Con el último empellón que le atizaron para que «se despabilase», salió
en volandas el chico, mal despierto aún, a pesar de un sopeteo y fregoteo de
cara y manos, en la palangana desportillada, con agua muy fría... Llevaba los
cachetes colorados aún de los restregones, y turbios los ojos, con los párpados
hinchados de soñarrera. No estaba más caliente que el agua el poco de revuelto
café que le habían servido en taza rota. Y liada la bufanda, y subido el gabán
hasta las orejas, que abotagaban media docena de sabañones, bajó las escaleras
a brincos, y se encontró en la luminosidad de la calle, animada ya, a aquella
hora matutina, por pregones de vendedoras, rodar de simones y trajín de obreros
y fámulas de cesta al brazo.
Mientras zapateaba en la acera, temblando, estremecido, tentado, como
siempre, a flanear un poco
antes de sumirse en las lobregueces de la escuela, el tranvía pasó. ¡El
tranvía! Era el ensueño de Pelegrín. ¡No haber montado en el tranvía nunca! Es
indecible lo que el chiquillo admiraba al tranvía. ¡Aquel coche grandísimo, tan
precioso, tan reluciente, que andaba solo, con su iluminación clara por las
noches, con sus silloncitos, con sus señores de gorra de galón, que van
derechos en la plataforma, con su correr fantástico! A veces se atrevía a
subirse al estribo un momento, tímido, pronto a huir despavorido si le
zapeaban; pero adentro no llegaba jamás. Tenía miedo de salir echado a
pescozones.
El miedo era el estado crónico de Pelegrín. Miedo a su padrastro, que le
atizaba leña al menor descuido; miedo a la portera, que era bigotuda, y le
gruñía si no restregaba muy bien los zapatos en los hierros del umbral, al
volver de la calle; miedo a los guardias de Orden Público, que un día le
tiraron de las orejas, sin piedad de sus sabañones; miedo a su hermana, que le
llevaba dos años y mandaba a zapatos en él; miedo al maestro, que no le había
castigado nunca, pero que gastaba unas cejas peludas como jopos de conejo;
miedo a los guripas de la
calle, procaces y osados cual gorriones, que le hacían burla y le amenazaban
con morradas, y cumplían la amenaza a veces. El miedo constante había llegado a
ser en Pelegrín segunda naturaleza. ¡Tenía miedo hasta a su madre, tan
deshecha, tan demacrada la infeliz! ¡Miedo a las flacas manos que le lavaban,
le servían el café chirle y el cocidillo tan escaso! Tal vez, comiendo unos
garbanzos más, el miedo de Pelegrín se amenguaría. Probablemente, con un buen
filete de carne y un caldo substancioso, Pelegrín sería un valentón. Lo cierto
era que vivía temblando. Tenía vagamente la convicción de que cuanto hiciese
era malo, digno de reprimenda, rechifla o golpes. Por instinto, cuando le
dirigían la palabra, bajaba la cabeza, como el que ve a otro alzar el brazo o
un arma para herirle, y trata de esquivar la agresión. Y si alguien le hubiese
dicho a Pelegrín que esto no era justo, que no todas las cosas ni las personas
debían serle hostiles, le sorprendería mucho: se mostraría incrédulo. Él,
Pelegrín, había nacido para eso: para aguantar candela.
Lo único que le sublevaba, como una iniquidad de la suerte, como
verdadera picardía del destino, era no saber aún lo que es un paseo en tranvía,
por las calles de Madrid, viendo, al través de los vidrios, desfilar las casas
lujosas, las tiendas, los árboles... ¡Corcho, eso sí que sería bonito! ¡Y no
tener una perra gorda para darse el gusto! Muchas veces miraba a las junturas
del empedrado, registraba con los ojos basuras y detritus, por si alguien
hubiese dejado caer la consabida perra... ¡Sí, busca! ¡Para que no la agarrasen
los chiquillos osados, los hijos de la calle! Una vez que los ojos de Pelegrín
se fijaron en el relumbrar de una peseta, semioculta en el rincón de la acera,
un golfo vio la dirección de la mirada, recogió la peseta en menos de lo que se
dice, y luego, volviéndose hacia el primer descubridor del tesoro, le hartó de
mojicones...
Hasta se le ocurrió que pidiendo limosna... No lo hizo, por dos motivos:
el uno, el miedo habitual: lo sabrían en su casa: no se preguntaba cómo lo
pudieran saber, pero lo sabrían; y su padrastro, preciado de sujeto decente,
empleado en el Ayuntamiento, le zarandearía a puntapiés en las costillas, según
hizo en alguna ocasión; y las costillas duelen, ¡vaya si duelen! La segunda
razón para no pensar en pedir era que Pelegrín iba muy bien trajeadito. ¿Quién
iba a darle? Aquella pose de
decencia del padrastro influía en la vestimenta del chico: dentro de casa se
pasaban privaciones, pero la familia, que se presentase con arreglo a la
posición... Pelegrín gastaba abrigo de buen paño gordo, boina flamante, bufanda
de calceta, muy abrigosa; marinero azul, de jerga, y sus botas, de becerro,
nuevecitas... ¡Y no había andado en tranvía nunca, por falta de diez céntimos!
