-Yo la aborrecía
como el que más -dijo el semifilósofo, ¡y cuidado que la aborrecen los
mortales! Pero se me figura que mi odio revestía un carácter especial de
violencia y desprecio. No sólo me parecía horrible, sino antipáticamente
ridícula, y me burlaba de sus gestos, del aparato que la rodea, de los versos y
artículos que inspira, de las industrias que sostiene, de las carrozas
figurando templetes, de los cocheros y lacayos «a la Federica »; de las coronas
de siemprevivas y violetas de trapo que parecen roscones; de los pensamientos
tamaños como berzas sobre cuyas negras hojas reluce, adherido con goma arábiga,
un descomunal lagrimón de vidrio... Groseras representaciones simbólicas, que
me inspiraban en vez de respeto, mofadora risa, y que me hacían exclamar al
encontrarme por las calles un entierro: «Ahí va la última mascarada. Como «me
lleven» así..., soy capaz de resucitar y de dar el disgusto magno a mis
herederos.»
Quizá «ella» se
enteró de que yo la detestaba tan seria y encarnizada-mente. Lo cierto es que
una noche, de verano y muy apacible, encontrándome en perfecta salud y sin
acordarme para nada de la desagradable acreedora de la Humanidad , como me
entretuviese en el jardín respirando el suave aroma de los dondiegos y las
madreselvas, y recreándome en la fantástica forma que presta la luna a los
árboles y a las lejanías, de pronto vi a la Muerte , a la Muerte en persona, sentada a mi verita, en el
mismo banco, y clavando en mí sus profundos ojos de esfinge.
¿Que cómo supe
que era la Muerte ?
¡Bah! Se la conoce en seguida, ni más ni menos que si la estuviésemos tratando
a todas horas. No creáis, sin embargo, que la Muerte se me presentó como suelen pintarla,
reducida al estado del mondo esqueleto, armado con una guadaña, sosteniendo un
reloj de arena, enseñando los dientes amarillos y entrechocando pavorosamente
los huesos. Ésas son fantasías de poetas y pintores. No se necesita reflexionar
mucho para comprender que entre lo que llamamos «muerte» y el período en que el
cuerpo se convierte en esqueleto pelado media una distancia grande, que sólo
salva la imaginación, y que significar la Muerte por medio de una armazón óseo, es como si
figurásemos el nacimiento con un poquillo de albúmina o un germen invisible.
Al pronto no me
atreví a interrogarla. Estoy seguro de que a ti, lector, te sucedería lo mismo:
la Muerte ,
vista de cerca, por más que se adorne, y componga, siempre infundirá una miaja
de respeto..., es decir, de asco. Y advirtiendo ella lo que me sucedía, se
adelantó a hablarme con voz sumamente dulce, insinuante y melodiosa, que
suscitaba el presentimiento o el recuerdo del sonido delicadísimo de una flauta
de plata.
-He venido -dijo
blandamente- a que hagamos las paces. No me avengo a que todos me miren con
repugnancia y a que sea mi nombre un espantajo. ¡Qué injusticia! De venir al
mundo deberían espantarse los hombres; pero... ¿de salir de él? Y mira, será
chiquillada: lo que más me duele es que me llamen fea. Dime sinceramente: ¿soy
fea yo? ¿No es mucho más feo al nacer; no es más prosaico, más doloroso, más
sucio, más difícil, hasta más ridículo? Piensa cómo se nace y cómo se muere, y
manifiéstame tu opinión. Muertes bellas, heroicas, grandiosas, recordarás
infinitas; nacimiento heroico no sé de ninguno. El hombre, cuando nace, sólo
afirma su existencia orgánica. Al morir, en cambio, ¡cuántas cosas grandes se
han afirmado generosamente: ideas altas y nobles, santas creencias,
sentimientos ardientes y profundos! ¿No es cierto que hay vidas que no tienen
más valor ni más significación que la que yo vengo a prestarles en un momento
supremo? Hubo hombres -a centenares- que sólo viven porque murieron bien.
-Estoy enterado
-contesté de mala gana. Un bel morir... como dijo no sé quién... Y a fe
que no soy el único que ignora quién dijo esa sobada frase. Tu tienes razón,
hermana Muerte; pero, mira, no lo podemos remediar; no nos haces gracia. Desde
que estás ahí, ¡por ejemplo!, siento frío y se me ha encogido el corazón.
