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miércoles, 7 de mayo de 2014

Paria

-Yo nunca me entenderé bien con la gente, y acabaré por meterme monja, si no fuese que también hay gente en los conventos -declaró Piedad, guar­dándose una carta y contestando a una interrogación que le dirigía su amiga Margarita. ¿Conque me caso con un tapeur? -añadió. Puede que no fue­se ningún disparate... Lo malo es que a mí me gusta comer todos los días; es un vicio que he contraído... Te ase­guro que cuando me decida a casarme, será bajo esa expresa condición: que se cornerá los siete días de la semana...
-Tú eres muy excéntrica -advirtió Margarita, que tiene por costumbre es­candalizarse a cada momento, con un remilgo de gata pulcra, enemiga de es­trépitos y trastornos. Ni una miss solterona te gana en excentricidad.
-¡Valiente excentricidad la mía! -protestó la muchacha, frotándose ac­tivamente con el pulidor las uñas de la mano izquierda; estaban en el tocador las dos amigas, y Piedad se vestía para el teatro. Mi excentricidad se reduce a hacer cosas naturalísimas, que han llegado a no parecerlo, a fuerza de estar falseado el criterio en todo y por todo.
-¡Mujer! No me digas que es natu­ral lo que se te pasa por la cabeza. Si no estás en paz ni con los guardacan­tones. Debes de tener azogue dentro. Parece que buscas quimera, por el gusto de buscarla. ¡Mira que lo que hi­ciste en el duelo de Artías del Va­lle! ¡Aquellas carcajadas altas y sono­ras!
-Pero, criatura..., no me pude conte­ner. Me da algo si no me río... Figúra­te a Petrita Artías, con aquella cara fúnebre, y rebosándole la alegría por dentro, de verse rica y libre..., Y aquel cuadro de sainete de Lara... La gente vestida de negro, la sala a media luz, un suspiro que sale de un rincón, to­dos hablando en sordina, Petrita de pa­ñuelo sobre un ojo... Tentaciones me dieron de gritar: «Abran las venta­nas; venga clarete; vengan empareda­dos... Si somos las mismas de los otros miércoles...» No, y falta lo delicioso... Pepín Barquera, muy compungido, a dos pasos de la viuda... Por poco le chi­llo: «Consuélala, cenaaoscuras, que cos­tumbre tienes...»
-¡Qué atrocidad! Acabarán por huir de ti...
-¡Sí que sería atrocidad consolar a Petrita, tan fanée y con la tripa que va echando! -declaró Piedad, afectan­do no entender el sentido de la excla­mación de su amiga.
-Mujer -suplicó Margarita, ten juicio, si puedes, cinco minutos, y explícame por qué andan diciendo que estás enamorada del tapeur.
-Me figuro -respondió Piedad, prendiendo la tarea de abrillantar las uñas diminutas de la otra mano -que será, en segundo lugar, por lo que voy a referirte...
-¿En segundo lugar?
-En primero, por ser estúpido todo el mundo, y más estúpido cuando se reúne a fallar de lo que no entiende.
-Pero, en fin, cuando el río suena...
-Es que no tiene otra cosa mejor que hacer... Pues verás tú, Margaritita, y te autorizo para que lo cuentes, si te da la gana, y si no, deja que ha­blen; a mí me es enteramente igual... Yo te doy, en parte, la razón: soy un, poco maniática. No me divierto con lo que otros se divierten, ni encuentro aburrido sino lo que a mí me aburre. Además, opino que muchísimas cosas no debieran ser como son, sino de otro modo.
-En ese particular no puedo estar conforme -y Margarita sonrió. Todo me parece a mí perfectamente arregla­do; al menos, lo mejor posible.
-Dichosa tú... Yo voy a un baile; uno de estos bailecitos pequeños y de confianza, como los de casa de Alman­sa, por ejemplo. Tú entras y te fijas en las reinas de la fiesta. ¡Qué guapa está Menganita! ¡Perenganita estrena un fourreau de gasa de oro! ¡Zutani­ta trae su collar falso, sus perlas de cera legítima! Yo, casi ni las miro. Me las sé de memoria: Tampoco a los hom­bres les condedo gran atención. Ya pre­sumo lo que han de espetarme. Mil sim­plezas, y, sobre todo, el inevitable «¡Qué calor!», que trae aparejada la respuesta ingeniosísimá: «¡Ya, ya!»
