Hija del sol,
habituada a las fogosas caricias del bello y resplandeciente astro, la cubana Piña
se murió, indudablemente, de languidez y de frío, en el húmedo clima del
Noroeste, donde la confinaron azares de la fortuna.
Sin embargo, no
omitíamos ningún medio de endulzar y hacer llevadera la vida de la pobre
expatriada. Cuando llegó, tiritando, desmadejada por la larga travesía, nos
apresuramos a cortarle y coserle un precioso casaquín de terciopelo naranja
galoneado de oro, que ella se dejó vestir de malísima gana, habituada como
estaba a la libre desnudez en sus bosques de cocoteros. Al fin, quieras que no,
le encajamos su casaquín, y se dio a brincar, tal vez satisfecha del suave
calorcillo que advertía. Solo que, con sus malas mañas de usar, en vez de
tenedor y cuchillo, los cinco mandamientos, en dos o tres días puso el casaquín
majo hecho una gloria. El caso es que le sentaba tan graciosamente, que no
renunciamos a hacerle otro con cualquier retal.
Porque es lo bueno
que tenía Piña: que de una vara escasa de tela se le sacaba un cumplido
gabán, y de medio panal de algodón en rama se le hacía un edredón delicioso. ¡Y
apenas le gustaba a ella arrebujarse y agasajarse en aquel rinconcejo tibio,
donde el propio curso de su sangre y la respiración de su pechito delicado
formaban una atmósfera dulce, que le traía vagas reminiscencias del clima
natal!
De noche se
acurrucaba en su medio panalito; pero de día, la vivacidad de su genio no le
daba lugar a que permaneciese en tal postura, y todo se le volvía saltar,
agarrarse a una cuerda pendiente de un anillo en el techo, columpiarse,
volatinear, enseñarnos los dientes y exhalar agrios chillidos. Si le llevábamos
una avellana, media zanahoria, una uva, tendía su mano negra y glacial, de
ágiles deditos, trincaba el fruto, la golosina o lo que fuese, y mientras lo
mordiscaba y lo saboreaba y lo hacía descender, ya medio triturado, a las dos
bolsas que guarnecían, bajo las mejillas, su faz muequera, nos miraban con
benevolencia y no sin algún recelo sus contráctiles ojos de oro, ojos
infantiles, que velaba una especie de melancolía indefinible.
Mucho sentíamos
verla prisionera detrás de aquella reja de alambre; pero ¡el diablo que suelte
a una criatura por el estilo! No quedaría en casa, a la media hora de haberla
soltado, títere con cabeza. Un día que logró escaparse, burlando nuestra severa
vigilancia, causó más averías que el ciclón. Volcó dos jarrones de flores,
haciéndolos añicos, por supuesto; arrancó las hojas a tres o cuatro volúmenes;
paseó por toda la casa la gorra del cochero, acabando por arrojarla en el
fogón; destrozó un quinqué, se bebió el petróleo, y, por último, apareció medio
ahorcada en los alambres de una campanilla eléctrica. De milagro la sacamos con
vida, demostrándonos una vez más su escapatoria que la libertad no conviene a
todos, sino tan sólo a los que saben moderadamente disfrutarla.
Pero, claro
está, la infeliz Piña, al verse libre y señera, se había creído en sus
florestas del trópico, donde nadie arma bronca a nadie por rama tronchada más o
menos. Pasado el desorden de su primera embriaguez, cayó Piña en
abatimiento profundo, no sé si por reacción de la febril actividad gastada en
pocas horas, o si por obra de la turca de petróleo. Causaba pena verla al
través del enrejado, tan alicaída, tan pálida, con el pellejo de las fauces tan
arrugado y el pelo tan erizado y revuelto. Su inmovilidad entristecía la jaula,
y su plañidero gañido tenía cierta semejanza con la queja sorda del niño
debilitado y enfermo. Comprendimos que era preciso intentar algún remedio
heroico, y al primer capitán de barco que quiso aceptar la comisión le
encargamos un novio para Piña.