El tranvía, una vez más, pasó tentándole. Estaba entonces como a diez
metros de la escuela; torcer por la primera bocacalle, y en el número 15.
Siempre vacilaba un poco antes de hacerlo; la calle principal era alegre,
bullanguera, inundada de sol, y la escuela abría su portal negruzco en una especie
de callejón maloliente. El ansia de felicidad que hay en el ser humano detenía
a Pelegrín un minuto más, entre el vocerío y alborozo de la calle.
Fue en ese momento de indecisión cuando una mujer se acercó a Pelegrín y
le soltó, como en chanza:
-¿Quieres unas avellanas tostás, monín, que están mu ricas?
En vez de alzar la cabeza para mirar a su interlocutora, Pelegrín la
bajó según su hábito, por miedo maquinal. Una mano gordezuela le metió en la
boca las avellanas, y una risa alegre le desencogió el corazón.
-Anda, cómetelas, que es cosa buena.
Sí que lo eran... Un grato saborete lisonjeó el paladar al triturar con
los dientes el fruto socarradito. Se atrevió a mirar a la mujer. Una cuarentona
fresca, envuelta en un mantón de lana gris, le sonreía, le hacía carantoñas.
-Anda, ¿te vienes conmigo? Te convido a dulces...
Asombrado, Pelegrín rehusó.
-Voy día, a la escuela...
-Para to hay tiempo, hijo; ahora, ven, que te daré rosquillas y pasas y
mucho bueno, bobo... Miá tú: al tranvía nos subimos y te llevo dacia mi casa,
¿oyes?, que tengo allí pa que te hartes de rosco...
No era necesario tentar a la golosina: la mujer frescota había
pronunciado la mágica palabra... ¡El tranvía! Subir al tranvía, irse en él,
sabe Dios adónde, a alguna región de magia, al país azul...
Callado, trémulo de esperanza, por fin se vio aupado, metido en el coche
de sus ilusiones... Tan intensa era la emoción, que no hablaba; no habría
podido articular frase alguna. Únicamente, cuando el tranvía se puso en
movimiento y se sintió llevado por él, arrebatado por el bello monstruo
apocalíptico, murmuró fervorosamente:
-¡Recorcho!
La mujer, siempre zalamera, le subía la bufanda hasta las cejas.
-Tápate, hijo, que corre un remusgo...
Se apearon en un sitio solitario, un cruce en glorieta perdida. Todos
los viajeros habían ido quedándose acá y acullá... Sólo entonces se le ocurrió
a Pelegrín, libre ya de la fascinación del tranvía, volver a su estado habitual
de susto. Por allí no pasaba alma viviente. Y, suplicante, balbuceó:
-¡Quiero di a la escuela!...
-Ahora irás, precioso, ahora -respondió la mujer, quitando con presteza
a Pelegrín la boina y la bufanda, y ocultándolas bajo el mantón.
Y como el niño, al sentir el frío, hiciese un momo de llanto, la
embaidora se dio prisa y le tiró de una manga del abrigo, y luego de la otra,
atizándole, para acallarle, un bofetón de los que quitan el aliento. Fue obra
de pocos segundos; sin duda, la ladrona tenía adquirida práctica. Con la misma
celeridad desapareció. El despojo fue consumado en el rincón de un solar, y
acaso la valla de tablas, rota, sirvió de burladero. Pelegrín, aturdido por el
dolor del bofetón bárbaro, que le había cruzado las orejas ensabañonadas,
ardorosas, rompía por último a llorar y gritar con estrépito. Aún tardó algo en
aparecer por allí un transeúnte, un obrero, con su talego de herramientas al
puño.
-¿Qué te pasa, muñeco?
Del incoherente relato salió la verdad. El obrero miraba con indignación
al niño, descubierto, tiritando, inflamada la mejilla, ensopado de lágrimas el
rostro...
-¡Repodrías ladronas! Y los demontres de los guardias, ¿dónde andarán?
¡Vegilando en el portal de algún menistro!
No hay para qué decir el recibimiento que se le hizo en su casa al
despojado. Sobre un bofetón ¡caben tantos otros! ¡Y las costillas de un
pequeñuelo reciben tan perfectamente la punta de la bota de un hombre! El miedo
-mejor dicho, el terror profundo- volvió a enseñorearse del alma de Pelegrín,
donde reinó como amo. Tuvo miedo hasta a las calles animadas, a las mujeres que
ríen mostrando sanos dientes, a las confiterías, a la luz del sol... Lo único
que le consolaba un poco era repetir para dentro, sin decírselo alto a nadie:
«¡He andao buen cacho e camino en tranvía!...».
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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