Desde que eran
vides las que rojeaban en las laderas del Aviero, precipitándose como cascadas
de púrpura y oro viejo hacia el hondo cauce del río, no se había visto cosecha
más bendita que la del año..., bueno, el año no importa. Además de la
abundancia, la uva estaba recocha y tenía su flor de miel, su pegajosidad de
terciopelo. Cada grano era un repleto odrecillo, ni duro ni blando, reventando
de zumo. Y los colores, en el tinto como en el blanco, intensos y muy iguales.
No se conocieron racimos que así tentasen a vendimiarlos.
La vendimia se
señaló para el 24 de septiembre. Y, como según dicen en el país, cuando Dios da
no es migajero, mandó un sol de gloria y unos días de gusto mejores que los de
verano, para aquella faena de otoño. Tampoco sería fácil recordar vendimiadura
más alegre.
Ello no quita
para que el trabajo sea caristoso. Subir a hombros los culeiros o
cestones por las cuestas casi verticales de la ladera, hasta soltarlos en la
bodega del antiguo pazo, que domina todo el paisaje, vamos, ¡que se suda! Las
vendimiadoras echan la gota gorda de su pellejo, con el calor y el tráfago;
pero los carretones se derriten al ascender con las cargas, magullados
los hombros por el peso, anhelosa la respiración por la fatiga, y sin poder ni
pasarse el revés de la mano por la frente, para recoger las lágrimas que de
ella se desprenden y caen sobre el fornido y velludo pecho.
Porque son de
empuje aquellos mocetones riberanos, hechos al laboreo recio, y también amigos
del bailoteo y el jarro, de las mozas para requebrarlas y del palo y la navaja
para repeler una injuria. Hombres capaces de subir, no diré los cestones colmos
de uva, sino los calvos peñascos detenidos como por milagro en su caída
inminente a las profundidades del río. Y la fuerza muscular emanaba de sus
cuerpos atezados, de sus pies encallecidos, que parecían echar raíces donde se
posaban, de sus voces desentonadas y fuertes, de sus manos anchas tendidas
siempre hacia la faena.
Con todo eso
-era la opinión de Corchudo, el mayordomo- no sería posible aquel choyo
de la vendimia sin el mágico efecto del continuo beber sin tasa, sin límite,
por cuencos, por ollas, por moyos... Obligación del dueño de las viñas era
dárselo a su talante, y aún, por la mañana, añadir la parva de aguardiente al
desayuno de pantrigo. Y todo el día, dijérase que otro río de sangre de Cristo
corría por las gargantas abajo para transmitir su vigor a las venas y salir
hecho secreción viva por los poros abiertos. De satisfacción tenía que ser la
cosecha, a fe, para que no la desfalcasen con lo que trasegaban los sedientos
perpetuos y no se advirtiese la merma en las cubas, las enormes cubas panzudas,
gloria y orgullo de la bodega más renombrada de los términos comarcanos.
A la hora del
anochecer, los cantos de las vendimiadoras hacíanse menos gozosos y provocantes
de lo que eran durante el día: la queja clásica, regional, descubría el
inevitable cansancio de la jornada. Había, sobre todo, una mocita vendimiadora
que, al prolongar el alalaa, parecía diluir en el canto un lloro. Y es
que todos lo sabían: aquella rapaza, de mala gana acudía a su labor: más le
valiera quedarse en casa, al lado de su madre, encarnada y paralítica. Pero si
ella no trabajaba, ¿quién las mantenía a las dos? Los racimos no caen del
cielo, que piden mucho trabajo. Para comer buenos guisos de carne, el compango
de la vendimia, buen bacalao con patatas, hay que menearse. Rosiña venía al
jornal todo el año. Sólo que ganaba menos que otra jornalera. El llamarla era
casi una caridad.
Y en los días
de la vendimia estaban fijos en ella los ojos de sus compañeras y compañeros,
sabedores de algo que picaba la curiosidad. Aquella rapaza -contábase- sentía
una repugnancia inexplicable que le hacía aborrecer hasta la vista de las uvas;
del vino, no digamos. El solo olor de los racimos maduros le causaba
contracciones dolorosas en el estómago; la vista de un vaso donde el rico tinto
refulgía como granate, la hacía palidecer. Cada moza emitía una opinión sobre
esta singularidad.