Porque conviene
saber que Piña conservaba el candor, la inocencia, la honestidad y todas
esas cosas que deben conservar las damiselas acreedoras a la consideración y
respeto del público. La flor -si así puede decirse- de su virginidad estaba
intacta. Y aunque ningún indicio justificara la atrevida y ofensiva suposición
de que Piña estuviese atravesando la sazón crítica en que las doncellas
se pirran por marido, la pena y decaimiento en que se encontraba sumergida eran
motivo suficiente para que le proporcionásemos la suprema distracción del amor
y del hogar. Aflojamos, pues, cinco duros, y el novio, muy lucio de pelaje y
muy listo de movimientos, entró en la jaula como en territorio conquistado.
¿Estaría aquel
galán empapado en las teorías de Luis Vives, fray Luis de León y otros
pensadores, que consideran a la hembra creada exclusivamente para el fin de
cooperar a la mayor conveniencia, decoro, orgullo, poderío y satisfacción de
los caprichos del macho? ¿Se habría propuesto llevar a la práctica el irónico
mandamiento de la musa popular, que dice:
como mula de alquiler...,
o procedería guiado por un espíritu
de venganza y resentimiento, al notar que la joven desposada le recibía con
frialdad evidente y con despego marcadísimo? Lo que puedo afirmar es que, desde
el primer día, el esposo de Piña -al cual pusimos el nombre
significativo de Coco- se convirtió en aborrecible tirano. Yo no sé si
medió entre ellos algo semejante a conyugales caricias; respondo, sí, de que, o
por exceso de pudor -raro en gentes de su casta- o porque tales caricias no
existieron, jamás advertimos que Coco y Piña, en sus mutuas
relaciones, se hubiesen de otra manera sino de la que voy a referir.
Encogida Piña
en un rincón de la jaula, entre jirones de verduras, peras aplastadas y
destrozadas zanahorias, llegábase a ella su marido, y bonitamente se le sentaba
encima del espinazo, lo mismo que en cómodo escabel, poniéndole las dos patas
sobre las ancas, y agarrándose con las dos manos al pescuezo de la infeliz, a
riesgo de estrangularla. En tan difícil posición se sostenía en equilibrio Coco,
sirviéndole de entretenimiento el atizar de cuando en cuando a su víctima un
mordisco cruel, un impensado zarpazo o una bofetada en los ojos. Ella, trémula,
engurruminada, hecha un ovillo, se mantenía quieta, porque la menor tentativa
de escapatoria le costaría mordiscos y lampreazos sin número. Era inconcebible
que el verdugo no se fatigase de estar así en vilo, pero no se fatigaba, y
permanecía enhiesto en su pedestal viviente, como los sátrapas orientales que
extendían al pie de su trono una alfombra de cuerpos humanos. Si nos
acercábamos a la jaula, ofreciendo a la pareja alguna finecilla de dulces o
frutas, la zarpa de Coco era la que asomaba al través del enrejado de
alambre, y sus papos los únicos donde iban a esconderse las fresas o las almendras
presentadas al matrimonio. Por ventura, dominada del instinto de la golosina,
intentaba Piña alargar la diestra, mientras en sus ojos mortecinos, de
arrugado y sedoso párpado, brillaba una chispa de deseo; pero inmediatamente,
los dientecillos del marido hacían presa en sus orejas, el bofetón caía sobre
sus fauces, y todo estímulo de la gula cedía ante la presión del dolor y del
miedo.
Miedo, ¿por qué?
He aquí el problema que preocupaba, cuando me ponía a reflexionar en la suerte
de la maltratada cubanita. Su marido, por mejor decir, su tirano, era de la
misma estatura que ella; ni tenía más fuerza, ni más agilidad, ni más viveza,
ni dientes más agudos, ni nada, en fin, sobre qué fundar su despotismo. ¿En qué
consistía el intríngulis? ¿Qué influjo moral, qué soberanía posee el sexo
masculino sobre el femenino, que así lo subyuga y lo reduce, sin oposición ni
resistencia, al papel de pasividad obediente y resignada, a la aceptación del
martirio?
Los primeros
días, en una lucha cuerpo a cuerpo, sería imposible profetizar quién iba a
salir vencedor, si el macho o la hembra, Piña o Coco. La hembra
ni siquiera intentó defenderse: agachó la cabeza y aceptó el yugo. No era el
amor quien la doblegaba, pues nunca vimos que su dueño le prodigase sino
manotadas, repelones y dentelladas sangrientas. Era únicamente el prestigio de
la masculinidad, la tradición de obediencia absurda de la fémina, esclava desde
los tiempos prehistóricos. Él quiso tomarla por felpudo, y ella ofreció el
espinazo. No hubo ni asomo de protesta.
