En una de esas
conversaciones de sobremesa, comparando a las diferentes regiones españolas, en
que cada cual defiende y pone por las nubes a su país, al filo de la discusión
reconocimos unánimes un hecho significativo: que en Galicia no se han visto
nunca gitanos.
-Como explica un hombre de
inmenso talento su salida del pueblo natal (que es Málaga), diciendo que tuvo
que marcharse de allí porque eran todos muy ladinos y le engañaban todos. En
Galicia, a los gitanos los envuelve cualquiera. En los sencillos labriegos
hallan profesores de diplomacia y astucia. Ni en romerías ni en ferias se
tropieza usted a esos hijos del Egipto, o esos parias, o lo que sean, con sus
marrullerías y su chalaneo, y su buenaventura y su labia zalamera y
engatusadora... Al gallego no se le pesca con anzuelo de aire; allí perdería su
elocuencia Cicerón.
Sobrevino una explosión de
protestas y me trataron de ciega idólatra de mi país. Me contenté con sonreír y
dejar que pasase el chubasco, y sólo me hice cargo de una objeción, la que me
dirigía Ricardo Fort, catalán orgulloso, con sobrado motivo, de las cualidades
de su raza.
-Siendo así, ¿en qué
consiste -preguntábame- que esa gente de tan superior inteligencia haya tenido
tan mala sombra? ¿No es cierto, no lo deploran ustedes mismos, que Galicia se
ha visto oscurecida y postergada? ¿Por qué razón Galicia no ha realizado
ninguna empresa magna, ni en pro de la nacionalidad, ni aun en su propio
beneficio; ni empezó la
Reconquista , como Asturias; ni se declaró independiente, como
Portugal; ni logró la sabia organización de los fueros, como Vasconia y
Navarra; ni fue a dominar el Imperio de Bizancio, como nosotros y los
aragoneses; ni vio armarse en sus puertos las carabelas de Colón; ni...?
-Basta -respondí,
sonriendo; con la Historia
puede probarse todo. No me faltaría en ese terreno algún argumento; pero admito
los de usted y no los discuto. Es más; confieso que a veces me he propuesto a
mí misma ese enigma, y sólo para mi uso particular lo he resuelto con una
atrevida paradoja. Si no se asustan ustedes de paradojas, allá va...
-Precisamente por exceso de
inteligencia no hicieron los gallegos ninguna de esas cosas estupendas. A los
pueblos, la excesiva inteligencia les perjudica. Lo que conviene es una masa de
gente limitada, que siga dócilmente a un individuo genial. Cuando la multitud
se pasa de lista, y discurre y percibe sutilmente, es dificilísimo guiarla a
grandes empresas. La inteligencia ve demasiado el pro y el contra, y las
consecuencias posibles de cada acto. La inteligencia mata la iniciativa; la
inteligencia disuelve. Si la colectividad tiene pocas ideas y se aferra a ellas
con tenacidad suma, hasta con fanatismo cerrado, podría brillar el heroísmo y
nacer la epopeya. Reconozcan ustedes que para meterse en las carabelas de
Colón; para lanzarse a surcar mares desconocidos, sin ningún fin ni provecho
aparente, en medio de cien peligros, con la muerte al ojo..., había que ser...
algo bruto. ¡Enseguida atrapan a un gallego en las carabelas de Colón! Con esta
raza, dígame usted: ¿qué racha va a sacar el gitano?
-¡«Afanar»! No les arriendo
la ganancia si lo intentasen... Si hay en el gallego un instinto poderoso, es
el de la defensa de su propiedad..., y como inmediata consecuencia, el de la
«apropiación». Observen al labrador gallego cuando cultiva su heredad lindante
con la ajena: a cada golpe de azadón añade una mota de tierra a su finca. El
caso más curioso de cuantos he oído, que prueban este instinto de apropiación,
es el que me refirieron poco ha. Trátase de un aldeano gallego que se apropió,
noten el verbo, no digo robar, porque el robo es contra la ley, y el gallego, a
fuer de listo, tiene profundo terror a la antifrástica «Justicia»; que se
apropió, repito..., vamos, acierten ustedes lo que se apropiaría.
-¡Quia! Nada; si es
imposible que ustedes adivinen. Lo que mi héroe, el tío Amaro de Rezois, se
apropió bonitamente fue... un toro.
-De verdad, y de Benjumea,
retinto, astifino, de muchas libras y bastantes pies, que debía lidiar y
estoquear el famoso diestro Asaúra en la corrida de los festejos de
Marineda.
