descontento de sí
propio, tan grave y profundo que le ahogaba. La imagen de la mujer se le
aparecía nuevamente; pero en vez de sonreír provocando, tenía los ojos preñados
de lágrimas y el rostro enrojecido de vergüenza. La representación de la
pecadora fue tan viva, que Esteban creyó sentir su aliento y su gemido muy
cerca del rostro. Se detuvo, vaciló, se pasó la mano por la frente, y al fin,
volviendo atrás, desanduvo lo andado, y en la esquina, delante del portal
lóbrego y miserable, vio a la de pañolón en la misma actitud de acecho.
Sí; allí estaba;
pero en vez de llamar a Esteban como antes, al divisarle se hizo a un lado,
queriendo esconderse. El sacerdote se acercó. La mujer retrocedía más y más,
incrustándose en las tinieblas del sospechoso y mal oliente portal, y alzando
el mantón para encubrir el rostro.
Titubeó Esteban
dos segundos. Al fin, venciendo un nuevo impulso de horror, dijo balbuciente y
cruzando las manos:
-Se equivoca
usted, hermana... Si he dado la vuelta, es porque la traté a usted muy mal...,
y le quiero pedir perdón. He insultado a usted antes; me arrepiento...
Perdóneme; se lo suplico.
Ella le miró
recelosa y atónita, y él, entre tanto, la examinaba a su vez. Representaba la
sin ventura de treinta a treinta y cinco años: escuálida y marchita bajo los
afeites que la embadurnaban, su boca enjuta, sus ojos febriles, su hálito
fatigoso, delataban la mala salud, tal vez el hambre. En su cara revelábase
tedio y cansancio; en su actitud, la humildad insolente de ser quien todos
tienen fuero para pisotear. Una ola de lástima se derramó por el alma de
Esteban. Lleno de unción, tomó sin falsos pudores la diestra calenturienta de
la mujer, y murmurando amorosamente:
-Hermana, si me perdona, hágame un favor. Véngase a mi
casa. No esté usted ni
un minuto más en esta calle, ni vuelva a subir «ahí».
Dudosa aún sobre
las verdaderas intenciones de Esteban, fluctuando entre el asombro y la
desconfianza, la mujer aceptó, vencida por la benignidad con que se expresaba
aquel sacerdote joven, de rígidas líneas, de macilenta faz. Hay en la cortesía
de los modales y en la calma de la voz algo que se impone a la gente plebeya y
tosca. La meretriz echó a andar, y fue una singular pareja la que hacían por
las desiertas calles el ministro de Dios y la vulgar cortesana, silenciosos,
midiendo el paso, sordos a los comentarios de algún maldiciente; porque ni la
caridad entiende de escrúpulos, ni de recato la infamia.
-Entre usted -le
dijo, hay fuego, luz, cena y cama; todo preparado para cuando yo llegase.
Caliéntese usted, coma, acuéstese, duerma... pero antes de acostarse rece, si
es que sabe, un avemaría. Mañana nos veremos. Hasta mañana.
-Sé rezar, no se
crea usted -contestó la mujer; e hizo muestra de arrodillarse, si Esteban lo
consintiese.
No preguntó más.
Había comprendido por fin. ¿Comprendido? No, adivinado; que la mujer del pueblo
no necesita reflexionar; se asimila instantáneamente las acciones generosas y
los grandes movimientos del corazón. Subió sin temor; devoró la frugal cena; se
agazapó en la estrecha camita de hierro..., y al ver a la cabecera una
escultura de la Virgen ,
ante la cual parpadeaba un lamparín de aceite, rezó con fe absoluta: así rezan
los creyentes pecadores.
Esteban pasó la
noche en la calle. Fue una noche venturosa; la noche de bodas de su espíritu.
Embriaguez divina, inefable exaltación le impedían sentir ni el frío, ni el
sueño, ni el desfallecimiento del estómago. Como el caballero andante que vela
sus armas antes de salir a buscar gloriosas aventuras; como el enamorado que
ronda los balcones de su amada, no notaba siquiera que tenía cuerpo, y que ese
cuerpo de barro reclamaba lo suyo. Allá arriba, en la propia casa de Esteban,
estaba el ideal, el objeto de su vida, la razón de su ser. Lo había visto a la
breve luz de relámpago que deslumbró a San Pablo, de la estrella que guió a los
reyes de Oriente. Era el llamamiento, la voz, la señal de arriba, la
iluminación, la revelación.
¿Qué vale
asistir a los enfermos y llagados del cuerpo? El vicio hiede más que la lepra y
tiene más raíces que el pólipo; y luchar con el vicio que repugna, con el vicio
que provoca en el alma la náusea del asco y el hervor amargo del menosprecio,
eso es meritorio, eso es lo que no hará el enfermero laico, tal vez impío, y
sólo puede hacer el Nazareno, de quien es figura y ministro el sacerdote...
Esteban fundó un
asilo de penitencia y redención. Hoy ha caído el asilo en manos frías y
mercenarias; pero mientras vivió el fundador y pudo incendiarlo con su caridad,
el asilo obró maravillas. Creed que ningún destello de amor se pierde; creed
que no hay mármol que no ablande el amor.
«El Imparcial», 5 febrero 1894.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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