Y Piña se
moría. Cada día estaba más pálida, más flaca, más temblona, más indiferente a
todo. Ya no se rascaba, ni hacía muecas, ni nos reñía, ni trepaba por la soga.
Su débil organismo nervioso de criatura tropical se disolvía; la falta de
alimento traía la anemia, y la anemia preparaba la consunción. Nosotros
habíamos desempeñado hasta entonces el papel de la sociedad, que no gusta de
mezclarse en cuestiones domésticas y deja que el marido acabe con su mujer, si
quiere, ya que al fin es cosa suya; pero ante el exceso del mal, determinamos
convertirnos en Providencia, y estableciendo en la jaula una división,
encerramos en ella al verdugo, dejando sola y libre a la mártir.
Pintar los
visajes y chillidos de Coco sería cuento de no acabar nunca. Al ver que
le ofrecíamos a Piña golosinas y alimento, sus gritos de envidia y
cólera aturdían la jaula. Y al pronto, Piña..., ¡oh hábito del miedo y
de la resignación!, no se atrevía a saborear el regalo, como si aún al través
de la reja, en la imposibilidad de hacerle daño alguno, le impusiese el déspota
su voluntad. Con todo, según fueron pasando días, renació en Piña la
confianza, lo mismo que en su desollado cogote brotaba nuevamente el pelo.
Reflorecía su salud, engruesaba, sus ojos de ágata brillaban, sus dientes
parecían más blancos, su rabo prehensil estaba muy juguetón, y sus manos
traviesas retozaban fuera de los alambres, complaciéndose en espulgar, por vía
de caricia, a todo el que se acercaba a su prisión. Si a esto se añade la
proximidad del verano, lo suave de la temperatura, las frecuentes visitas del
sol a la galería de cristales donde teníamos la jaula, se comprenderá la dicha
de la esposa de Coco, su alegría y su nueva juventud, revelada en lo
fino de su pelaje y en lo rápido de sus movimientos y gesticulaciones.
Para mayor
felicidad de Piña, nos trasladamos a La Granja , y allí se le
permitió explayarse por los jardines, subiéndose a los árboles cuanto consentía
el largo de una cadenita ligera. Ella danzaba por la copa de las acacias y
entre el follaje de las camelias, soñando tal vez que el cielo era no azul
celeste, sino turquí, que el bosquecillo de frutales se convertía en cerrado
manglar, y que en el estanque nadaban, en lugar de rojos ciprinos, pardos
caimanes que dejaban en el agua un rastro de almizcle.
Ya no la
prendíamos en jaula; nos contentábamos con amarrar su cadena, de noche, a una
argollita. Cierta mañana encontramos la argolla y algún eslabón roto de la
cadena, pero a Piña, no. Apareció, después de largas pesquisas, en un
alero del tejado, tiritando y medio muerta. Ebria de libertad y de luz,
confundió las noches de Galicia con las luminosas y tibias noches antillanas, y
el rocío, la niebla, el frío del amanecer la hirieron con herida mortal.
Expiró lo mismo
que una persona, o, por mejor decir, que una criatura: tosiendo, gimiendo
blandamente, con agonía estertorosa, vidriándose sus ojos y humedeciéndose sus
lagrimales. Mis niños quisieron enterrarla solemnemente en el jardín; cavaron
su fosa al pie del gran naranjo bravo, no lejos de un pie de salvia todo
florido; depositaron el cuerpo envuelto en un paño blanco; lo recubrieron de
tierra, echaron sobre la sepultura flores, conchas, hasta cromos y aleluyas, y
mientras los dos mayores lloraban todas las lágrimas de su corazoncito piadoso,
la pequeña, haciendo trompeta con el hocico salado y ensayando los gestos y
pucheros que juzgó más adecuados para expresar el dolor, pronunció estas
palabras, condena del sentimentalismo y fórmula de un carácter jovial y
antirromántico:
«La Ilustración Artística »,
núm. 447, 1890.
Cuento nuevo
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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