Una
vendimiadora ya vieja, la casera del pazo, que no se desdeñaba de echar mano
ella también, emitía un parecer, acaso el más fundado de todos.
-¿Sabedes qué
es ese escrupol que le da con el vino a Rosiña? Que el padre era un
borrachón y se volvió tolo de la bebida y la quiso matar cuando era de
siete años, y a la madre le dio una paliza que la tullió. Por eso no puede ver
el vino...
Como la luna
colgase ya en el cielo su gran perla redonda, vendimiadores y vendimiadoras se
juntaron en la era. Salieron a plaza panderos, triángulos y conchas, y las
coplas se enzarzaron, ya amorosas, ya irónicas y retadoras, y dos parejas
esbozaron un baile, que bien quisiera ser la ribeirana, pero iba
perdiendo su carácter genuino. Una de las improvisadoras al pandero dirigió la
flecha de una copla a Rosiña, que, silenciosa y abatida, se había sentado en un
poyo de piedra. Versaba la copla sobre las excelencias del vino, y afirmaba que
el que no bebe es un pavo soso o una santa mocarda.
Habituada
estaba la muchacha a estas pullas; pero sin duda se encontraba exhausta de
cansancio y destemplada de nervios, porque rompió en sollozos, limpiándose la
cara con el pico del pañolón. Y fue grande la sorpresa de las vendimiadoras
cuando vieron que Amaro, uno de los carretones más animosos y robustos,
que a cualquiera de ellas le convendría para darle fala, saltó
indignado, exclamando:
-¡A ver si vos
callades, eia! ¡Tenedes mal curazón pra metervos con quien no se mete con
vosotras! Rosiña, ríete. Es invidia que te tienen...
Nadie chistó.
¿Entonces, el Amaro quería a Rosiña, o qué? Nadie se lo había notado; es más,
nadie suponía que a Rosiña la pudiese querer nadie. ¡Fea, fea, no sería; pero
con aquella color de leche hervida, con aquel cuerpo flaquito..., donde estaban
tantas nenas como manzanas, rollizas, sanotas, metidas en carnes! ¡Y, sin
embargo, media hora después del incidente, las vendimiadoras no podían dudar
qué, en efecto, el carretón buscaba la fala a la mocita. Sentado
cerca de ella, le parolaba tan bajo, que entre el estrépito del triángulo y los
panderos y el piafar del baile, no se oía lo que le dijese con tal ahínco. Y
ella, la mosca muerta, ¡cómo le atendía y le contestaba! No sollozaba ahora,
no... Hasta la oyeron reír, por no se sabe qué gracejo de Amaro...
Y era verdad.
Por primera vez, la alegría, la juventud, los fermentos del amor calentaban las
venas de Rosiña. La luna iba descendiendo y apagándose en el agua sombría del
río, cunado el carretón, al lado de la muchacha, se fue con ella sin
volver siquiera la cara hacia las otras, que cuchicheaban y reían irónicamente.
Amaro le aseguraba a Rosiña que ya, desde tiempo, teniále voluntad. Bien
pudiera casarse allá para Nadal, si venía una letra que esperaba del hermano
que marchó a las Américas de Buenos Aires y que le iba bien por aquellas
tierras y mandaba cuartiños. Rosiña no saldría a trabajar: en casa, a cuidar
della. Y el mozo, mientras recorrían la senda demasiado estrecha, de
resbaladizas lages, pasaba el brazo alrededor de un talle delicado como
un junco, y murmuraba enternecido:
Una caricia más
atrevida rozó la mejilla de la moza. La boca de Amaro se acercó a la suya,
golosa y ávida. Y ella saltó, se echó atrás, como si hubiese pisado una sierpe,
en violenta rebelión de sus sentidos y su alma.
El carretón
se apartó, atónito... ¡Pues ya se sabe! Rosiña no podía resistir el vino, no lo
podía resistir. ¡El vino, la cosa más buena que Dios ha criado en este mundo!
¡Lo que da alma para trabajar, lo que consuela, lo que recrea; el vino tinto
del Avieiro, que si los ángeles pudiesen bajarían del cielo a lo catar! Y
dejando caer los brazos, como quien ve un imposible alzarse ante él, el mozo
dio rápida vuelta en sentido contrario al que llevaban momentos antes Rosiña y
él, tan juntos... ¿Cómo no había pensado en eso, corcia? ¡En buena se iba a
meter, hom!...
Cuento de la tierra
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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