Mi profesora de francés era una
viejecita con espejuelos de aro reluciente, «falla» de encaje negro decorado
por lazos de cinta amaranto, bucles grises a lo reina Amelia
y manos secas y finas, prisioneras en mitones que ella misma calcetaba. Sus
ojos, de un azul desteñido por la edad, se encadilaban al recuerdo de la
juventud, y sus labios rosa-muerto sonreían enigmáticos, al entreabrirse, sin
soltar los secretos del ayer.
Su apellido,
Ives de l'Escale, olía a buena nobleza de provincia; sus ideas no desmentían el
apellido; legitimista acérrima, usaba, pendiente de una cadenita sutil, una
medalla conmemorativa, la efigie del Delfín preso en el Temple, y que ella no
creía muerto allí, sino evadido. De este misterio histórico, acerca del cual le
hice mil preguntas, no quería decir nada: movía la cabeza; una compunción
religiosa solemnizaba su semblante; un ligero carmín teñía sus mejillas
chupadas; pero lo único que pude arrancar a su reserva fue un dicho propio para
avivar la curiosidad:
Como
transacción, pues yo la acosaba, se resignó a explicarme de qué manera se puede
vivir por otro. En cuanto al enigma del Delfín, tuve que resignarme a
estudiarlo años después, en libros y revistas, cuando ya la anciana francesa se
convertía en ceniza dentro de su olvidada sepultura.
-No le
llamaremos sino Jacobo; omitamos su apellido -me había dicho exagerando la
reserva, en ella característica-. Jacobo era el onceno de los catorce hijos de
unos señores linajudos y escasos de dinero. Su tío y padrino ejercía en París
la profesión de maestro de baile, y era hombre de porte elegante y escogidas
maneras. ¡Qué tiempos aquellos tan hermosos! Hoy no se aprenden modales finos.
Hoy las señoritas levantan el brazo más arriba de la cabeza y no saben hacer
una reverencia ni ante Nuestro Señor sacramentado... En suma, el padrino de
Jacobo contaba, entre sus alumnos, a todos los niños del arrabal de San Germán,
al primer Delfín y a madame Royale. Jacobo era ágil, distinguido y guapo. Su
padrino le enseñó el baile y le presentó a la nobleza y a la corte. A los trece
años, Jacobo danzaba, una vez por semana, con la hija de cien reyes. Todos
sabían que el nuevo profesor de baile era un caballero, aunque pobre, muy
emparentado y con auténticos pergaminos. Caminaba hacia una posición, cuando la
suerte ajena que había empezado a encumbrarle, le torció y le cerró el
porvenir. Su padrino murió repentinamente.
No sabiendo qué
hacer de sí, y teniendo alma de verdadero aristócrata, sentó plaza. En el
ejército del Rin, su valentía le hizo notorio. Se batía con la misma gracia con
que bailaba el minué en las Tullerías.
Después de la
toma de Worms, el general Custine le nombró su ayudante de órdenes, distinción
no pequeña, dada la severidad de aquel héroe, que no estimaba sino el valor
tranquilo y frío. Jacobo se sentía atraído hacia Custine; atraído
singularmente, como por fuerza de sortilegio. No hubiese querido obedecer a
otro caudillo. Comprendía quizá, o lo sentía sin comprenderlo, que al destino
del general estaba ligado su destino propio.
Poco tardó
Custine, el héroe sereno, en hacerse sospechoso a la Revolución triunfante.
Entonces, descollar y ser leal era jugarse la cabeza. A pretexto de un descuido
en defender una plaza, Custine fue enjuiciado y sentenciado a morir. Los mismos
jueces, el mismo día, condenaron al ayudante a igual pena. Cuando salían del
tribunal en carreta para volver a la prisión, antesala del patíbulo, Jacobo
pensaba en su suerte, sometida a la de otro. Ningún delito podía imputársele:
iba a ser guillotinado por ayudante de Custine solamente.
Una tristeza
horrible le embargó ante el pensamiento de su inútil y oscuro sacrificio. Era
la hora del anochecer: plomizas nubes ensombrecían el horizonte y las
exhalaciones lo alumbraban un momento con lividez aterradora. Un gentío
hirviente se agolpaba alrededor de las carretas, que marchaban muy despacio.
Había mareas, y la multitud se apelotonaba, clamorosa.
A media
distancia de la prisión, un tropel separó a la primera carreta de la segunda,
en la cual iba Jacobo entre dos guardias municipales. La primera siguió
andando; alrededor de la segunda se arremolinó denso núcleo de hombres. Hubo
tumulto, se cruzaron injurias entre la escolta y el pueblo; dos enormes carros
cargados de heno se plantaron ante la carreta; el más cercano volcó adrede.
Jacobo comprendió.
Al ver que, de
sus guardias uno se bajaba para ayudar a poner orden, dio al que quedaba un
puñetazo tremendo en los ojos. No llevaba las manos atadas; al fin era oficial
del ejército del Rin. Y acordándose de las danzas y los minuetos, saltó con
ligero pie y se coló entre la muchedumbre alborotada, que pugnaba y se empujaba
medio a oscuras. Apenas se hubo alejado diez pasos de la carreta, una mano
desconocida cubrió sus hombros con un capote; otra mano, de mujer, asió la
suya, le arrastró, y una puerta entreabierta le dio paso y se cerró tras él,
sigilosa. La casa tenía dos puertas: a la media hora, Jacobo se encontraba completamente
a salvo. A la mañana siguiente, un frío mortal heló su sangre, que milagrosamente
conservaba en las venas. Porque fue el caso que le trajeron un periódico y,
leyéndolo, supo que al salvarle se había creído salvar al general, suponiendo
que éste iba en la carreta segunda. El periódico lo repetía con feroz regocijo:
el complot había sido vano, y la cabeza de Custine cortada al amanecer.
Estuvo Jacobo
como atontado varios meses, y además grave-mente enfermo. La mujer, cuya mano
le había guiado al asilo, le cuidó afectuosa. Era la amada del general, y ella
también le tomaba «por otro» sin querer. Se estableció al pronto tierna
amistad; después, algo más íntimo, que les horripilaba y les avergonzaba, como
una traición a la memoria del muerto. El amor se tragó al escrúpulo y se
casaron. Parecían el matrimonio más feliz. Sin embargo, a Jacobo no se le veía
sonreír nunca. Un pliegue tenaz arrugaba su frente; un abatimiento sin causa
física doblegaba su gallardo cuerpo. Yo -afirmó la anciana profesora, como
término de la historia extraña que me refería, yo, a título de amiga de la
mujer de Jacobo, entré mucho en aquella casa, recibí confidencias y recogí
suspiros de almas cerradas ante todos, que conmigo solamente se atrevían a
respirar. La esposa, deshecha en lágrimas, me decía:
-¿No sabes la
tema en que ha dado mi marido? Asegura que «es otro»; que a pesar de las
apariencias, él nunca ha sido Jacobo de...
-¡Ay! ¡Eso no!
-y la profesora se detuvo, asustada de ser tan indiscreta. ¡Eso no! Porque
hablo de personas que existieron, y cuanto he referido es verdad histórica.
Jacobo murió de
pasión de ánimo; su esposa le siguió al sepulcro, minada por una languidez
profunda. Al cabo se le había pegado la manía de su marido, y sostenía que
Jacobo era el propio Custine. En la hora anterior a su agonía, encargó que se
hiciese al héroe Custine suntuoso mausoleo... y que allí la depositasen a ella
también. Jacobo siempre fue «otro» ¡hasta ante el amor!...
«El Imparcial», 9 de julio de 1906.
Cuento tragico
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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