En cambio..., me interesan esas per­sonas de quienes en las fiestas no se hace caso ninguno. Las institutrices y damas de compañía que a veces tienen que ir con las muchachas ó con los ni­ños, en los bailes infantiles, y a quie­nes no se decide nadie a dar la mano, aunque ellas hacen sus conatos de ade­lantarla tímidamente; las parientas po­bres, insignificantes, embutidas en un traje mil veces remendado y que fué desecho de su rica parienta; las feas de solemnidad; a las cuales nadie lleva al buffet ni da un rato de palique; las cursis francamente cursis, que pa­rece que tienen la peste y van mendi­gando un saludo y una palabra..., y, sobre todo, los músicos. ¿Te has fijádo en los músicos tú? Yo estoy pendiente de ellos. Mis miradas no se apartan del desdichado profesor, tan formal y hu­milde, con su frac color de ala de mos­ca, cuyas rozaduras disimuló la tinta; oculto por el piano que cubren los pliegues de un pañolón de Manila cha­rro y por las macetas de flores que se colocan adrede para que el pianista ni vea ni sea visto... Allí está ese paria, convertido en máquina de teclear pa­ra que los demás se diviertan y bailen; arrinconado para que no tengamos el espectáculo de su faena, y enchiquerado porque no es lícito a su juventud di­rigir miradas a las muchachas boni­tas... Ahí está, aguardando a que un gomoso le chille: «¡Vals!» «¡Rigo­dón!» Y yo rondo alrededor del piano, y acabo por apoyarme en él y por me­ditar algo raro. «¿Y si le hablase?» Dicho y hecho... Pongo la voz muy dulce, sonrío...
-¡Qué humorada! -exclamó Marga­rita.
-El se vuelve, me mira con sorpre­sa...
-Y... ¿qué tal? ¿Guapo? ¿Tipo ro­mántico.
-Puedes cerciorarte -respondió Pie­dad, sacando del bolsillo la carta que acababan de entregarle, y que había leído despacio. Te presento la fóto­grafía...
Margarita la examinó, observando si tenía dedicatoria. Una maliciosa son­risa vagaba en sus labios.
-A la verdad, parece poco seductor, hija... A no ser que lleve la música dentro.
Piedad recogió la tarjeta, y, sonriente a su vez, continuó:
-Era feíllo, canijo, amarillento... y con trazas de enfermo, mejor dicho, de tuberculoso... Pero tenía cara de sentir y comprender su posición y una acti­tud de dignidad, triste, y resignada... Te confieso que el corazón me dió una vuelta. Hay momentos en que la com­pasión se sube a la cabeza y se halla uno capaz de cualquier desatino... Y cuando más metida en conversación estaba yo con el artista (llamémosle así), se acerca Petrita, la muy insolen­te, y me dice con sorna: «Veo que el maestro ha hecho conquista hoy...» Se me encrespó el genio, se me erizó el alma y solté esto que vas a oír: «Por cierto que es verdad, y ¡cuánto más vale el maestro que Pepín Barquera y otros macacos por el estilo, aunque anden persiguiéndolos las señoras!» Y era verdad: cinco minutos antes los había visto en una puerta, él tratando de escabullirse y ella no queriéndole soltar. En seguida la dejo con la pala­bra en la boca y digo al pianista: «¿Quiere usted hacerme el favor de llevarme al comedor?» ¡Habías de ver aquella cara! Una expresión semejan­te..., sólo en los santos extáticos, Y, al mismo tiempo, vergüenza; sí, vergüen­za. Tuve que llevármele casi a la fuer­za; no se atrevía; ¡acaso temiese de mí una burla! La gente nos miraba; se cuchicheaba; no faltó quien a mi pasó dijese agudezas. Y la Almansa sa­lió después con que yo le había estro­peado el baile... ¡Vaya un baile para que nadie lo, estropee! ¡Un buffet miserable, y por orquestá, un tapeur! En fin, yo no me ocupé de lo que pensa­sen; me senté al lado del profesor; le serví de todo..., de todo lo que había, que no era mucho; le cuidé; le pre­gunté su vida; supe que mantenía a su madre con su trabajo; le auguré que sería un Rubinstein..., andando el tiem­po; le prometí organizar conciertos en que él tomase parte y yo aplaudiese; vamos, me colé...
-¡Cuándo no es Pascua! -declaró la amiga grave y desaprobadora. Y él..., ¿no te hizo el amor después, a todo trapo?
-El, después, se tuvo que ir a su tierra, Alicante, porque ya te dije que estaba tísico. ¡Hace unos quince días que... se ha muerto!
-¿Cómo lo sabes?
-Porque su madre me lo escribe hoy... Dice que se despide de mí por encargo de su hijo, y que, además, me envía ese retrato...
-Mira -murmuró Margarita, cavilo­sa: eso no deja de ser así..., como una cosa en verso...
Piedad calló. Había terminado de bruñirse las uñas, y alzó los hombros, mientras ordenaba a la doncella:
-Traiga usted el vestido vieux ro­se... ¡Ah! Y la estola de armiño,.. No calientan ese teatro Real, y se tirita...

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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