Todos prestaron redoblada
atención, que al fin eran españoles y se trataba de un toro, y yo continué:
-Rezois es un valle muy
pobre, a más de tres leguas al oeste de Marineda, entre los escuetos montes de
Pedralas y la brava costa de Céltigos. La gente de Rezois, que no puede
cultivar trigo, cría ganado en prados de regadío, lo embarca para el mercado de
Inglaterra, vende leche y unos quesos gustosos, fresquecillos, y así va
sosteniéndose, siempre perseguida por la miseria. Tal vez sea Rezois el punto
de Galicia donde se conservan más fielmente el traje regional y las costumbres
añejas, y el tío Amaro, con sus sesenta años del pico, ni un solo domingo dejó
de lucir el calzón de rizo azul, el «chaleque» de grana, la parda montera y la
claveteada porra, que jugaba muy diestramente.
Poseía el tío Amaro dos
vacas, las joyas de la parroquia: amarillas, lucias, bondadosas, de anchos ojos
negros, finas y apretadas pestañas y sonrosado y húmedo morro. Eran grandes
paridoras y lecheras, y el suceso ocurrió en ocasión en que estaban vacías y
acababa el tío Amaro de vender los ternerillos, ya criados, a buen precio.
Tenía puesto el tío Amaro todo su orgullo en las vacas: y si cuando enfermaba
la tía Manuela, legítima esposa del tío Amaro, se tardaba en avisar al
engañador y sacacuartos del médico, hasta que el mal decía a voces: «soy de
muerte», apenas las «vaquiñas» descabezaban de mala gana la hierba, ya estaba
avisado el veterinario, porque, ¡válganos San Antonio milagroso!, los animales
no hablan, y sabe Dios si tienen en el cuerpo espetado el cuchillo mientras
parecen buenos y sanos...
La noche en que llegaron a
Marineda los siete toros destinados a la corrida, uno de los mejores mozos, que
atendía por Cantaor, aunque presumo que jamás hizo sino mugir, a la
salida del tren se escamó de los cohetes y bombas que, para solemnizar las
fiestas, disparaban de continuo, y sin que hubiese medio de evitarlo, tomó las
de Villadiego, dejando en la confusión que es de suponer a los encargados de
custodiarlo y encerrarlo. Se trató de indagar su paradero, pero ni rastro había
quedado de Cantaor, que, como alma que lleva el diablo, iba cruzando
sembrados y huertas. Y al amanecer del día siguiente pudiera vérsele
descendiendo del monte de las Pedralas al encantador vallecito de Rezois, oasis
de verde hierba, que enviaba a los morros abrazados de la res emanaciones
deliciosas.
Aunque el sol naciente no
había transpuesto el cerro, ya andaba el tío Amaro pastoreando sus vacas por el
prado húmedo de rocío. De pronto, sobre la cumbre vio destacarse en el cielo
gris la oscura masa de la fiera. El tío Amaro se persignó de asombro al ver un
buey tan enorme y tan rollizo. Y Cantaor, ebrio de entusiasmo al divisar
las dos lindas vacas, se precipitó al valle, no sin que el labriego, adivinando
rápidamente las pecaminosas intenciones del que ya no tenía por buey, tirase de
la cuerda y se llevase a las odaliscas hacia el corral, cuya puerta abría sobre
el prado. Un vallado de puntiagudas pizarras detuvo al toro, y mientras salvaba
el obstáculo, el tío Amaro y las vacas se acogieron a seguro. Sin embargo, el
labriego reflexionaba, y se le ocurría la manera de sacar partido de la
situación.
Prontamente encerró en el
establo a una de las vacas, y, dejando a la otra fuera, se apostó tras la
cancilla del corral, como si fuese un burladero. Cuando el toro, ciego de amor,
se lanzó dentro, el tío Amaro cabalgó en la pared, saltó al otro lado y trancó
exteriormente, con vivacidad, la cancilla.
Lo demás lo adivinarán
ustedes. No fue difícil, entreabriendo por dentro la puerta del establo,
recoger a la vaca. En cuanto al toro, allí se quedó en el corral, preso y
enchiquerado.
El tío Amaro salió aquella
misma tarde hacia Marineda, y vendió al empresario el hallazgo del toro nada
menos que en cincuenta duros, porque se negaba a descubrir el escondrijo, se
quejaba de graves perjuicios en su casa y bienes, y de estos daños el
empresario había de responder ante los tribunales.
Y ahí tienen ustedes cómo al tío Amaro de Rezois le valió mil
reales el cruzar sus vacas con la casta de Benjumea... ¿Verdad que para la
costumbre que hay en Galicia de ver toros y de entender sus mañas, y de
lidiarlos, el tío Amaro no anduvo torpe ni medroso?
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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