-Sin embargo,
apostaré a que me vas encontrando menos fea, y, sobre todo, ya no te parezco
risible. Estoy segura de llegar a agradarte, a conquistarte, si me sigues
tratando. ¡Quién sabe! ¡Podrás amarme quizá! En eso me diferencio también de la Vida. A ésta se la recibe
con alegría y alborozo; se espera de ella todo lo bueno, todo lo apetecible,
las cosas más bonitas y seductoras... Y pregúntale a tus semejantes, pregúntate
a ti mismo, si la insolente ladrona desuellacaras cumple lo que prometió.
¡Pregunta, sí, si alguien queda satisfecho de ella, si hay quien no la maldiga,
si hay quien, después de arrancarle la máscara, se aviene a recibirla de nuevo
con su secuela de dolores, berrinches y aburrimiento intolerable! En cambio,
¿quién se queja de mí? ¡Observa cómo los que yo me llevo dejan traslucir en sus
facciones inexplicable alivio, expresión de conformidad, de sosiego dulce y
plácido! Es que yo les colmo a todos las medidas. Doy a cada cual lo que soñó.
-Eres una
elocuente abogada -respondí a la
Muerte procurando desviarme de ella con disimulo-, y casi me
vas persuadiendo; sin embargo, hay en ti algo difícil de soportar, y es eso de
que no sepamos adónde nos conduces.
-La palabra que
acabas de pronunciar es la condena de la vida -respondió la mujer pálida,
fascinándome con sus enigmáticos ojos y atrayéndome como atrae lo desconocido,
hasta tal punto que, involuntariamente, me acerqué a ella; y notándolo, me
sonrió, y me pasó por la cara unas flores marchitas que olían a cera y a
incienso. Al respirarlas, empecé a sentir que la Muerte es una sirena.
-Lo que no te
perdono -exclamé reaccionando- es tu maldad, tu impía y cruel acción de
llevarte a los que amamos. Comprendo que si me llevas no resistiré ni
protestaré; pero, ¡ay de ti si te acercas a los seres preferidos! ¿Cómo no
quieres que te maldigan los que te ven llegar tranquila e inevitable, cuchillo
en mano, para separarle el corazón en dos mitades, llevarte la una y dejar la
otra aquí llorando gotas de sangre y hiel? Vamos, Muerte, ahora sí que no
tienes nada que alegar en tu defensa. Jamás nos reconciliaremos contigo si
tocas a un pelo de la cabeza sagrada. Por eso te llamamos tirana y odiosa; por
eso tu aspecto nos crispa y nos indigna, y nunca nos habitua-remos a ti,
maldición de Dios que pesa sobre nosotros.
La mujer del
rostro pálido permaneció algún tiempo callada, sin contestar a mi invectiva. Al
fin, lentamente, puso mano de hielo en mi hombro y dijo con acento que
penetraba hasta las últimas capas del cerebro:
-Es cierto que
separo a los que se aman, que desanudo los brazos, que aíslo las bocas, que
pongo entre los cuerpos la valla de bronce del sepulcro, que traigo al espíritu
la indiferencia, a la memoria el sopor, que me río irónicamente de los
juramentos en que se invocó la eternidad, y que el llanto no me apiada, ni el
dolor me importa... Pero ¡en cambio!...
-Sí lo hay. En
cambio..., ¡óyeme bien!... Soy la vengadora segura, infalible, que nunca falta.
Tarde o temprano cumplo los sacrílegos deseos y entrego al enemigo la cabeza
del enemigo.
Y pasó por la
faz de mármol de la muerte una vaga sonrisa de complicidad con la pasión,
pasión que en aquel momento sentí con rubor que me subyugaba. Reconciliado
enteramente con el espectro, le tendí los brazos en un transporte de rencor
satisfactorio y de feroz alegría... Y no tuve tiempo de avergonzarme y
arrepentirme de este anticristiano impulso, porque la Muerte había desaparecido y
sólo quedaba a mi alrededor el silencio, el olor de las madreselvas, la luna
convirtiendo en lago sin límites las lejanías y los términos del valle, y la
majestad tranquila de la inmortal Naturaleza.
«El Imparcial», 11 febrero 1895.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario